Los ojos castaños de Benjamín le dijeron que aquellos de allí abajo eran sus amigos.
—¿Ha visto cómo se adhiere al suelo esa sustancia? —preguntó—. Sólo sobrepasa en unos pocos metros la parte superior de los edificios. ¡Ojalá hubiésemos construido estructuras más altas!
—Hubieran atacado primero esos edificios —señaló Athaclena—, y luego hubiesen soltado el gas.
—Uf —asintió Benjamín—. Vamos a ver si alguno de mis compañeros se ha subido a los árboles. Tal vez hayan podido ayudar a los humanos a encaramarse también.
Ella no quiso preguntar a Benjamín acerca de su oculto temor, esa cosa que él no se sentía capaz de mencionar. Pero a su preocupación por los humanos y chimps del valle se añadía algo más, por si eso no fuera bastante.
Cuanto más se adentraban en el valle más espaciados estaban los árboles. Cada vez más a menudo se veían obligados a descender, dispersando con los pies los jirones de humo mientras avanzaban a toda prisa por su arbórea autopista. Por fortuna, pareció que el gas oleoso empezaba a disiparse, volviéndose más pesado y cayendo en forma de polvorienta lluvia.
El paso de Benjamín se aceleró cuando pudo vislumbrar entre los árboles los edificios blanquecinos del centro. Athaclena lo siguió lo mejor que pudo pero cada vez le resultaba más duro mantener el ritmo del chimp. El consumo de enzimas le hacía pagar su precio y su corona llameaba mientras su cuerpo trataba de eliminar el calor desarrollado.
Concéntrate
, pensó, al tiempo que se agazapaba sobre una rama oscilante. Athaclena flexionó las piernas y trató de ver a través de las polvorientas hojas y ramas que tenía ante ella.
Adelante.
Se enderezó, pero había perdido impulso. Apenas pudo saltar una separación de dos metros. Athaclena se abrazó a la rama que se bamboleaba. Su corona chisporroteaba como el fuego.
Se agarró al tronco alienígena, respirando con la boca abierta, incapaz de moverse, con la visión borrosa.
Tal vez sea algo más que dolor gheer
, pensó.
Quizás el gas no haya sido ideado sólo para los terráqueos y me esté matando.
Necesitó un par de segundos para recuperar la visión y entonces alcanzó a ver un pie peludo con la planta oscura. Era Benjamín, hábilmente agarrado al tronco del árbol, un poco más arriba que ella.
—Espere aquí un momento y descanse, señorita. —Sus manos tocaron suavemente los ondulantes y ardientes zarcillos de su corona—. Yo iré primero y luego regresaré.
La rama tembló de nuevo y él desapareció.
Athaclena se quedó inmóvil. Poco podía hacer aparte de escuchar los débiles sonidos procedentes del centro Howletts. Casi una hora después de la partida de la nave
gubru
aún podía oír los gritos de los chimps aterrorizados y los chillidos extraños y graves de un animal que no podía reconocer.
El gas se iba disipando pero aún se olía, incluso en la altura donde ella estaba. Athaclena mantuvo cerradas las fosas nasales mientras respiraba por la boca.
¡Desgraciados terrestres, cuyas bocas y orejas deben permanecer siempre abiertas, para que el mundo pueda atacarlos a voluntad!
Pero no se le escapaba la ironía. Al menos esas criaturas no tenían que escuchar con la mente. A medida que su corona se enfriaba, Athaclena se sentía envuelta en un cúmulo de emociones humanas, de chimpancés y de esa otra variedad que aparecía y desaparecía y que ya se había convertido en algo casi familiar.
Pasaban los minutos y Athaclena mejoraba ligeramente, lo suficiente para arrastrarse por la rama hasta donde ésta se unía al tronco. Se sentó dando un suspiro, apoyando la espalda en la áspera corteza, rodeada por un fluir de ruidos y emociones.
Tal vez no voy a morirme, al menos de momento.
Tardó unos instantes en darse cuenta de que algo ocurría cerca de allí. Sintió que estaba siendo observada ¡y desde muy cerca! Se volvió y respiró muy hondo. Desde el árbol contiguo, a una distancia de seis metros, cuatro pares de ojos la miraban, tres de ellos de color castaño oscuro y el cuarto de un azul brillante.
Exceptuando unos cuantos sensitivos y semivegetales
kanten
, los
tymbrimi
eran los galácticos que mejor conocían a los terrestres. Sin embargo, Athaclena parpadeó sorprendida, confusa ante lo que estaba presenciando.
Muy cerca del tronco del árbol vecino había una hembra neochimpancé adulta, una chima, vestida sólo con pantalones cortos, con un bebé chimp en los brazos. Los pequeños ojos castaños de la madre estaban dilatados por el miedo. Junto a ellos había un pequeño humano de piel suave, vestido con un mono de algodón. Era una niña rubita que sonrió a Athaclena con timidez.
Pero era el cuarto y último ser del árbol el que la había confundido.
