—Se abrirá una investigación —prometió. Dio media vuelta y se marchó. Pocos minutos después estaría leyendo la «nota de despedida» de Fiben que había sido colocada en el chimp dormido. Gailet intentó ayudar a Fiben con un retraso más.
—Bien —dijo—. Tengo que formular una petición. Mejor dicho, una exigencia.
El ayudante iba camino de la puerta, a la cabeza de su séquito de aleteantes
kwackoo
, pero al oír sus palabras se detuvo, provocando un pequeño colapso de tráfico. Sus seguidores piaron enfadados al tiempo que chocaban unos contra otros y agitaban sus lenguas ante Gailet. El líder de la cresta rosa se volvió y se encaró con ella.
—No puedes exigir nada.
—Lo hago en nombre de la tradición galáctica —insistió Gailet—. No me obligues a mandar mi petición directamente a su eminencia, el Suzerano de la Idoneidad.
Se produjo un largo silencio durante el cual el
kwackoo
pareció reflexionar sobre los riesgos que aquello implicaba. Por último preguntó:
—¿Cuál es tu estúpida exigencia?
Pero entonces Gailet permaneció callada.
Al fin, el servidor, con evidente desgana, le hizo una reverencia, inclinándose tan poco que apenas se notó.
Gailet le devolvió el gesto, también con la mínima inclinación.
—Quiero ir a la Biblioteca —dijo en perfecto gal-Siete—. Acogiéndome a mis derechos como ciudadana galáctica, insisto en ello.
Fue absurdamente simple salir con la ropa del chimp drogado, una vez que Sylvie le hubo enseñado una sencilla frase en código para decírsela a los robots que flotaban sobre la puerta. El único chimp de guardia masticaba un bocadillo y los saludó casi sin mirarlos.
—¿Dónde me llevas? —preguntó Fiben cuando la oscura pared tapizada de hiedra de la prisión quedó a sus espaldas.
—A los muelles —respondió Sylvie por encima del hombro.
Caminaba con paso rápido por las húmedas aceras llenas de hojas arrastradas por el viento, ante los tenebrosos bloques de vacíos edificios que habían habitado los humanos. Más adelante, cruzaron un barrio de chimps de casas grandes e irregulares, ocupadas por grupos de matrimonios y pintadas de brillantes colores, con ventanas tan amplias como puertas y fuertes enrejados para que los niños pudieran encaramarse a ellos. De vez en cuando, Fiben vislumbraba siluetas recortadas contra las cortinas corridas de las ventanas.
—¿Y por qué a los muelles?
—Porque allí están los botes —replicó Sylvie concisamente.
Sus ojos se movían hacia uno y otro lado. Giró el anillo-cronómetro que llevaba en la mano izquierda y volvió a mirar por encima del hombro, como si temiese que los estuvieran siguiendo.
Que pareciera nerviosa era natural. Y, sin embargo, Fiben había llegado al límite. La cogió por el brazo y la hizo detenerse.
—Escucha, Sylvie. Agradezco lo que has hecho por mí hasta ahora, pero ¿no crees que ya ha llegado el momento de que me cuentes cuáles son tus planes?
—Sí, supongo que sí —suspiró ella.
Su sonrisa ansiosa le recordó la noche en «La Uva del Simio». Lo que entonces creyó que era lujuria animal, debía de haber sido algo parecido a esto: miedo disimulado bajo una bien aplicada capa de jactancia.
—A excepción de las puertas de la valla, la única salida de la ciudad es por barco. Mi plan es colarnos a bordo de uno de los botes de pesca. Los pescadores suelen salir de noche —miró el reloj que llevaba en el dedo—, oh, dentro de una hora.
—Y luego ¿qué? —preguntó Fiben.
—Luego saltaremos del bote cuando éste salga de la Bahía de Aspinal y nos dirigiremos a nado hasta el parque del Punto Septentrional. Desde allí nos espera una dura caminata por la playa, pero podremos llegar a las primeras colinas al amanecer.
