Aquella sección de la Biblioteca iba a necesitar algunos dispositivos de traducción para que cualquier chimp común de Puerto Helenia pudiese tener acceso a aquel vasto almacén de conocimientos. Eso en el caso de que los chimps Fulano y Mengano llegasen a tener tal oportunidad.
Y sin embargo, era un edificio maravilloso; mucho, mucho más grande que la pequeña sección que habían tenido antes. Y, a diferencia de lo que sucedía en La Paz, no había constantes empellones ni las prisas de cientos o miles de fanáticos estudiantes que agitaran en el aire papeletas de prioridad y se pelearan por tener acceso a la información. Gailet se sentía como si pudiera quedarse en aquel lugar durante meses y años, sin dejar de beber de las fuentes del conocimiento hasta que éste rezumase por sus mismísimos poros.
Por ejemplo, había una referencia de las disposiciones especiales que se habían adoptado para permitir el proceso de Elevación entre las culturas mecánicas. Y había también un breve y tentador párrafo sobre una raza de respiradores de hidrógeno que se había separado de esa misteriosa civilización paralela y había solicitado su admisión en la sociedad galáctica. Deseó haber podido seguir en aquellas y otras fascinantes direcciones, pero Gailet sabía que, simplemente, no tenía tiempo. Hubo de concentrarse en las normas que regían las ceremonias de los pupilos de segunda etapa, bípedos, omnívoros, de sangre caliente y con facultades mentales diversas, y aún así le supuso una lista de lectura larguísima.
Limítala
, pensó. Así que intentó centrarse en las ceremonias que tenían lugar bajo situaciones delicadas o en tiempo de guerra. Incluso con estas limitaciones le pareció una cantidad de información apabullante. ¡Todo era tan complicado! Se desesperaba al comprobar cuan ignorantes podían llegar a ser su raza y su clan.
…tanto si anticipadamente se llega o no a un acuerdo de coparticipación, puede y debe ser verificado por los Institutos de un modo que tenga en cuenta los métodos de adjudicación considerados tradicionales por los dos o más grupos implicados…
Gailet no recordaba haberse dormido en su asiento, pero durante un rato éste se convirtió en una balsa que flotaba sobre un mar opaco y que se balanceaba al ritmo de su respiración. Al cabo de poco, pareció estar envuelta en brumas que se aglutinaban en un paisaje de sueño en blanco y negro, lleno de formas vagamente amenazadoras. Vio imágenes contorsionadas de seres muertos: sus padres y el pobre Max.
—Mmm, mmm, no —murmuró. Y luego, de pronto, se agitó convulsivamente—. ¡No! —gritó.
Empezó a despertarse, a salir de su estado de somnolencia. Sus ojos parpadeaban, con pedazos de sueño adheridos aún a los párpados. Un
gubru
parecía flotar sobre su cabeza, sosteniendo un misterioso aparato como los que habían utilizado para examinarla junto con Fiben; pero cuando el pajaroide pulsó un botón de su máquina, la imagen ondeó y desapareció. Ella se echó hacia atrás y la figura del
gubru
se unió a las demás de su inquieto sueño. El estado de ensoñación terminó, y su respiración se hizo más lenta a medida que pasaba a la fase de sueño profundo.
Se despertó poco después, cuando notó una mano que le acariciaba la pierna suavemente. Luego la agarró por el tobillo y empezó a tirar con fuerza.
A Gailet se le aceleró la respiración mientras se incorporaba, antes incluso de poder abrir los ojos y enfocarlos. Su corazón también latía más deprisa. Su visión se hizo más clara y pudo ver a un chimp muy grande agachado junto a ella. Tenía la mano puesta sobre su pierna y pudo reconocer al instante su sonrisa. El bigote engominado en forma de manillar de bicicleta era sólo uno de los muchos atributos que ella había llegado a detestar.
Como había sido despertada de una forma tan repentina, necesitó unos segundos para recuperar el habla.
—¿Qué… qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó con aspereza, apartando la pierna.
—¿Ésta es tu forma de saludar a alguien como yo, tan importante para ti? —Puño de Hierro parecía divertido.
—Tú sirves muy bien a tu propósito —admitió ella—. ¡Como mal ejemplo! —Gailet se restregó los ojos y se sentó—. No has contestado a mi pregunta. ¿Por qué me molestas? Tus incompetentes margis ya no están encargados de custodiar a nadie.
La expresión del chimp se agrió sólo ligeramente. Era obvio que estaba satisfecho por algo.
—Oh, es que pensé que tenía que venir a la Biblioteca a estudiar un poco, igual que tú.
—¿Tu, estudiar? ¿Aquí? —Gailet rió—. He tenido incluso que pedir un permiso especial al Suzerano para que me lo permita. Se supone que t\1…
—Ésas son los palabras que iba a emplear yo ahora mismo —la interrumpió.
—¿Qué? —Gailet parpadeó.