Recordó la escultura sónica de un neodelfín que su padre había llevado a Tymbrimi en uno de sus viajes.
Fue justo después del episodio de la ceremonia de Aceptación y Elección de los
tytlal
en el que ella se comportó de manera tan extraña junto a aquella caldera de un volcán extinguido. Tal vez Uthacalthing quiso que ella escuchara la escultura sónica para sacarla de su melancolía, para probarle que las criaturas terrestres llamadas cetáceos eran, en realidad, criaturas deliciosas y que no había que tenerles ningún miedo. Le dijo que cerrase los ojos y que simplemente se impregnase de la canción.
Fuera cual fuese el motivo de su padre, tuvo el efecto opuesto al deseado, ya que al escuchar aquellas formas sónicas salvajes e indómitas se encontró sumergida en un océano, oyendo un enojado grito marino de reunión. Aunque había abierto los ojos y había visto que estaba en la sala familiar de audiciones, no se había sentido aliviada. Por primera vez en su vida, el sonido venció a la visión.
Athaclena no había vuelto a escuchar aquella grabación, ni había conocido nada igual de extraño, hasta que se encontró en el paisaje metafórico del interior de Robert Oneagle.
¡Y ahora volvía a sentirse del mismo modo! Porque aunque la criatura del otro árbol pareciese un chimpancé muy grande, su corona le decía algo totalmente distinto.
¡No puede ser!
Los ojos castaños le devolvieron la mirada con calma, apaciblemente. Ese ser pesaba más que todos los demás juntos y sin embargo sostenía al niño humano con toda delicadeza y cuidado en su regazo. La niñita se movió y la gran criatura se limitó a soltar un bufido y a moverse ligeramente, sin quitar los ojos de Athaclena. A diferencia de los chimpancés normales, tenía la cara muy negra.
Ignorando sus dolores, Athaclena se inclinó despacio hacia delante para no asustarlos.
—Hola —dijo en un ánglico muy cuidado.
La niña humana sonrió de nuevo y escondió la cabeza con timidez en el macizo pecho de su peludo protector. La madre neochimp retrocedió, aparentemente asustada.
La enorme criatura con el rostro aplastado se limitó otra vez a bufar y movió la cabeza dos veces en señal de asentimiento.
¡Rezumaba Potencial!
Athaclena sólo se había encontrado una vez con una especie que viviese en esa limitada zona que separaba a los animales de las razas pupilas sofontes. Era un estado muy raro en las Cinco Galaxias, ya que cuando se descubría una nueva especie presensitiva, quedaba rápidamente registrada y era cedida bajo contrato a algún clan de viajeros del espacio para que procediesen a la Elevación.
A Athaclena le pareció evidente que aquella criatura ya había recorrido un largo camino hacia la sensitividad.
Pero se creía que esa distancia que separa al animal del ser pensante no podía recorrerse sin ayuda. Era cierto que algunos humanos aún se aferraban a ideas pintorescas procedentes de los días previos al Contacto, teorías que afirmaban que la inteligencia podía «evolucionar». Pero los galácticos aseguraban que ese umbral únicamente podía cruzarse con la ayuda de otra raza, una que ya lo hubiese superado.
Así había sido desde los tiempos de la primera raza, los Progenitores, hacía miles de millones de años.
Pero nadie había localizado nunca a los tutores de los humanos. Por eso eran llamados
k'chu-non…
lobeznos. ¿Era posible que su antigua idea contuviese un germen de verdad? Si era así, ¿podía esa criatura también…?
¡Ah, no! ¿Por qué no la he visto antes?
Athaclena comprendió de repente que aquella criatura no era un hallazgo natural. No se trataba del mítico
garthiano
que su padre le había pedido que buscase. El parecido familiar era evidente.
Miró esa reunión de primos del árbol vecino, sentados todos juntos en una rama por encima del vapor de los
gubru
. Humanos, neochimpancés y… ¿qué más?
Intentó recordar lo que su padre había dicho acerca del permiso que tenían los humanos para ocupar su planeta de origen, la Tierra. Después del Contacto, los Institutos habían concedido la tenencia a la Humanidad. Y, sin embargo, Athaclena estaba segura de que existían Normas de Barbecho y otras restricciones.
Y se habían mencionado unas cuantas especies terrestres muy concretas.
La inmensa bestia irradiaba Potencial como… A Athaclena le llegó una metáfora sobre una baliza encendida en el árbol de enfrente. Buscando en su memoria, al estilo
tymbrimi
, pudo dar por fin con la palabra que había perseguido.
—Cosita linda —le dijo con suavidad—. Eres un gorila ¿verdad?
La bestia inclinó la cabeza y soltó un bufido. Junto a ella, la madre chimp lloriqueaba en voz baja y miraba a Athaclena con evidente pavor. Pero la pequeña humana daba palmas, intuyendo un juego.
—¡'Rila! Jonny es un 'rila! ¡Igual que yo! —La niña se golpeaba el pecho con sus diminutos puños. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un chillido agudo y ululante.
Un gorila.