Fiben asintió. Parecía un buen plan. Le gustaba que hubiese varios puntos a lo largo de la ruta donde podrían cambiar de planes si se presentaban problemas u oportunidades mejores. Por ejemplo, les sería factible dirigirse al punto meridional de la bahía. El enemigo nunca pensaría que los dos fugitivos se encontraran cerca de su nueva instalación hiperespacial. Allí debía de haber almacenado mucho equipamiento para las obras. La idea de robarles un barco a los
gubru
le parecía muy tentadora. Si lograba hacer algo por el estilo, tal vez conseguiría por fin el carnet blanco.
Se apresuró a dejar de lado ese pensamiento porque le recordaba a Gailet. Maldita sea, ya la echaba de menos.
—Parece un plan muy bien pensado, Sylvie.
—Gracias, Fiben —sonrió cautelosamente—. Y ahora ¿podemos irnos?
Le indicó con un gesto que fuera delante. Pronto comenzaron a pasar frente a tiendas y puestos de comida cerrados. Las nubes eran bajas y siniestras, y la noche olía a la tormenta que estaba por llegar. Soplaba viento del sudoeste en ráfagas fuertes pero irregulares que arremolinaban hojas y trozos de papel alrededor de sus tobillos mientras caminaban.
Cuando empezó a lloviznar, Sylvie se subió la capucha del abrigo. Fiben no la imitó. Le preocupaba mucho más poder ver y oír bien que mojarse el pelo.
Lejos, hacia el mar, vio un centelleo en el cielo, seguido por un distante y lúgubre retumbo. Caramba, se dijo Fiben,
¿en qué demonios estoy pensando?
—Nadie va salir al mar con el tiempo que hace, Sylvie —agarró de nuevo a su compañera por el brazo.
—El capitán de este bote, sí, Fiben. No debería decírtelo, pero… —sacudió la cabeza— es un contrabandista. Lo era ya antes de la guerra. Su nave está hecha para afrontar el mal tiempo y puede sumergirse parcialmente.
—¿Y a qué clase de contrabando se dedica ahora?
—Al contrabando de chimps, algunas veces —miró a izquierda y derecha—. Desde la isla Cilmar y hasta ella.
—¡Cilmar! ¿Podría llevarnos allí?
—He prometido a Gailet —frunció el ceño— acompañarte a las montañas, Fiben. Y además, no estoy segura de poder confiar tanto en él.
La mente de Fiben era un torbellino. La mitad de los humanos del planeta estaban recluidos en la isla Cilmar. ¿Por qué encaminarse hacia Robert y Athaclena que, en definitiva, apenas eran poco más que unos chiquillos, si podía plantear las dudas de Gailet a los expertos de la Universidad?
—Actuaremos según las circunstancias —dijo evasivamente, aunque ya había decidido juzgar por sí mismo al capitán contrabandista.
Bajo la cobertura de la tormenta aquello quizá podría hacerse. Fiben siguió pensando mientras continuaban su recorrido.
En seguida se hallaron próximos a los muelles; cerca, de hecho, del lugar en el que Fiben había pasado parte de la tarde contemplando las gaviotas. En aquellos momentos la lluvia caía en ráfagas súbitas e impredecibles. Tras cada una de ellas, el aire quedaba asombrosamente nítido y todos los olores se intensificaban, desde el del pescado en descomposición al tufo de cerveza que llegaba desde el otro lado de la calle, de una taberna de pescadores donde brillaban unas pocas luces y desde la cual se filtraba en la noche una música sosegada y triste.
Las fosas nasales de Fiben se ensancharon y husmeó intentando localizar algo que surgía y se desvanecía con la veleidosa lluvia. Todos sus sentidos alimentaban su imaginación con un cúmulo de posibilidades sobre las que debía reflexionar.