—Iba a informarte de que el Suzerano me ha dicho que viniera y estudiara contigo. Además, es mejor que los compañeros se conozcan bien uno al otro, en especial antes de que sean nombrados representantes de su raza.
—¿Tú? —la respiración de Gailet se aceleró audiblemente. Sacudió la cabeza—. ¡No te creo!
—No necesitas hacerte la sorprendida —Puño de Hierro se encogió de hombros—. Mi puntuación genética alcanza los noventa en casi todo el Cuadro, excepto en dos o tres pequeños apartados que no deberían estar incluidos.
Eso no le costó demasiado creerlo. Resultaba obvio que Puño de Hierro era inteligente e ingenioso, y que su aberrante fuerza sólo podía ser considerada por el Cuadro de Elevación como una ventaja. Pero el precio que había que pagar por ello era a veces demasiado elevado.
—Lo cual debe querer decir que tus repulsivas cualidades son incluso peores de lo que yo había imaginado.
—Oh, eso según las normas humanas —el chimp se echó hacia atrás y rió—. Sí, supongo que tienes razón —asintió—. Según esos criterios, a la mayoría de marginales no se les debe permitir acercarse a las chimas y a los niños. Pero los criterios cambian. Y ahora tengo la oportunidad de instaurar un nuevo estilo.
Gailet sintió escalofríos por lo que Puño de Hierro le estaba diciendo.
—¡Eres un mentiroso!
—Admitido,
mea culpa
—fingió que se golpeaba el pecho—. Pero no miento cuando afirmo que voy a estar entre el grupo que será examinado, junto con unos cuantos de mis compañeros más eruditos. Se han producido algunos cambios ¿sabes?, desde que ese pequeño hijo de mamá y perrito faldero de su maestra se escapó con nuestra Sylvie.
—Fiben es diez veces mejor chimp que tú —Gailet deseaba escupir—. Tú eres un error atávico. El Suzerano de la Idoneidad nunca te elegiría como su sustituto.
—Aja —Puño de Hierro sonrió y levantó un dedo—. En eso no nos hemos entendido. Mira, tú y yo estamos hablando de pájaros distintos.
—Distintos… —Gailet ahogó un grito. Con la mano se cubrió el escote abierto de su camisa—. ¡Oh, Goodall!
—Veo que lo has comprendido —dijo, asintiendo—. Eres una mónita muy lista y divertida.
Gailet se hundió en su asiento. Lo que más le sorprendía era la profundidad de su tristeza. En aquel momento sentía su corazón desgarrado.
Nos están utilizando como instrumentos
, pensó.
¡Oh, pobre Fiben!
Eso explicaba por qué no habían llevado de nuevo a Fiben la noche en que se escapó con Sylvie. O al día siguiente, o al otro. Gailet había estado segura de que la fuga no era más que una nueva prueba de inteligencia e idoneidad.
Pero estaba claro que no lo fue. Debía de haber sido preparado por uno, o por los dos, mandatarios
gubru
restantes, tal vez para debilitar al Suzerano de la Idoneidad. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que secuestrando a uno de los chimps que más cuidadosamente había elegido como representante de la raza? Nadie cargaría con la culpa del secuestro porque nunca lo encontrarían.
Los
gubru
tenían que seguir adelante con la ceremonia, por supuesto. Era demasiado tarde para cancelar las invitaciones, pero cada uno de los tres Suzeranos podía preferir que se produjeran resultados distintos.
Fiben…
—Bueno, profesora, ¿por dónde empezamos? Podía ser enseñándome a comportarme como un auténtico carnet blanco.
—Vete —ella cerró los ojos y sacudió la cabeza—. Vete ahora mismo.
Hubo más palabras y más comentarios sarcásticos por parte de él. Pero Gailet se parapetó tras la cortina de dolor que la atontaba. Al menos consiguió contener las lágrimas hasta que notó que él se había marchado.
Entonces se hundió en su asiento como si fuera en los brazos de su madre, y lloró.
Los otros dos bailaban en torno al pedestal, ahuecando las plumas y gorjeando. Juntos cantaban en perfecta armonía.
¡Baja, baja,
desciende, baja!
Baja de la percha.
¡Únete a nosotros,
únete a nosotros
únete a nosotros en el consenso!
El Suzerano de la Idoneidad temblaba y se debatía contra los cambios. Ahora los otros estaban completamente unidos en su contra. El Suzerano de Costes y Prevención había abandonado toda esperanza de alcanzar una posición privilegiada, y ahora se dedicaba a apoyar al Suzerano de Rayo y Garra en sus esfuerzos para conseguir el dominio. El objetivo de la prevención estaba ahora en segundo lugar: el estatus de macho en la Muda.
De los tres, dos estaban de acuerdo. Pero para conseguir sus objetivos, tanto en lo sexual como en lo político, tenían que conseguir que el Suzerano de la Idoneidad bajara de su percha. Tenían que obligarlo a poner los pies en el suelo de Garth.
