—¡Ah! —Athaclena abrió los ojos y éstos brillaron con una luz de miedo opalescente y química. Jadeando y tirando de las mantas, se sentó y contempló la pequeña cámara subterránea, anhelando la visión de las cosas reales, su mesa, la débil luz de la lámpara del vestíbulo que se colaba a través de las cortinas de la entrada. Aún podía sentir lo que había formado el
parafrenll
. Ahora que estaba despierta éste se estaba disipando, pero muy lentamente, demasiado lentamente. Su risa parecía seguir el ritmo de los latidos de su corazón, y Athaclena comprendió que no le serviría de nada taparse los oídos.
¿Era eso lo que los humanos llamaban terror nocturno? Una pesadilla. Pero Athaclena sabía que se trataba de siluetas pálidas, acontecimientos soñados y escenas tomadas de la vida diaria, que normalmente eran olvidadas al despertar.
Los objetos y sensaciones de la habitación cobraron una gradual solidez. Pero la risa no se desvaneció, vencida. Sabía que se había filtrado por las paredes, y esperaba para aparecer de nuevo.
—
Tutsunucann
—suspiró. El dialecto
tymbrimi
le parecía curioso y nasal después de varias semanas hablando sólo ánglico.
Tutsunucann
, el glifo del hombre que reía, no iba a marcharse. No hasta que algo se alterara o hasta que alguna idea oculta se convirtiera en una resolución y ésta a su vez en una broma.
Y para un
tymbrimi
las bromas no siempre eran divertidas.
Athaclena permaneció inmóvil mientras los movimientos desgarrados que sentía bajo la piel se calmaban.
Era la indeseada actividad
gheer
que se disipaba de un modo gradual.
No os necesito
, les dijo a las enzimas.
No hay emergencia. Marchaos y dejadme tranquila.
Desde pequeña, los diminutos nódulos de cambio habían sido parte de su vida, a veces inconvenientes pero casi siempre indispensables. Era sólo desde su llegada a Garth cuando había empezado a representarse a esos pequeños órganos fluidos como criaturas minúsculas, parecidas a los ratones o a ajetreados gnomos que se apresuraban a realizar cambios en el interior de su cuerpo siempre que la acuciaba la necesidad.
Qué forma tan extraña de pensar en una función natural y orgánica. Muchos de los animales de los
tymbrimi
poseían la misma habilidad. Se había desarrollado en los bosques de su mundo natal desde mucho antes de que llegasen los
caltmour
y les dieran a sus ancestros el habla y la ley.
Era por eso, evidentemente, por lo que antes de ir a Garth nunca había comparado los nódulos con pequeñas y atareadas criaturas. Antes de la Elevación, sus ancestros presensitivos habían sido incapaces de hacer comparaciones barrocas. Y después de la Elevación, conocían la verdad científica.
Ah, pero los humanos… los lobeznos de la Tierra… habían llegado a la inteligencia sin que nadie los guiase.
No se les proporcionaron respuestas, como a un niño al que el conocimiento le llega a través de sus padres y maestros. Habían pasado de la ignorancia a la sapiencia y anduvieron a ciegas muchos largos milenios.
Al necesitar explicaciones y no tener ninguna a su disposición, se habían habituado a inventarse las suyas propias. Athaclena recordó lo que se había divertido, en verdad divertido al leer algunas de ellas.
La enfermedad estaba causada por «vapores» o por un exceso de bilis o por la maldición de un enemigo. El sol se desplazaba en el cielo montado en un gran carro. El curso de la historia estaba determinado por la economía…
Athaclena tocó un nudo que palpitaba detrás de la mandíbula y se sobresaltó al ver que el pequeño bulto se escabullía como si de una diminuta y tímida criatura se tratase. Esa metáfora era una imagen aterrorizante, más que el
tutsunucann
, ya que invadía su cuerpo, su verdadero sentido del yo.
Athaclena gimió y hundió la cara entre las manos.
¡Terrestres dementes! ¿Qué me habéis hecho?
Recordó que su padre le había ordenado aprender todo lo que pudiera del comportamiento humano para vencer así sus desconfianzas hacia los habitantes de Sol II. Pero ¿qué había ocurrido? Descubrió que su destino estaba enlazado con el de los humanos y que ya no tenía poder para controlarlo.
—Padre —dijo en voz alta en galáctico-Siete—. Tengo miedo. Todo lo que poseía de él eran recuerdos. Ni siquiera podía gozar del rastro
nahakieri
tal como lo sintió mientras el centro Howletts estaba en llamas. Quizás había desaparecido. No pudo descender para contemplar las raíces de su padre junto a las suyas porque el
tutsunucann
se escondía allí, como una bestia subterránea que la esperara.
Más metáforas
, advirtió.
Mis pensamientos están llenos de ellas, mientras que mis propios glifos me aterrorizan.
Levantó la vista al oír un movimiento en el vestíbulo. Cuando alguien descorrió la cortina, un estrecho trapezoide de luz iluminó la habitación. Recortada contra la tenue iluminación vio la silueta de un chimp con las piernas ligeramente dobladas.
