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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (17 page)

Lo inevitable no era un concepto cómodo para sus congéneres, incluso menos que para los humanos. Pero, desde hacía mucho tiempo, los
tymbrimi
habían decidido probarlo todo, aprender todas las filosofías. También la resignación tenía su papel.

¡Esta vez no!
, juró. Athaclena envolvió a Robert en el saco de dormir y le hizo tragar dos píldoras más. Le aseguró el brazo lo mejor que pudo y amontonó rocas junto a él para impedir que cayese rodando.

Confiaba en que una empalizada baja, hecha con matorrales, mantuviera alejados a los animales peligrosos.

Los
bururalli
habían limpiado los bosques de Garth de grandes criaturas, pero no se sentía del todo tranquila.

¿Estaría a salvo un humano inconsciente si lo dejaba solo un rato?

Colocó su herramienta láser y la cantimplora al alcance de la mano izquierda del muchacho y se agachó para tocarle la frente con sus sensitivizados y remodelados labios. Su corona se abrió y le acarició el rostro con sus hebras delicadas, de modo que también pudo darle una bendición de despedida a la manera de sus congéneres.

Tal vez un ciervo hubiese corrido más. Quizás un puma se hubiera deslizado por los bosques más silenciosamente, pero Athaclena nunca había oído hablar de tales criaturas. Y aunque hubiese oído, los
tymbrimi
no temían a las comparaciones. El nombre exacto de su raza significaba adaptabilidad.

Durante el primer kilómetro se pusieron en marcha unos cambios automáticos. Las glándulas suministraban fuerza a sus piernas, y las transformaciones en la sangre le permitían hacer mejor uso del aire que respiraba. El débil tejido de conexión abrió más sus fosas nasales para que entrase en mayor cantidad, mientras que, en el resto de su cuerpo, la piel se tensaba para evitar que sus mamas dieran sacudidas al correr.

La pendiente se hizo más empinada después de pasar el segundo pequeño valle. Un camino de juguete ascendía hacia la última cresta que la separaba de su objetivo. Sus rápidos pasos en la espesa marga eran suaves y ligeros. Sólo un ocasional golpeteo anunciaba su llegada y hacía esconderse entre las sombras a las criaturas del bosque. Un parloteo burlón la acompañaba, compuesto tanto de sonidos como de sutiles emanaciones que captaba con la corona.

Esas voces hostiles hicieron que Athaclena sonriera, en una reacción propia de los
tymbrimi
. Los animales eran tan serios… Sólo unos pocos, los que casi estaban a punto para la Elevación, parecían tener algo parecido al sentido del humor. Y entonces, después de ser adoptados y empezar el proceso, sus tutores, muy a menudo, corregían esa extravagancia porque la consideraban un «rasgo inestable».

Después del siguiente kilómetro, Athaclena disminuyó un poco el paso. Tenía que tomárselo con más calma porque estaba sufriendo un recalentamiento excesivo, y eso era peligroso para los
tymbrimi
.

Coronó la cima de la cresta, con su cadena de ubicuas piedras-aguijón, y anduvo despacio para encontrar el camino entre el laberinto de prominentes monolitos. Allí descansó unos instantes. Apoyada contra uno de los altos afloramientos rocosos, jadeando, desplegó la corona y los zarcillos ondularon, a la búsqueda.

¡Sí! Había humanos en las cercanías. Y también neo-chimpancés. Ahora, ella ya conocía bien ambas configuraciones.

Y… se concentró. Había algo más, algo atormentador.

Tenía que ser ese enigmático ente que ya había sentido antes dos veces. Poseía una singular cualidad de parecer terrestre para al instante siguiente mostrarse como parte de Garth. ¡Y era presensitivo, con una lúgubre y seria naturaleza propia!

¡Si al menos la empatía tuviera un sentido más direccional! Se movió hacia adelante, rastreando un camino hacia el origen a través del laberinto de piedras.

Sobre ella cayó una sombra. Instintivamente saltó hacia atrás y se agazapó, mientras las hormonas suministraban energía de combate a sus brazos y piernas. Athaclena sorbió aire para contrarrestar la reacción
gheer
. Esperaba encontrarse con algún pequeño y fiero superviviente de los
bururalli
, no con algo tan grande.

Tranquilízate
, se dijo. La silueta que estaba en la piedra era de un gran bípedo, claramente primo del Hombre y no nativo de Garth. Por supuesto, un chimpancé nunca supondría una amenaza para ella.

—¡H\1… hola! —Intentó hablar en ánglico, sobreponiéndose al temblor causado por el
gheer
en retroceso.

En silencio maldijo las reacciones instintivas que hacían de los
tymbrimi
seres peligrosos con los que toparse, pero que también acortaban su vida y a veces les provocaban vergüenza cuando se hallaban en compañía de gentes amables.

La figura que estaba sobre la piedra la miraba, apoyándose sobre las dos piernas y con una banda llena de herramientas en la cintura. A contraluz resultaba difícil ver bien al animal. El brillante y azulado resplandor del sol de Garth resultaba desconcertante. Aun así, Athaclena sabía que aquel chimpancé era muy grande.

