—El daño nos lo han hecho a nosotros —siguió explicando—. Nos dividimos en cinco grupos. La señorita Athaclena insistió en que debía ser así, y eso nos salvó la vida.
—¿Cuál era vuestro objetivo?
—Una pequeña patrulla. Dos tanques flotantes ligeros y un par de vehículos de superficie abiertos.
Robert examinó el emplazamiento en el mapa, donde una de las pocas carreteras se adentraba en la primera cordillera de montañas. Por lo que le habían dicho, rara vez se veía al enemigo más arriba del Sind.
Parecían satisfechos con controlar el espacio, el archipiélago y la estrecha franja colonizada de la costa en torno a Puerto Helenia.
Después de todo, ¿por qué tenían que preocuparse por las zonas rurales? Casi todos los humanos estaban encerrados. Garth era suyo.
Al parecer, las tres primeras incursiones de los rebeldes habían sido sólo ejercicios. Unos pocos suboficiales de la antigua milicia que intentaban enseñar a una nueva hornada de reclutas cómo moverse y luchar entre las sombras de la jungla. Pero a la cuarta salida se habían sentido preparados para tomar contacto con el enemigo.
—Desde el principio parecían saber dónde estábamos —prosiguió Benjamín—. Los seguimos mientras patrullaban, practicando cómo escondernos entre los árboles sin perderlos de vista, como las veces anteriores. Entonces…
—Entonces atacasteis de verdad a la patrulla.
—Sospechábamos que sabían dónde estábamos —asintió Benjamín—, pero debíamos tener plena certeza de ello. A la general se le ocurrió un plan…
Robert parpadeó, y luego asintió. Aún no estaba acostumbrado al nuevo título honorífico de Athaclena. Su asombro crecía a medida que escuchaba a Benjamín relatar la acción de aquella mañana.
La emboscada había sido planeada de modo que cada uno de los cinco grupos pudiera disparar por turno a la patrulla con el mínimo riesgo.
Y sin muchas posibilidades de dañar al enemigo, observó Robert. Los emboscados estaban casi siempre demasiado arriba o demasiado lejos para poder efectuar buenos disparos. Con rifles de caza y granadas de choque, ¿qué daño podían hacerles?
En el primer intercambio de disparos resultó destruido un pequeño vehículo de superficie
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y otro resultó ligeramente dañado antes de que el fuego de los tanques obligara a cada grupo a retirarse. La ayuda aérea llegó rápidamente de la costa, y los rebeldes apenas tuvieron tiempo de escapar. La fase agresiva de la incursión había terminado en menos de quince minutos. Habían tardado mucho más en retirarse y borrar las huellas.
—Pero no lograsteis engañar a los
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, ¿verdad? —preguntó Robert.
—Siempre parecían saber dónde estábamos. —Benjamín sacudió la cabeza—. Es un milagro que hayamos podido atacarlos y un milagro mayor que hayamos escapado.
Robert miró a la «general». Iba a manifestar su desacuerdo, pero consultó el mapa una vez más mientras reflexionaba sobre las posiciones que habían tomado los emboscados. Siguió las líneas de fuego y las rutas de la retirada.
—Has tenido mucha imaginación —le dijo por fin a Athaclena.
Los ojos de ella se juntaron ligeramente y se separaron de nuevo, el equivalente
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de encogerse de hombros.
—Pensé que no debíamos acercarnos demasiado en nuestro primer encuentro.
Robert asintió. Si hubiesen elegido lugares «mejores» y más cercanos al enemigo, muy pocos chimps, o ninguno, hubieran regresado con vida.
El plan había sido bueno.
No, no bueno. Inspirado. No había sido pensado para dañar al enemigo sino para recuperar la confianza. Las tropas se habían dispersado de forma que cada grupo pudiese disparar a la patrulla con un mínimo riesgo. Los rebeldes habían regresado tambaleándose, pero lo más importante era que habían vuelto.
Pero estaban heridos. Robert sintió el cansancio de Athaclena, en parte por el esfuerzo y en parte por mantener la moral de victoria en todos los integrantes del grupo.
Notó que le tocaban la rodilla, y tomó la mano de Athaclena entre las suyas. Sus largos y delicados dedos se cerraron con mucha fuerza y sintió su pulso de triple latido.
Sus ojos se encontraron.
—Convertimos un posible desastre en un éxito menor —dijo Benjamín—, pero mientras el enemigo sepa siempre dónde estamos no creo que podamos hacer nada más que jugar al escondite, e incluso ese juego puede costarnos más de lo que podemos pagar.
Fiben se rascó la nuca y miró irritado hacia el otro lado de la mesa. Así que ésa era la persona con la que debía contactar, la brillante alumna de la doctora Taka, la futura líder del movimiento urbano clandestino.
—¿Qué majadería fue aquélla? —la acusó—. Me dejaste entrar en ese club totalmente ciego e ignorante. Anoche casi me cogieron una docena de veces. ¡Me podrían haber matado!
