—Después de que llegue la delegación del Instituto, aquel lugar será propiedad suya —dijo ella—. Un ataque en aquellos momentos sería catastrófico para la Humanidad.
—¿Y si fuera antes? —le preguntó taimadamente.
—Hasta entonces, los propietarios del lugar son los
gubru
. —Athaclena sacudió la cabeza, irritada—. ¡Pero no es un enclave militar! Ha sido construido para lo que podríamos llamar un fin sagrado. La idoneidad del acto, si no se procede correctamente…
Continuaron así un buen rato, hasta que quedó claro que cualquier argumento resultaba inútil.
Prathachulthorn prometió tener en cuenta sus opiniones, y así terminó la cuestión. Todos sabían lo que un oficial del ejército pensaba acerca de seguir los consejos de las «niñas ETs».
—Deberíamos enviar un mensaje a Megan —sugirió Robert.
—Creía que ya lo habías hecho —apuntó Athaclena.
Él frunció el ceño, confirmando las sospechas de ella. Pasar por encima de la cabeza de Prathachulthorn significaba violar todo el protocolo. Como mínimo, quedaría como un niño mimado que llama a su mamá. Podía ser tal vez un delito por el que tuviera que responder ante un tribunal militar.
El que hubiera hecho eso probaba que no era el miedo lo que impulsaba a Robert a mostrarse reticente respecto a un enfrentamiento directo con su comandante, sino la lealtad a su juramento.
De hecho, tenía razón. Athaclena respetaba su honor.
Pero yo estoy obligada por los mismos deberes
, pensó Athaclena. Fiben, que hasta entonces había permanecido en silencio, la miró y puso los ojos en blanco expresivamente. Estaban de acuerdo en lo que a Robert hacía referencia.
—Yo ya he sugerido al mayor que atacar el enclave ceremonial sería como hacer un favor al enemigo. Además, lo construyeron para utilizarlo con los
garthianos
. La idea que ahora tienen de utilizarlo con los chimps puede ser un último esfuerzo para resarcirse de sus gastos. Pero ¿y si el lugar está asegurado? Nosotros lo volamos, ellos nos inculpan, y después cobran.
—El mayor Prathachulthorn mencionó tu idea sobre eso —agregó Athaclena, dirigiéndose a Fiben—. Yo la encontré muy aguda, pero me temo que él no le dio crédito.
—Quiere decir que piensa que son chifladuras de simio…
Se interrumpió al oír pasos en la fría piedra de afuera.
—¿Puedo pasar? —preguntó una voz femenina detrás de la cortina.
—Por supuesto, teniente McCue —respondió Athaclena—. De todas formas, ya casi habíamos terminado.
La humana de piel oscura entró y se sentó en una caja al lado de Robert. Éste le dispensó una leve sonrisa pero en seguida volvió a mirarse las manos. Los músculos de sus brazos se destacaban al tiempo que abría y cerraba los puños.
Athaclena sintió una punzada cuando McCue puso la mano sobre la rodilla de Robert y le habló.
—Su señoría quiere que nos reunamos otra vez para planificar la batalla antes de que nos retiremos a dormir —se volvió para mirar a Athaclena y sonrió—. Estás invitada a asistir, si quieres. Eres nuestra honorable invitada, Athaclena.
Athaclena recordó que había sido dueña y señora de aquellas cuevas y que había dirigido un ejército.
No tengo que dejar que eso me influya
, se dijo. Lo único que importaba ahora era intentar que aquellas criaturas se dañasen a sí mismas lo mínimo posible en los días por venir.
Y, si se terciaba, estaba dispuesta a planear cierta broma. Una que antes apenas entendía, pero que últimamente había empezado a apreciar.
—No, gracias, teniente. Creo que debo ir a saludar a unos cuantos chimps amigos míos y luego retirarme. El viaje hasta aquí ha sido muy largo.
Robert le lanzó una mirada antes de alejarse con su amante humana. Sobre su cabeza parecía flotar una nube metafórica, que relampagueaba de forma intermitente,
No sabía que pudieras hacer eso con los glifos
, se maravilló Athaclena. Cada día, al parecer, se aprendía algo nuevo.
La sonrisa de Fiben, su gesto, fue como un apoyo cuando se levantó para ir tras los humanos. ¿Había captado algo? ¿Un guiño de conspiración, quizás?
Cuando se quedó sola, Athaclena empezó a revolver en su equipaje.
Yo no estoy obligada por sus deberes
, se dijo.
Ni por sus leyes.
Las cuevas podían ser muy oscuras, en especial si se apagaba la solitaria lámpara incandescente que iluminaba un sector del pasillo. En esas circunstancias, la visión humana no otorgaba ninguna ventaja; una corona
tymbrimi
era, desde luego, bastante mejor.