—Discúlpeme, señorita Athaclena, ser. Siento mucho molestarla en su período de descanso pero creímos que le gustaría saberlo.
—Di… —Athaclena tragó saliva, ahuyentando más ratones de su garganta. Se estremeció y se concentró en el ánglico—. Dime, ¿qué ocurre?
—Se trata del capitán Oneagle —dijo el chimp adelantándose hacia ella y tapando en parte la luz—. Me… me temo que no podemos encontrarlo en ningún sitio.
—¿Robert? —Athaclena parpadeó.
—Se ha marchado, ser —explicó el chimp—. ¡Se ha esfumado, sencillamente!
Los animales del bosque se detuvieron y escucharon, con todos los sentidos atentos. El creciente rumor de pasos los ponía nerviosos. Todos sin excepción corrieron a ocultarse y desde sus escondrijos observaron a la bestia alta que pasaba corriendo ante ellos, saltando desde un peñasco a un tronco y de allí al blando suelo del bosque.
Habían empezado a acostumbrarse a los bípedos más pequeños y a esa otra variedad mucho más grande que profería roncos sonidos y caminaba apoyado sobre tres miembros con la misma frecuencia que sobre dos.
Esos, al menos, eran peludos y despedían un olor animal. Éste, en cambio, era diferente. Corría pero no cazaba. Lo perseguían pero no intentaba deshacerse de sus acosadores. Tenía la sangre caliente y, sin embargo, se tumbaba a descansar en los claros del bosque, bajo el sol del mediodía, algo que sólo un animal atacado de locura se aventuraría a hacer.
Las pequeñas criaturas no relacionaron a aquel ser que corría con los que volaban impregnados de un olor a metal y plástico, pues aquellos eran ruidosos y malolientes.
Éste, además, corría desnudo.
—¡Capitán, deténgase!
Robert se encaramó sobre un túmulo de rocas. Se apoyó contra una de ellas para recobrar el aliento y miró a su perseguidor.
—¿Cansado, Benjamín?
El oficial chimp jadeó, inclinándose hacia adelante con ambas manos sobre las rodillas. En la vertiente, más abajo, el resto de la expedición de búsqueda yacía sin aliento, algunos tumbados de espaldas, incapaces de moverse.
Robert sonrió. Debieron de pensar que sería fácil alcanzarlo. Después de todo, los chimps se sentían en la jungla como en casa y cualquiera de ellos, incluso una hembra, tenía fuerza suficiente para agarrarlo y dejarlo inmovilizado hasta que llegaran los demás para conducirlo a las cuevas.
Pero Robert lo había planeado todo. Se mantuvo en terrenos abiertos, aprovechándose de la longitud de sus pasos.
—Capitán Oneagle —lo llamó Benjamín de nuevo, una vez recobrado el aliento. Miró hacia arriba y se adelantó un paso—. Por favor, capitán, usted no se encuentra bien.
—Estoy bien —proclamó Robert, mintiendo sólo un poco. En realidad sus piernas temblaban con un incipiente calambre, los pulmones le quemaban y el brazo derecho le escocía en las zonas donde el yeso rozaba. Y además, andaba descalzo—. Actúa con lógica, Benjamín —agregó—. Demuéstrame que estoy enfermo y tal vez te acompañe de regreso a esas malolientes cuevas.
Benjamín lo miró sorprendido, y luego se encogió de hombros, dispuesto evidentemente a agarrarse a un clavo ardiendo. Robert había demostrado que no podían alcanzarlo. Tal vez la lógica funcionara.
—Bueno, ser —Benjamín se lamió los labios—. En primer lugar va usted desnudo.
—Muy bien, me atacas por la vía directa —asintió Robert—. Por ahora voy a exponerte la explicación más simple y parca de mi desnudez: me he vuelto loco. Me reservo, sin embargo, el derecho de ofrecerte otra teoría.
El chimp tembló al ver la sonrisa de Robert. Éste no podía evitar sentir simpatía hacia Benjamín. Desde el punto de vista del chimp estaba ocurriendo una tragedia sin que él pudiera hacer nada para impedirla.
—Continúa, por favor —le instó Robert.
—Muy bien —suspiró Benjamín—. Está usted huyendo de los chimps que están bajo su mando. Un tutor que se asusta de sus leales pupilos demuestra no tener un control total sobre sí mismo.
—¿Unos pupilos que cogerían a su tutor, le pondrían una camisa de fuerza y lo drogarían con el zumo de la felicidad a la primera ocasión que se les presentara? —preguntó Robert—. Eso no está bien, Ben. Si aceptas mi premisa de que tengo razones para actuar de esta forma, la conclusión que de ella se deriva es que debo intentar que no me arrastréis de nuevo a las cuevas.