El Suzerano de la Idoneidad se enfrentaba a ellos, gritando unos contrapuntos bien sincronizados para desorganizarles el ritmo e insertando manifiestos lógicos que frustraran sus argumentos.
Una Muda apropiada no tenía que desarrollarse de esa forma. Aquello era coerción y no verdadero consenso. Aquello era un ultraje.
Los Maestros de la Percha no habían puesto tantas esperanzas en el Triunvirato para esto. Necesitaban una nueva política. Sabiduría. Los otros dos parecían haberlo olvidado. Querían seguir el camino más fácil con la Ceremonia de Elevación. Querían hacer una terrible apuesta desafiando a los códigos.
¡Si el primer Suzerano de Costes y Prevención no hubiese muerto!
, se lamentó el sacerdote. A veces sólo se reconoce la valía de una persona cuando ya ha muerto.
Baja, baja,
baja de la percha.
Por supuesto, no podría mantenerse mucho tiempo en contra de sus voces unidas. Su unísono atravesaba las paredes de honor y firmeza que el sacerdote había construido a su alrededor, y penetraba en la esfera de las hormonas y el instinto. La Muda estaba en suspenso, retrasada por la oposición de uno de los miembros, pero no podía ser demorada eternamente.
Baja y únete,
únete a nosotros en el consenso.
El Suzerano de la Idoneidad se estremeció y se agarró con fuerza a la percha. Por cuánto tiempo más podría hacerlo, eso no lo sabía.
—¡Clennie! —gritó Robert lleno de alegría. Cuando vio las figuras montadas a caballo que doblaban un recodo del camino, casi dejó caer al suelo el extremo del misil que él y uno de los chimps estaban sacando de las cuevas.
—¡Mira lo que haces tú… capitán! —uno de los cabos del mayor Prathachulthorn se corrigió a tiempo. En las últimas semanas habían empezado a tratar a Robert con más respeto (se lo había ganado, claro), pero en ciertas ocasiones los suboficiales mostraban su clásico desdén por cualquiera que no fuera del cuerpo.
Otro trabajador chimp se apresuró a levantar el misil, quitándoselo a Robert de las manos. Su rostro reflejaba disgusto, pues a su juicio un humano no tenía siquiera que intentar levantar nada.
Robert ignoró ambas actitudes. Corrió por el sendero al encuentro de los viajeros, detuvo con una mano el caballo de Athaclena y le extendió la otra.
—Clennie. ¡Cómo me alegra que…! —la voz se le quebró. Mientras ella le estrechaba la mano, él parpadeó y trató de disimular su desconcierto—. Hum, me alegro de que hayas podido venir.
La sonrisa de Athaclena no parecía la misma de siempre, y en su aura había una tristeza que él nunca había captado antes.
—Claro que he venido, Robert. ¿Cómo podías dudar de que lo hiciera?
Le ayudó a desmontar. Bajo su aparente tranquilidad, él pudo notar que la muchacha estaba temblando.
Amor, te has sometido a más cambios.
Como si ella hubiera leído su pensamiento, extendió la mano y le tocó la mejilla.
—Hay unas pocas ideas que la sociedad galáctica y la tuya comparten, Robert. En ambas culturas, los sabios han comparado la vida con una rueda.
—¿Una rueda?
—Sí —los ojos le brillaban—. Gira, se mueve hacia adelante, y sin embargo todo queda igual.
Con un sentimiento de alivio, volvió a sentirla de nuevo. A pesar de los cambios, seguía siendo Athaclena.
—Te he echado de menos —le dijo.
—Y yo a ti —ella sonrió—. Ahora cuéntame qué pasa con ese mayor y los planes que tiene.
Robert paseaba nervioso por la pequeña habitación que utilizaban como almacén, llena de provisiones hasta las estalactitas del techo.
—Puedo discutir con él, puedo intentar persuadirlo. Maldita sea, ni siquiera le importa que le chille siempre que sea en privado y siempre que, al terminar el debate yo dé un brinco de dos metros cuando él diga «salte» —Robert hizo un gesto de impotencia—. Pero no puedo actuar contra él, Clennie. No me pidas que viole mi juramento.
Era obvio que Robert se sentía atrapado entre dos lealtades en conflicto. Athaclena podía notar su tensión.
Con el brazo todavía en cabestrillo, Fiben los observaba discutir y guardaba silencio.
—Robert, ya te he explicado que los planes del mayor Prathachulthorn pueden resultar desastrosos —le recordó Athaclena.
—¡Pues díselo a él!
Naturalmente lo intentó, aquella misma noche durante la cena. Prathachulthorn escuchó con cortesía su detallada explicación de las posibles consecuencias de atacar el emplazamiento ceremonial de los
gubru
. Su expresión fue indulgente, pero cuando terminó le hizo una única pregunta: ¿Se consideraría que el asalto era contra los enemigos legítimos de los terrestres o contra el Instituto de Elevación?