No reaccionó. Lo único que hacía era mirar hacia abajo, hacia ella.

No podía esperarse que una raza pupila tan joven como la de los neochimpancés fuera demasiado inteligente. Athaclena fue indulgente con la oscura y peluda figura y habló en ánglico, muy despacio:

—Tengo que comunicar una emergencia. Hay un ser humano —subrayó—, que está herido, no lejos de aquí. Necesita cuidados inmediatos. Por favor, debes llevarme con los humanos ahora mismo. Esperaba una respuesta inmediata pero la criatura sólo se movió un poco y siguió mirándola.

Athaclena empezaba a sentirse desconcertada. ¿Podía ser que se hubiera encontrado con un chimpancé especialmente estúpido? ¿O tal vez era un marginado o un bromista? Las nuevas razas pupilas producían mucha variabilidad, incluidos peligrosos casos atávicos, como había ocurrido recientemente con los
bururalli
allí, en Garth.

Athaclena extendió sus sentidos. Su corona se desplegó y se rizó sorprendida.

¡Era el presensitivo! La similitud superficial, el pelo y los largos brazos, la habían confundido. No era un chimp, en absoluto. Era la criatura alienígena que había captado hacía tan sólo unos minutos.

No era raro, pues, que la bestia no respondiese. ¡Todavía no había tenido un tutor que le enseñara a hablar!

El
Potencial
se estremeció y palpitó. La muchacha podía sentirlo bajo la superficie.

Athaclena se preguntó qué debía decirle a un presofonte nativo. Lo miró con más atención. El oscuro pelaje de la criatura se recortaba contra la luz del sol. Sobre sus cortas y dobladas piernas, un cuerpo macizo culminaba en una enorme cabeza. Visto a contraluz, los hombros seguían a la cabeza sin que se advirtiera el cuello.

Athaclena recordó la famosa historia de Ma'chutallil acerca de un investigador espacial que, hallándose en los bosques, lejos del emplazamiento colonial, encontró un niño que había sido criado por salvajes bestias corredoras. Después de cazar con su red a la fiera criatura que no cesaba de gruñir, el cazador proyectó con el aura una sencilla versión del
sh'cha'kuon
, el espejo del alma.

Athaclena formó el glifo de empatía lo mejor que pudo recordarlo.

VE EN MÍ… UNA IMAGEN EXACTA DE TI

La criatura se enderezó y retrocedió, dando bufidos y husmeando el aire.

Al principio pensó que reaccionaba a su glifo. Entonces un ruido en las proximidades rompió su concentración. El presensitivo emitió un gruñido sordo y profundo, giró sobre sus talones y empezó a saltar de una piedra-aguijón a otra hasta que desapareció.

Athaclena se apresuró a seguirlo, pero fue inútil. En pocos momentos le perdió la pista. Finalmente, suspiró y dirigió la vista hacia el este, donde, según Robert, se encontraba el centro Howletts. Después de todo, conseguir ayuda era prioritario.

Empezó a abrirse camino entre el laberinto de piedras-aguijón, las cuales se escalonaban gradualmente a medida que la vertiente descendía hacia el siguiente valle. Fue allí, al dar la vuelta a una piedra muy grande, cuando casi chocó con el equipo de exploración.

—Sentimos mucho haberla asustado, señora —dijo con voz ronca el jefe del grupo. Su voz estaba a mitad de camino entre un gruñido y el ruido de una charca llena de sabandijas. Le hizo una nueva reverencia—. Un buscador de chatarra vino y nos dijo que una especie de nave se había estrellado por aquí, así que enviamos a un par de grupos de exploración. ¿No habrá visto por casualidad caer una nave espacial?

Athaclena aún temblaba por la maldita sobrerreacción. Debía de tener un aspecto terrible, en esos primeros segundos, cuando la sorpresa puso en acción una respuesta de cambio furiosa. Las pobres criaturas estaban asomadas. Tras el jefe, otros cuatro chimps la miraban nerviosos.

—No, no he visto nada. —Athaclena hablaba despacio y con claridad para no abrumar a los pequeños pupilos—. Pero tengo otro tipo distinto de emergencia que comunicar. Mi camarada, un ser humano, resultó herido ayer tarde. Tiene un brazo roto y posiblemente una infección. Debo hablar con alguien que tenga la autoridad suficiente para conseguir que sea evacuado.

El jefe chimp era un poco más alto que la media normal de su raza, aproximadamente un metro y medio. Al igual que los demás, llevaba una bandolera con herramientas y una ligera mochila. Su sonrisa mostró una hilera de irregulares y amarillentos dientes.

—Yo tengo la autoridad suficiente. Me llamo Benjamín, señorita… señorita… —su voz ronca terminó en una inflexión interrogativa.

—Athaclena. Mi compañero se llama Robert Oneagle. Es el hijo de la Coordinadora Planetaria.

