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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (81 page)

La cima del paso Riwanda… He ascendido mil metros en dos horas y mi corazón apenas late más deprisa
.

No sentía ninguna necesidad de descansar, pero, no obstante, se obligó a disminuir el ritmo hasta convertirlo en un paseo. Además, aquella vista merecía la pena contemplarse con un poco de calma.

Permaneció inmóvil en el mismo centro de la cordillera de Mulun. A sus espaldas, hacia el norte, las montañas se alejaban en dirección este formando una gruesa faja, y en dirección oeste, hacia el mar, donde resurgían en un archipiélago de fértiles e imponentes islas.

Había tardado un día y medio, corriendo, en llegar allí desde las cuevas, y ahora veía ante sí el terreno que aún le faltaba recorrer para llegar a su destino.

Ni siquiera estoy seguro de que encontraré lo que busco.
Las instrucciones de Athaclena habían sido tan vagas como sus propias impresiones acerca de hacia dónde enviarlo.

Ante él se extendían más montañas que descendían, de una en una, hacia una estepa grisácea, parcialmente oculta por la bruma. Antes de llegar a esos llanos tendría que subir y bajar todavía más por estrechos caminos que apenas habían sido pisados, ni aun en tiempos de paz. Él era, a buen seguro, el primero que tomaba aquella dirección desde el inicio de la guerra.

Pero lo peor ya había pasado. No le gustaba correr montaña abajo, pero sabía cómo avanzar dando saltos sin que las rodillas se resintiesen. Y abajo pronto encontraría agua.

Agitó su cantimplora de cuero y tomó un pequeño trago. Sólo quedaban unos pocos decilitros, aunque estaba seguro de que le bastarían.

Se protegió los ojos con la mano para mirar más allá de los picos de color púrpura, hacia las altas y empinadas colinas donde tendría que acampar aquella noche. Encontraría arroyos, pero no exuberantes junglas tropicales como en la húmeda vertiente norte de la cordillera de Mulun. Y tendría que pensar también en cazar algo para comer antes de adentrarse en la seca sabana.

Los guerreros apaches podían recorrer desde Taos al Pacífico en pocos días y no comían más que un puñado de trigo tostado durante todo el camino.

Él, por supuesto, no era un guerrero apache. No llevaba consigo más que unos cuantos gramos de concentrado de vitaminas pues, para lograr una buena velocidad de marcha, había decidido viajar con poco equipaje. En aquel momento, la rapidez tenía más importancia que los gruñidos de su estómago.

Un reciente corrimiento de tierra había bloqueado el camino y se vio obligado a desviarse ligeramente. Luego apretó un poco más el paso mientras el sendero descendía en cerrados zigzags.

Esa noche, Robert durmió en un desfiladero cubierto de musgo, cerca de una goteante fuente y envuelto en una delgada sábana de seda. Sus sueños fueron tan tranquilos como él imaginaba que debía de ser el espacio si uno conseguía mantenerse alejado del constante zumbido de las máquinas.

Fue en especial la quietud en la red de empatía, después de los meses de alboroto de la jungla tropical, la que dotó a su sueño de una amable soledad. En unas tierras vacías como aquéllas, uno podía captar a más distancia, incluso con unos sentidos tan rudimentarios como los suyos.

Y, por primera vez, no existía el indicio áspero y casi metálico, metafóricamente hablando, de las mentes alienígenas que normalmente se captaban hacia el noroeste. Estaba protegido de los
gubru
, y también de los humanos y los chimps. La soledad era una sensación extraña.

Tal sensación de extrañeza no desapareció con la luz del alba. Llenó la cantimplora en la fuente y bebió en abundancia para engañar un poco el hambre. Entonces empezó de nuevo la carrera.

En aquella empinada colina el descenso era fatigante, pero los kilómetros pasaban deprisa. Antes de que el sol recorriera la mitad de su camino hacia el cénit, apareció la alta estepa. Corrió atravesando sinuosas colinas, dejando los kilómetros a su espalda como ideas apenas pensadas y rápidamente olvidadas. Mientras corría, Robert sondeó el paisaje. En seguida tuvo la certeza de que en aquella extensión había entidades extrañas, en algún lugar más allá de las hierbas altas, o entre ellas.

¡Si la captación fuese un sentido más localizador!
Tal vez había sido esa misma imprecisión lo que había evitado que los humanos desarrollasen sus toscas habilidades.

En cambio, nos hemos dedicado a otras cosas.

Había un juego que practicaban con frecuencia tanto los humanos como los galácticos que sentían un cierto interés por el asunto. Consistía en tratar de reconstruir a los legendarios «tutores perdidos de la Humanidad», los casi míticos viajeros del espacio que habían sido los supuestos iniciadores de la Elevación de los seres humanos hacía tal vez, unos cincuenta mil años, y que luego desaparecieron misteriosamente con el trabajo «a medio hacer». Había, por supuesto, unos cuantos intrépidos herejes, incluso entre los galácticos, que sostenían que las viejas teorías de los terrestres eran ciertas, que era en cierto modo posible para una raza elevarse por sí sola, desarrollar una inteligencia astronáutica y, mediante el propio esfuerzo, salir de la oscuridad y avanzar hacia el conocimiento y la madurez.