Siguiendo a su compañera, Fiben dobló una esquina y ante él aparecieron tres embarcaderos. Varias oscuras y grandes sombras se extendían en sus proximidades. Una de ellas era, sin duda, la barca del contrabandista. Fiben detuvo de nuevo a Sylvie tomándola del brazo.
—Es mejor que nos apresuremos —le instó ella.
—No debemos llegar demasiado pronto —replicó él—. Seguro que en el bote hay mucha humedad y huele mal. Volvamos allí. Hay algo que tal vez no tengamos ocasión de hacer durante algún tiempo.
Ella lo miró con expresión intrigada mientras él la llevaba al otro lado de la esquina, en la penumbra. Cuando la rodeó con los brazos, ella se puso tensa pero luego se relajó y levantó la cara.
Fiben la besó y ella correspondió del mismo modo.
Cuando empezó a mordisquearla desde la oreja izquierda hasta el cuello, siguiendo la línea de su mandíbula, Sylvie suspiró.
—Oh, Fiben, si tuviéramos tiempo…, si supieras lo mucho…
—Shh —le dijo mientras la soltaba. Con un gesto ampuloso se quitó el abrigo y lo tendió en el suelo.
—¿Qué…? —empezó a preguntar ella, pero ya Fiben la forzaba a sentarse sobre él y se situaba a sus espaldas.
La tensión de la chima disminuyó un poco cuando empezó a recorrerle el pelo con los dedos y acariciarla.
—Buf —musitó Sylvie—. Por un momento creí que…
—¿Quién, yo? Tendrías que conocerme mejor, muñeca. Soy de los que les gusta ir despacio. Nada de precipitaciones. Podemos tomarnos nuestro tiempo.
—Me alegro —volvió la cabeza para mirarlo—. De todas formas, no estaré rosa hasta dentro de una semana, aunque con eso no quiero decir que tengamos que esperar tanto. Sólo que…
Sus palabras se interrumpieron bruscamente cuando el brazo izquierdo de Fiben se apretó con fuerza alrededor de su garganta. Rápido como una centella buscó una navaja de un bolsillo del abrigo de Sylvie y la abrió.
Los ojos de la chima se desorbitaron cuando él apoyó el cortante filo sobre su arteria carótida.
—Un solo grito —le susurró al oído—, un solo ruido y esta noche serás comida para las gaviotas. ¿Has comprendido?
Ella asintió convulsivamente. Fiben notaba cómo le latía el pulso, pues el filo de la navaja le transmitía su vibración. Su propio corazón mantenía un ritmo parecido.
—Articula las palabras —le dijo con brusquedad—. Yo las leeré en tus labios. Y ahora, dime: ¿dónde está colocado el dispositivo mediante el cual nos siguen la pista?
—¿Qué…? —exclamó Sylvie casi gritando. Fue todo lo que dijo pues calló al instante, en cuanto él intensificó la presión.
—Inténtalo otra vez —susurró él.
Entonces formó las palabras con los labios sin llegarlas a pronunciar.
—¿De… qué… me hablas, Fiben?
—Nos están esperando ahí, ¿verdad, cielo? Y no me refiero a esos contrabandistas de chimps de historieta. Hablo de los
gubru.
Me estás llevando de cabeza a sus hermosas garras emplumadas.
—Fiben, yo… ¡no! Fiben, no.
—Huelo a pájaro —susurró—. Están por ahí, lo sé. Tan pronto como capté ese olor, lo comprendí todo.
Sylvie permanecía en silencio. Sus ojos eran de por sí bastante elocuentes.
—Oh, Gailet va a creer que soy un completo idiota. Ahora que pienso en ello, ¡claro que la fuga estaba organizada! De hecho, la fecha debía de estar elegida con cierta antelación y tú no tuviste en cuenta que la tormenta obligaría a los botes a quedarse en puerto. Ese cuento sobre el capitán contrabandista fue una ingeniosa improvisación para alejar mis sospechas, ¿no te parece, Sylvie?