Athaclena miró con curiosidad a la gigantesca y silenciosa criatura, tratando de recordar lo que le habían dicho hacía tanto tiempo. La oscura nariz de la bestia se ensanchó como si olfateara en dirección de Athaclena, y usó su mano libre para hacer rápidas y sutiles señas a la niña humana.
—Jonny quiere saber si ahora vas a ser tú la encargada —balbuceó la niña—. Espero que sí. Parecías muy cansada cuando dejaste de perseguir a Benjamín. ¿Ha hecho algo malo? Se ha escapado, ¿sabes?
—No, Benjamín no ha hecho nada malo —dijo Athaclena aproximándose—. Al menos desde que lo conozco, aunque empiezo a sospechar que…
Athaclena se detuvo. Ni la niña ni el gorila podían entender lo que sospechaba. Pero era evidente que la chima adulta sí lo sabía y en sus ojos se reflejaba el miedo.
—Me llamo Abril —le dijo la pequeña humana—. Y ésa es Nita. Su bebé se llama Cha-Cha. A veces las chimas les ponen a sus hijos nombres muy fáciles porque, al principio, hablar les cuesta un poco —le confió—. ¿Eres de verdad una
tym… bi… ni?
—Sus ojos brillaban mirando a Athaclena.
—Soy
tymbrimi
—asintió la muchacha.
—¡Oh, son buena gente! —la niña daba palmadas de alegría—. ¿Has visto la gran nave espacial? Llegó haciendo mucho ruido y papá me hizo ir con Jonny y luego apareció un gas y Jonny me tapó la boca con la mano y yo no podía respirar.
Abril hizo una mueca, imitando la sensación de asfixia.
—La quitó cuando llegamos a lo alto del árbol. Aquí encontramos a Nita y a Cha-Cha. —Miró a los chimps—. Me parece que Nita está todavía demasiado asustada para poder hablar.
—Y tú ¿no estabas asustada? —le preguntó Athaclena.
—Sí. —Abril asintió con gravedad—. Pero tuve que dejar de asustarme. Yo era aquí el único humano y tenía que encargarme de todo el mundo. ¿Puedes encargarte tú, ahora? Eres una
tymbini
muy bonita, de verdad.
La niña volvió a sentir timidez. Escondió parcialmente su rostro en el macizo pecho de Jonny y sonrió a Athaclena, mostrándole sólo un ojo.
Athaclena no pudo evitar el asombro. Hasta entonces nunca se había dado cuenta de lo que eran capaces los humanos. A pesar de la alianza de sus congéneres con los terrestres, ella compartía algunos de los prejuicios galácticos más comunes, según los cuales los lobeznos aún eran, en cierto modo, bestiales y feroces. Muchos galácticos se cuestionaban si los humanos estaban en verdad preparados para ser tutores. Sin duda los
gubru
habían expresado esa creencia en su Manifiesto de Guerra.
Aquella niña hacía pedazos esa imagen. Siguiendo la ley y la costumbre, la pequeña Abril había sido la encargada de sus pupilos, a pesar de su edad. Y su sentimiento de responsabilidad era evidente.
Ahora Athaclena comprendió por qué Robert y Benjamín se habían mostrado tan reacios a llevarla hasta allí.
Controló su arranque inicial de justa cólera. Más tarde, cuando hubiese verificado sus sospechas, tendría que encontrar la forma de comunicárselo a su padre.
Casi estaba empezando a sentirse
tymbrimi
de nuevo pues la reacción
gheer
había dado paso a un mero ardor irrelevante en sus músculos y sus circuitos nerviosos.
—¿Hay más humanos subidos en los árboles? —preguntó.
Jonny hizo una rápida serie de señas con la mano y Abril las interpretó, aunque tal vez la pequeña no había comprendido todas las aclaraciones.
—Dice que unos pocos lo intentaron. Pero no fueron lo bastante rápidos. Muchos corrían como locos haciendo cosas-de-humanos. Es así como los 'rilas llaman a lo que hacen los humanos y ellos no comprenden —le confió en voz baja.
—El g… gas… —al fin, Nita, la chima, se decidió a hablar—. El g… gas debilita a los humanos. —Su voz era casi imperceptible—. Algunos de los chimps también lo sentimos, pero me parece que a los 'rilas no les ha molestado.
Era eso. Tal vez la primera conjetura de Athaclena acerca del gas fuese cierta. Había sospechado que no se trataba de algo del todo letal. La matanza masiva de civiles era algo que el Instituto para la Guerra Civilizada desaprobaba. Conociendo a los
gubru
, se podía suponer que pretendían algo mucho más insidioso que eso.
Oyó un chasquido a su derecha. El gran chimp macho, Benjamín, la llamaba desde una rama situada a tres árboles de distancia.
—¡Ya está todo bien, señorita! He encontrado a la doctora Taka y al doctor Shultz y ambos están deseosos de hablar con usted.
—Primero ven aquí, por favor. —Athaclena le hizo una señal a Benjamín para que se aproximase.