Pero, incluso en la Tierra, la mayoría consideraba que era una teoría pintoresca. Los tutores elevaban pupilos, y éstos asumían más tarde el papel de tutores y elevaban a nuevas especies presapientes. Ése era el sistema y había sido siempre así desde los días de los Progenitores, hacía mucho, mucho tiempo.

Había una real carencia de indicios. Fueran quienes fuesen los tutores del hombre, habían ocultado muy bien su rastro y por un motivo muy evidente: una raza tutora que abandonaba a sus pupilos resultaba por lo general proscrita.

No obstante, el juego de las adivinanzas continuaba.

Ciertos clanes tutores quedaban descartados porque nunca hubieran elegido una especie omnívora para elevarla. Otros no eran apropiados para vivir en la Tierra, ni siquiera para visitarla por un tiempo breve, debido a la gravedad, la atmósfera o un sinfín de razones más.

Muchos admitían que no podía tratarse tampoco de un clan que creyera en la especialización. Algunos clanes elevaban a sus pupilos con finalidades muy concretas en sus mentes. El Instituto de Elevación exigía que toda nueva raza sapiente pudiera pilotar naves espaciales, ejercitar el razonamiento y la lógica y llegar a ser capaz de alcanzar algún día, a su vez, la condición de raza tutora. Pero aparte de eso, el Instituto ponía pocas limitaciones a los tipos de cometidos para los que podía prepararse a las especies pupilas. Algunas eran destinadas a convertirse en hábiles artesanas, otras en filósofas y otras en poderosos clanes guerreros.

Pero los misteriosos tutores de la Humanidad tenían que haber sido generalistas, ya que el hombre, el animal, era una bestia muy flexible.

Sí, y a pesar de la manifiesta flexibilidad de los
tymbrimi
, había cosas que ni siquiera esos maestros de la adaptabilidad podían soñar hacer.

Como ésta
, pensó Robert.

Una bandada de pájaros nativos irrumpió en el aire batiendo las alas mientras Robert corría sobre los terrenos que utilizaban para procurarse alimentos. Unos seres pequeños y espantadizos oyeron el ruido que hacía al acercarse y se pusieron a cubierto.

Una manada de animales, de patas largas y rápidas, parecidos a pequeños venados, salieron corriendo ante él, aumentando la distancia que los separaba sin esfuerzo. Como corrían hacia el sur, en su misma dirección, decidió seguirlos. Pronto se acercó al lugar donde se habían detenido a comer.

Una vez más salieron huyendo, volvieron a aventajarlo y pararon a comer de nuevo.

El sol estaba ya alto y era la hora del día en que los animales del llano, tanto los cazadores como sus presas solían buscar dónde guarecerse del calor. Cuando no había árboles, excavaban en el suelo cerca de los arroyuelos para encontrar capas más frescas, y se tumbaban en la escasa sombra existente a la espera de que declinara el ardiente sol.

Pero aquel día, una de las criaturas no se detuvo: siguió acercándose. Los pseudovenados parpadearon consternados al ver que Robert se aproximaba una vez más. Tras esto, pusieron un poco más de distancia entre ellos y el muchacho. Se detuvieron en lo alto de una pequeña loma, jadeando y con un hambre terrible.

¡La cosa de dos piernas seguía acercándose!

Una inusitada excitación se extendió por la manada, la premonición de que aquello podía ir en serio.

Todavía jadeando, huyeron una vez más.

El sudor brillaba como aceite sobre la aceitunada piel de Robert. Centelleaba bajo los rayos del sol, temblando en pequeñas gotas que a veces se desprendían debido a su carrera.

Pero en su mayor parte, el sudor se extendía por su cuerpo y cubría su piel, evaporándose con el roce del viento que generaba su propio paso. Una seca brisa del sudeste le ayudaba a cambiar de estado y convertirse en vapor. Robert mantuvo un paso firme y uniforme, sin intentar competir con los pseudovenados. De vez en cuando se detenía, tomaba pequeños sorbos de su cantimplora y reemprendía la persecución.

Llevaba el arco sujeto a la espalda. Pero, por alguna razón, ni siquiera pensó en utilizarlo. Corría y corría bajo el sol, que se hallaba en su punto más alto.
Sólo los perros locos y los ingleses…
, pensó.