—Fiben…
—Calla. Oh, sí, la idea de unos chimps lo bastante listos como para ir y venir de Cilmar ante los mismísimos picos del enemigo resultaba atractiva, de acuerdo. La vanidad casi venció, Sylvie. Pero recuerda que he sido piloto de naves de reconocimiento. Empecé a pensar lo difícil que resultaría largarnos, incluso con un tiempo como éste.
Husmeó el aire y allí estaba otra vez, ese peculiar olor a moho.
En aquellos momentos advirtió que en ninguna de las pruebas a que habían sido sometidos Gailet y él durante las últimas semanas intervenía el sentido del olfato.
Por supuesto que no, los galácticos piensan que es poco más que un atavismo propio de animales.
Notó la mano mojada aunque en aquel instante no llovía. Sylvie estaba llorando.
—No… no sufrirás… ningún daño, Fiben —sacudió la cabeza—. El Suz… el Suzerano quiere sólo hacerte unas preguntas. Y luego te soltarán. ¡Así lo prometió!
Así que, después de todo, aquello no era más que otra prueba.
Fiben casi se reía de sí mismo por haber llegado a creer en algún momento que la fuga era posible.
Me parece que veré a Gailet de nuevo mucho más pronto de lo que pensaba.
Empezaba a sentirse avergonzado del modo en que había aterrorizado a Sylvie. En definitiva, aquello había sido únicamente un «juego». Un examen más. En aquellas condiciones, sería inútil tomarse las cosas demasiado en serio. Además, ella sólo hacía su trabajo.
Comenzó a relajarse, aflojando un poco la presión en la garganta de la chima, cuando de repente reparó en algo que ella había dicho.
—¿El Suzerano dijo que me soltaría? —susurró—. Eso significa que me mandarían de nuevo a la cárcel, ¿verdad?
—No-no —articuló—. Nos dejará en las montañas, tal como yo os dije al hacer el trato con Gailet y contigo. El Suzerano prometió que si contestabas a sus preguntas…
—Espera un momento —espetó Fiben—. No estás hablando del Suzerano de la Idoneidad, ¿no es verdad?
—El Suzerano de Costes y… de Costes y Prevención —susurró ella.
Fiben cerró los ojos ante la espantosa comprensión de lo que aquello significaba. Después de todo, no era un «juego» ni una prueba.
¡Oh, Goodall!
, pensó. Tenía que preocuparse por salvar la propia piel.
Si se hubiera tratado del Suzerano de Rayo y Garra, Fiben habría tirado la toalla allí mismo y en ese momento, porque, en aquel caso, todos los recursos de la máquina militar de los
gubru
estarían dispuestos contra él. Tal como estaban las cosas, las oportunidades eran pocas, pero se le empezaban a ocurrir algunas ideas.
Contables. Agentes de seguros. Burócratas.
Ésos eran los integrantes del ejército del Suzerano de Costes y Prevención.
Quizás
, pensó Fiben.
Sólo quizás.
Antes de cualquier otra cosa, tenía que hacer un trato con Sylvie. No podía atarla y dejarla simplemente allí.
Y tampoco era un asesino sanguinario. Sólo le quedaba una opción: tenía que ganar su cooperación y lo más velozmente posible.
Podía intentar explicarle cuan seguro estaba de que el Suzerano de Costes y Prevención no era ni remotamente tan escrupuloso con la verdad como el Suzerano de la Idoneidad. Era la palabra del pájaro contra la de la chima. ¿Por qué tenía el Suzerano que mantener la promesa de liberarlos?
De hecho, la maniobra de aquella noche contra su igual podía ser considerada hasta ilegal según los criterios de los invasores, en cuyo caso sería estúpido dejar libres a dos chimps que conocieran lo sucedido. Conociendo a los
gubru
, Fiben se imaginaba que el Suzerano de Costes y Prevención los soltaría, sí… en una esclusa de aire en dirección al espacio profundo.