—Hum… —Benjamín se acercó un paso más y Robert, como quien no quiere la cosa, se subió al siguiente peñasco—. Su razón puede ser falsa —aventuró Benjamín—. Una neurosis se defiende a sí misma aportando racionalizaciones que expliquen el comportamiento extraño. En realidad los enfermos creen que…
—Un buen punto —admitió Robert de buena gana—. Acepto, para una discusión posterior, la posibilidad de que mis «razones» sean racionalizaciones creadas por una mente trastornada. ¿Puedes tú a cambio contemplar la posibilidad de que sean válidas?
—¡Al estar aquí afuera está violando órdenes! —Benjamín torció los labios.
—¿Órdenes de una ET civil a un oficial de Terragens? —Robert suspiró—. Me sorprendes, chimp Benjamín. Admito que Athaclena deba organizar la resistencia
ad hoc
. Parece tener aptitudes para ello y la mayoría de chimps la adoran, pero yo he elegido actuar de un modo independiente. Sabes que tengo todo el derecho.
—¡Pero aquí afuera está en peligro! —la frustración de Benjamín era patente. Se encontraba al borde de las lágrimas.
Al fin
. Robert se había preguntado durante cuánto tiempo podría Benjamín mantener ese juego lógico mientras todas sus fibras debían de estar temblando por la seguridad del último humano libre. Bajo circunstancias similares, Robert dudaba que muchos humanos lo hubieran hecho mejor.
Estuvo a punto de decir algo a ese respecto pero Benjamín levantó la vista al cielo repentinamente. El chimp se puso una mano en la oreja y prestó atención a su pequeño receptor. Una expresión de alarma apareció en su cara. Los otros chimps debieron de oír el mismo comunicado ya que se pusieron de pie y miraron a Robert presas de pánico.
—Capitán Oneagle. La central informa que hay señales acústicas en el noreste. ¡Robots gaseadores!
—¿Tiempo estimado de llegada?
—¡Dentro de cuatro minutos! Por favor, capitán ¿quiere venir?
—¿Venir adonde? —Robert se encogió de hombros—. No tenemos tiempo de regresar a las cuevas.
—Podemos esconderlo —pero el tono de miedo en la voz de Benjamín indicaba que sabía que aquello era por completo inútil.
—Tengo una idea mejor —dijo Robert negando con la cabeza—. Pero eso significa que debemos interrumpir en seguida nuestro pequeño debate. Debes aceptar que tengo una razón válida, chimp Benjamín. ¡Ahora mismo!
—No… no me queda otra alternativa —repuso el chimp Benjamín asintiendo con vacilación.
—Bien —dijo Robert—. Ahora quítate la ropa.
—¿S… ser?
—¡La ropa! Y también ese receptor sónico. Que todos los de tu grupo se desnuden. ¡Que se lo quiten todo! ¡Si es que amáis a vuestros tutores, quedaos sólo con la piel y el pelo y venid a reuniros conmigo en los árboles de ahí arriba!
Sin esperar a que el sorprendido chimp obedeciera aquella extraña orden, Robert empezó a subir por la vertiente cuidando el pie más maltratado por los guijarros y las ramas durante su carrera matutina.
¿Cuánto tiempo quedaba?, se preguntó. Aun en el caso de que estuviera en lo cierto, y que estaba corriendo un gran riesgo, tenía que llegar a la mayor altitud posible.
No pudo evitar levantar los ojos al cielo para ver si llegaban los anunciados robots gaseadores. La preocupación le hizo tropezar y caer de rodillas cuando llegaba a la cima. Éstas quedaron totalmente despellejadas después de arrastrarse dos metros sobre ellas hasta llegar a la sombra de un árbol enano. Según su teoría, no tenía demasiada importancia que se escondiese o no pero, aun así, Robert buscó un buen cobijo. Tal vez los vehículos
gubru
tenían un sencillo analizador óptico que complementaba su mecanismo teledirigido.
De abajo llegaban gritos; los chimps estaban enzarzados en una violenta discusión. Entonces se empezó a oír un débil y chirriante sonido que provenía del norte.
Robert se adentró más en los matorrales aunque las ramas punzantes le arañaban su delicada piel. El corazón le latía deprisa y tenía la boca seca. Si no estaba en lo cierto, o los chimps se negaban a seguir sus órdenes…
Si había cometido el más mínimo error, pronto estaría camino de Puerto Helenia, hacia el cautiverio, o tal vez muerto. En cualquier caso, tendría que dejar sola a Athaclena, la única representante de la raza tutora en la montaña, y pasaría los minutos o años que le quedasen de vida maldiciéndose a sí mismo por ser un idiota.
Tal vez mi madre tenía razón. Quizá no soy más que un inútil playboy. Pronto lo veremos.
Se produjo un estruendo de rocas que caían por la ladera. Cuando el chirrido llegó a su punto máximo, tres sombras marrones se precipitaron entre las matas. Los chimps se volvieron para mirar al cielo boquiabiertos. Una nave alienígena había entrado en el pequeño valle.
En su escondrijo, Robert se aclaró la garganta. Los chimps, evidentemente incómodos a causa de su desnudez, miraban tensos y sorprendidos.