—Fue hace dos noches —le corrigió Gailet Jones. Estaba sentada en una silla de respaldo recto y se alisaba la seda azul de su sarong—. Y de todos modos, yo estaba allí, en la puerta de «La Uva del Simio», esperando para contactar contigo. Te vi llegar solo, con aspecto de forastero y vistiendo una camisa de trabajo a cuadros, y te abordé con la contraseña.
—¿Rosa? —Fiben la miró con sorpresa—. Te acercas a mí y me susurras rosa, ¿y se supone que ésa debía de ser la puñetera contraseña?
En circunstancias normales no hubiese utilizado un lenguaje tan vulgar en presencia de una dama. En aquel momento, Gailet Jones parecía el tipo de persona que había esperado encontrar en un principio: una chima culta y bien educada. Pero la había visto de otro modo y no iba a ser capaz de olvidarlo.
—¿A eso llamas contraseña? Me dijeron que buscara a un pescador.
Sus propios gritos lo sobresaltaron. Aún sentía la cabeza como si hubiese sufrido pérdidas de masa encefálica por cinco o seis sitios. Ya no tenía los músculos acalambrados, pero aún sentía dolor en todo el cuerpo, y su humor no aguantaba bromas.
—¿Un pescador? ¿En esa zona de la ciudad? —Gailet Jones frunció el ceño y su rostro se ensombreció unos instantes—. Escucha, la situación era caótica cuando llamé al centro para darle un mensaje a la doctora Taka. Imaginé que su grupo estaba acostumbrado a guardar secretos y que podrían convertirse en un núcleo ideal de resistencia. Sólo tuve unos momentos para pensar cómo establecer contacto antes de que los
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se apoderaran de las líneas telefónicas. Supuse que ya estaban grabando las conversaciones, así que las palabras debían tener un tono coloquial, ya sabes, ese tipo de lenguaje que sus ordenadores no pudieran interpretar fácilmente. —Se detuvo de pronto, llevándose una mano a la boca—. ¡Oh, no!
—¿Qué? —Fiben se inclinó hacia delante.
—Le dije a ese estúpido telefonista del centro —prosiguió ella después de pestañear— cómo tenía que vestir su emisario, dónde debía encontrarme y que yo me haría pasar por un anzuelo.
—¿Por un qué? No te entiendo. —Fiben movió la cabeza negativamente.
—Es una palabra arcaica, del argot humano que se usaba antes del Contacto, para designar a una persona que ofrece relaciones sexuales ilícitas a cambio de dinero.
—¡Por Ifni! ¡Vaya una idea más estúpida y puñeteramente idiota! —espetó Fiben.
—Muy bien, listillo —le respondió Gailet con vehemencia—. ¿Qué podía hacer yo? El ejército se estaba desmoronando. Nadie había pensado siquiera qué hacer si todos los humanos de la isla eran apartados repentinamente de la cadena de mando. Tuve esa disparatada idea de empezar de cero un movimiento de resistencia. Y entonces intenté concertar una cita.
—Sí, sí, haciéndote pasar por alguien que ofrece servicios ilícitos en la puerta de un local donde los
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estaban incitando a un desenfreno sexual.
—¿Cómo iba a saber yo lo que querían hacer y que habían escogido ese pequeño y soporífero club para llevarlo a cabo? Imaginé que las prohibiciones sociales se relajarían lo suficiente para que pudiera interpretar mi papel y abordar a los forasteros. ¡Pero nunca se me ocurrió pensar que se relajarían tanto! Supuse que si me acercaba a alguien por error se sorprendería y reaccionaría como tú lo hiciste.
—Pero no fue así.
—¡No, claro que no! Antes de que llegases aparecieron varios chimps solitarios, vestidos de una forma semejante a la que esperaba de ti. El pobre Max tuvo que atontar a unos cuantos, y el callejón estaba empezando a llenarse, pero ya no había tiempo para cambiar el lugar de la cita o la contraseña.
—¡Una contraseña que nadie entendió! ¿Anzuelo? Tendrías que haber pensado que eso podía prestarse a confusiones.
—Yo sabía que la doctora Taka lo entendería. Solíamos ver y discutir juntas viejas películas. Habíamos estudiado las palabras arcaicas que se utilizaban en ellas. Lo que no comprendo es por qué ella… —su voz se debilitó al ver la expresión en el rostro de Fiben—. ¿Por qué?, ¿por qué me miras de ese modo?
—Lo siento. Acabo de darme cuenta de que no lo sabes —Fiben movió la cabeza—. Mira, la doctora Taka murió cuando recibimos tu mensaje, a causa de una reacción alérgica al gas de coerción.
—Me lo temí cuando vi que no llegaba a la ciudad para ser internada. —Gailet estaba deprimida—. Es… una gran pérdida. Desvió la mirada, trasluciendo unos sentimientos mucho más profundos de lo que sus palabras revelaban.