Y los apaches… y bantúes… y tantos otros…

Los humanos estaban acostumbrados a pensar que era su cerebro lo que los hacía tan distintos de los otros miembros del reino animal de la Tierra. Y era cierto que las herramientas, el fuego y el lenguaje los habían convertido en los señores de su planeta, mucho antes de haber oído hablar de ecología o del deber de las especies de más rango de preocuparse por aquellas menos dotadas de entendimiento. Durante esos oscuros milenios, hombres y mujeres inteligentes, aunque ignorantes, habían utilizado el fuego para hacer que se despeñaran manadas enteras de osos o mamuts, causando la muerte de cientos de ellos por la carne de uno o dos. Mataron a millones de pájaros para que sus mujeres se adornasen con las plumas. Cortaron bosques enteros para cultivar opio. Sí, la inteligencia en manos de niños ignorantes era un arma peligrosa. Pero Robert sabía un secreto.

En realidad no necesitamos todos esos talentos para gobernar nuestro mundo.

Se aproximó de nuevo a la manada y, aunque el hambre lo acuciaba, se detuvo a contemplar la belleza de las criaturas nativas. No había duda de que en cada generación aumentaba su tamaño. Ya eran mucho mayores que sus ancestros de la época en que los
bururalli
habían exterminado a todos los grandes ungulados que solían habitar en aquellos llanos. Algún día llegarían a ocupar el vacío ecológico reinante. Ya ahora eran mucho más veloces que un hombre.

La velocidad era una cosa, pero la resistencia otra totalmente distinta. Cuando se volvieron para alejarse de él otra vez, Robert vio que algunos de los miembros de la manada empezaban a parecer algo asustados. Los pseudovenados tenían ahora salpicaduras de espuma alrededor de la boca, llevaban la lengua fuera y sus cajas torácicas se movían a un ritmo muy rápido.

El sol abrasaba. La transpiración cubría su cuerpo con una fina película y lo refrescaba al evaporarse. Robert controló su paso.

Las herramientas, el juego y el lenguaje nos dieron ciertas ventajas. Nos dieron lo que necesitábamos para iniciar una cultura. Pero ¿eran lo único que teníamos?

Una canción había empezado a sonar detrás de sus ojos, en la red de pequeñas cavidades, en el suave fluido que humedecía su cerebro para defenderlo de su dura y acelerada marcha. Los latidos de su corazón le acompañaban como el auténtico ritmo de un contrabajo. Los tendones de sus piernas eran como tensos y zumbadores arcos, como las cuerdas de un violín.

Ahora podía oler a los venados, y su hambre acentuaba aquella atávica emoción. Se identificaba con su presunta presa. De un modo extraño, Robert experimentaba una plenitud que nunca antes había sentido. Estaba vivo. Apenas se dio cuenta de que se aproximaba a unos venados que habían caído. Las madres y sus crías parpadearon sorprendidas al verlo pasar junto a ellas sin siquiera mirarlas. Robert había localizado su objetivo y proyectó un sencillo glifo para decirles a los demás que se relajasen y se apartasen mientras él cazaba un gran macho que corría al frente de la manada.

Tu eres el que busco
, pensó.
Has vivido bien y has transmitido tus genes. Tu especie ya no te necesita tanto como yo.

Tal vez sus ancestros utilizaban el sentido de empatía más que el hombre moderno. Ahora entendía su función. Pudo captar el creciente terror del macho mientras sus compañeros, uno a uno, se apartaban hacia un lado. El macho se lanzó a una desenfrenada carrera, saltando hacia adelante. Pero al cabo de un rato tuvo que detenerse a descansar. Jadeaba terriblemente, tratando de tomar aliento, con los flancos palpitantes al ver acercarse a Robert.

Con la boca cubierta de espuma, se volvió para seguir huyendo.

Ahora la cuestión estaba entre ellos dos.

Gimelhai abrasaba. Robert lo siguió.

Un instante después, mientras seguía corriendo, se llevó la mano al cinturón para desenfundar su cuchillo.

Escogió aquella arma con cierta repugnancia. Lo que lo decidió a usarla, en lugar de emplear las manos, fue la empatía con su presa y un sentimiento de piedad.

Unas horas más tarde, cuando su estómago ya no gruñía de hambre, tuvo el primer atisbo de una pista.

Había empezado a dirigirse hacia el sudoeste, en la dirección que Athaclena esperaba que lo llevase a su objetivo.

Mientras el día se aproximaba a su fin, Robert se protegió los ojos contra el sol de última hora de la tarde. Luego los cerró y exploró con sus otros sentidos.

Sí, algo estaba lo bastante cerca para ser captado. Si pensaba en ello metafóricamente, era como si le llegase un aroma familiar.

Siguió adelante a buen paso, siguiendo huellas que iban y venían, a veces tranquilas y sensibles, a veces tan salvajes como el venado que acababa de morir para que viviera Robert.

Cuando las huellas se hicieron más frecuentes, Robert se encontró ante un vasto soto lleno de feos matorrales espinosos. Pronto se pondría el sol y le sería imposible perseguir al ser que emitía tales vibraciones en aquella espesa y dañosa maleza. Por otro lado, no quería «cazar» a esa criatura, sólo hablar con ella.

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