—Comprendo. —Los ojos de Benjamín se ensancharon—. Bueno, señorita Athac… Bueno, señora, usted ya debe de saber que Garth ha sido invadida por una flota ET. En casos de emergencia como éste, se supone que no debemos usar transporte aéreo siempre que podamos evitarlo. Pero mi grupo está equipado para tratar a un humano con el tipo de heridas que usted ha descrito. Si nos lleva junto al señor Oneagle, nos encargaremos de que sea atendido.

El alivio de Athaclena se vio mezclado con la angustia de tener que preocuparse de otros asuntos importantes. Tenía que enterarse.

—¿Se sabe ya quiénes son los invasores? ¿Han aterrizado?

El chimp Benjamín se estaba comportando de un modo muy profesional y su dicción era buena, pero no podía disimular su perplejidad al mirarla e inclinaba la cabeza como si intentara verla desde un ángulo distinto. Era evidente que nunca había visto antes a una persona como ella.

—Uf, lo siento, señora, pero las noticias no han sido demasiado concretas. Los ETs… uf… —El chimp la miraba fijamente—. Uf, este… perdóneme, señora, pero usted no es humana ¿verdad?

—¡No, por el Gran Caltmour! —respondió Athaclena encolerizada—. ¿Por qué has pensado…? —Entonces recordó todas las pequeñas alteraciones externas a las que se había sometido como parte de su experimento.

Ahora ya debía de parecerse mucho a un humano, especialmente con el sol a sus espaldas. No era extraño que los pobrecillos se hubieran confundido—. No —dijo, esta vez más tranquila—. No soy humana, soy
tymbrimi
.

Los chimps suspiraron y se miraron entre sí. Benjamín se inclinó ante ella con los brazos cruzados sobre el pecho, ofreciendo por primera vez el gesto de bienvenida a un miembro de una raza tutora.

Los congéneres de Athaclena, al igual que los humanos, no hacían alarde de su dominio sobre sus pupilos. Y sin embargo, el gesto sirvió para suavizar sus sentimientos heridos. Cuando habló de nuevo, la dicción de Benjamín había mejorado.

—Perdóneme, señora. Lo que quería decir es que no estoy del todo seguro acerca de quiénes son los invasores. No me hallaba cerca de un receptor cuando fue emitido el manifiesto, hace un par de horas. Alguien me ha dicho que son los
gubru
, pero circula también el rumor de que son los
thenanios
.

Athaclena suspiró.
Gubru
o
thenanios
. Bueno, podría haber sido peor. Los primeros eran gazmoños y de mentalidad estrecha. Los segundos eran viles, rígidos y crueles. Pero no eran tan malos como los manipuladores
soro
o los pavorosos e implacables
tandu
.

Benjamín se dirigió en susurros a uno de sus compañeros. El chimp más pequeño se dio vuelta y se marchó a toda prisa por el sendero por el que habían llegado, hacia el misterioso centro Howletts. Un temblor de ansiedad recorrió a Athaclena. Una vez más se preguntó qué estaba pasando en ese valle del que Robert había intentado alejarla, aun a riesgo de su propia salud.

—El mensajero llevará las noticias acerca del estado del señor Oneagle y preparará el medio de transporte —le dijo Benjamín—. Mientras, nos apresuraremos para llegar hasta él y prestarle los primeros auxilios. Si quiere enseñarnos el camino…

Le hizo una seña para que se pusiera en marcha y Athaclena tuvo que dejar de lado su curiosidad. Robert era evidentemente lo primero.

—Muy bien —dijo ella—. Vamos.

Al pasar junto a la piedra donde se había encontrado con el extraño y presensitivo alienígena, Athaclena levanto la mirada. ¿Había sido en realidad un
garthiano
?

Tal vez los chimps supiesen algo de ello. Athaclena dio un traspié y se llevó las manos a las sienes. Los chimps advirtieron la repentina ondulación en su corona y el asombro en su mirada.

Era, en parte, sonido, una nota aguda que se elevaba casi más allá del campo auditivo y, en parte, un picor que le recorría la columna vertebral.

—Señora. —Benjamín la miraba preocupado—. ¿Qué es eso?

—Es… es… —Athaclena sacudió la cabeza.

No terminó la frase ya que en aquel momento se produjo un destello gris en el horizonte occidental: algo se precipitaba hacia ellos desde el cielo a toda velocidad. Antes de que Athaclena pudiese asustarse había dejado de ser un punto distante para convertirse en algo de tamaño colosal. De este modo tan repentino apareció una nave gigante, que se quedó inmóvil, flotando sobre el valle.

—Tapaos las orejas —apenas tuvo tiempo de gritar Athaclena.

Se produjo un ruido sordo, un estallido y un rugido que los hizo caer a todos al suelo. La explosión retumbó a través del laberinto de piedras y resonó en las colinas próximas. Los árboles se balancearon; algunos se rompieron y cayeron, con las hojas volando en torbellino.

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