Al menos se había ahorrado presenciar el final del centro Howletts entre las llamas, las ambulancias llenas de hollín que corrían de un lado para otro y la cara vidriosa y agonizante de su mentora mientras el gas ecdémico se cobraba su cruel y estadístico tributo. Fiben había visto filmaciones de aquella noche colmada de terror. Las imágenes permanecían inmóviles en las capas oscuras de su mente.
Gailet recobró el ánimo, dejando su dolor para más tarde. Se secó los ojos y se encaró a Fiben con las mandíbulas hacia adelante en actitud de desafío.
—Tenía que ocurrírseme algo que un chimp pudiera comprender, pero no los ordenadores de lenguaje de los ETs. No va a ser la última vez que debamos improvisar. Pero lo más importante es que estás aquí y que los dos grupos ya están en contacto.
—Casi me matan —señaló él, aunque esta vez le pareció un poco grosero mencionarlo.
—Pero no te mataron, y hay muchas formas de convertir tu pequeña desventura en algo ventajoso. Por la calle todavía se habla de lo que hiciste esa noche, ¿sabes?
¿Había una débil e incierta nota de respeto en su voz? ¿Se trataba tal vez de una oferta de paz?
De repente, todo le pareció excesivo. Excesivo para él. Supo que aquello era un error a realizar en el momento menos adecuado, pero él no podía sustraerse. Se sometió.
—¿Un anzuelo…? —rió, aunque a cada sacudida su cerebro parecía traquetear dentro de la cabeza—. ¿Un anzuelo? —Echó la cabeza hacia atrás y gritó golpeando los brazos del sillón. Fiben se desplomó riendo a carcajadas y pataleando—. ¡Oh, Dios mío, era eso precisamente lo que tenía que buscar!
Gailet Jones lo miró mientras él hacía una pausa para respirar. Ni siquiera le importaba que llamase a Max, el chimp grande, para que le diese otra dosis de anestesia.
Todo aquello era excesivo.
Fiben comprendió que si la mirada de Gailet en aquel momento significaba algo, aquella alianza comenzaba ya de un modo inestable.
El Suzerano de Rayo y Garra montó en su vehículo privado y aceptó los saludos de su escolta de soldados de Garra. Se trataba de tropas cuidadosamente seleccionadas, con las plumas muy bien arregladas y las crestas teñidas con colores que indicaban la graduación y la unidad. El ayudante
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del almirante se adelantó para tomar su túnica ceremonial. Cuando todos estuvieron situados en sus perchas, el piloto despegó con los gravíticos, dirigiéndose hacia las obras de defensa que se estaban construyendo en las colinas bajas, al este de Puerto Helenia.
El Suzerano de Rayo y Garra contempló en silencio cómo pasaba bajo ellos la nueva verja de la ciudad y las granjas de aquella pequeña colonia terrestre.
El coronel más viejo, segundo en la cadena de mando, lo saludó batiendo el pico con fuerza.
—¿El cónclave ha ido bien? ¿De un modo adecuado? ¿De un modo satisfactorio? —le preguntó el coronel.
El Suzerano de Rayo y Garra prefirió pasar por alto la improcedencia de la pregunta. Resultaba más útil tener como segundo a alguien que pensase, que a uno cuyo plumaje estuviera siempre muy arreglado. El rodearse de criaturas como aquéllas era uno de los motivos por los que el Suzerano había ganado su candidatura. El almirante ofreció a su inferior una desdeñosa mirada de asentimiento.
—Nuestro consenso es ya el adecuado, suficiente e indispensable.
El coronel le hizo una reverencia y regresó a su lugar. Sabía, por supuesto, que el consenso, en aquellas fases iniciales de la Muda, nunca era perfecto. Todo el mundo podía verlo en la expresión triste y ojerosa del Suzerano.
El Cónclave de Mando más reciente había resultado especialmente incierto, y algunos de sus aspectos habían irritado mucho al almirante.
El Suzerano de Costes y Prevención presionaba para que la mayor parte de la flota de apoyo fuese enviada en ayuda de otras operaciones
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que se desarrollaban lejos de allí. Y por si eso fuera poco, el tercer líder, el Suzerano de la Idoneidad, seguía insistiendo en que lo llevasen a todas partes en su percha, pues se negaba a poner los pies en el suelo de Garth hasta que todo estuviese arreglado con minuciosidad. El sacerdote tenía todo el plumaje ahuecado y se mostraba inquieto con respecto a un buen número de asuntos: demasiadas muertes humanas debidas al gas de coerción, el inminente fracaso del Proyecto de Recuperación de Garth, el insignificante tamaño de la Sección de la Biblioteca Planetaria, el estado de Elevación de los ignorantes y presensitivos neochimpancés.
Parecía que cada uno de estos temas iba a necesitar un nuevo planteamiento, otra tensa negociación, otra batalla por el consenso.
Y sin embargo, existían otros asuntos mucho más profundos que aquellas cuestiones efímeras. Los Tres habían empezado a discutir también sobre temas fundamentales y así el proceso comenzó, en cierto modo, a ser divertido. Los aspectos agradables del Triunvirato emergían especialmente cuando bailaban y cantaban discutiendo sobre asuntos importantes.