Athaclena formó un pequeño escuadrón de glifos sencillos pero especiales. El primero de ellos tenía como única misión avanzar por delante de ella y hacia los lados, abriéndole camino en la oscuridad. Cuando la materia dura y fría era chamuscada por lo inmaterial, resultaba fácil saber dónde estaban las paredes y demás obstáculos.
El pequeño fuego fatuo los evitaba con destreza.
Otro glifo giraba sobre su cabeza, moviéndose hacia delante para asegurarse de que nadie había notado la presencia de un intruso en aquellos niveles inferiores. En aquella parte del pasillo no había chimps durmiendo porque era un área reservada a los oficiales humanos.
Lydia y Robert habían salido de ronda. Así que, sin contar la suya, en aquella parte de las cuevas sólo había un aura. Athaclena se dirigió hacia ella con cautela.
El tercer glifo iba acumulando fuerzas y esperaba su turno.
Lenta y silenciosamente, caminó sobre la alfombra de estiércol hecha por mil generaciones de insectívoros voladores que habían morado allí antes de ser desalojados por los terrestres y sus ruidos. Respiraba con calma, contando en silencio, a la manera humana, a fin de mantener disciplinados sus pensamientos.
El tener en acción tres glifos de vigilancia al mismo tiempo era algo que no hubiera intentado unos días atrás. Pero ahora le parecía fácil y natural, como si lo hubiera hecho cientos de veces.
Estas y otras habilidades se las había robado a Uthacalthing, utilizando una técnica de la que se hablaba muy poco entre los
tymbrimi
y que se empleaba mucho menos.
Me he convertido en una guerrillera de la jungla, he coqueteado con un humano y, ahora, esto. Oh, mis compañeros de clase se quedarían pasmados.
Se preguntó si su padre retenía aún parte de la habilidad que ella tan rudamente le había arrebatado.
Padre, madre y tú dispusisteis esto hace mucho tiempo. Me preparasteis para ello sin que yo siquiera lo supiese. ¿Sabías ya entonces que algún día me sería necesario?
Con tristeza, sospechó que le había quitado a Uthacalthing más de lo que éste estaba en condiciones de cederle. Y, sin embargo, no era suficiente. Había grandes lagunas. En su corazón, tenía la seguridad de que esa cosa que circundaba mundos y especies no podría alcanzar su plenitud sin su propio padre.
El glifo que abría la marcha se detuvo ante un pedazo de tela que colgaba del techo. Athaclena se acercó, incapaz de ver el tejido incluso después de haberlo tocado con los dedos. El glifo se desmoronó y volvió a su lugar entre los zarcillos ondulantes de su corona.
Apartó la tela hacia un lado con deliberada lentitud y entró en la pequeña cámara lateral. El glifo de vigilancia no notó ninguna señal de que allí hubiera alguien despierto. Ella sólo captó los ritmos uniformes del sueño humano.
El mayor Prathachulthorn no roncaba, por supuesto. Y su sueño era ligero, vigilante. Ella acarició los bordes de la siempre presente coraza psi del mayor, la cual guardaba sus pensamientos, sus sueños y su conocimiento militar.
Sus soldados son buenos y van a mejor
, pensó ella. A través de los años, los consejeros
tymbrimi
habían trabajado duramente para enseñar a sus aliados lobeznos a convertirse en valientes guerreros galácticos. Y los
tymbrimi
, a su vez, habían aprendido algunos fascinantes trucos, ideas que nunca hubiera podido imaginar ninguna raza desarrollada bajo la civilización galáctica.
Pero el único servicio de la Tierra que no usaba consejeros alienígenas era la infantería de marina de Terragens. Sus componentes eran anacrónicos, verdaderos lobeznos.
El glifo
z'schutan
se aproximó con cautela al hombre dormido. Descendió sobre él y Athaclena lo vio metafóricamente como un globo de metal líquido. Tocó la coraza psi de Prathachulthorn y se deslizó en forma de arroyos dorados sobre ella, cubriéndola rápidamente con una fina capa de resplandor.
Athaclena respiró un poco más tranquila. Metió la mano en el bolsillo y sacó una ampolla de cristal. Se acercó más y se arrodilló con precaución junto al catre.
Mientras aproximaba el frasco de gas anestésico a la cara del hombre dormido, sus dedos se tensaron.
—Yo no lo haría —dijo él, con voz tranquila.
Athaclena ahogó un grito. Antes de que pudiera moverse, las manos del mayor la agarraron por las muñecas. En la penumbra, lo único que podía ver era el blanco de sus ojos. A pesar de que estaba despierto, su escudo psi permanecía inalterado, emitiendo ondas de sueño. Entonces ella se dio cuenta de que todo había sido fingido, una trampa cuidadosamente planeada.
—Los ETs todavía continuáis infravalorándonos. Incluso vosotros, los sabihondos
tymbrimi
, no parecéis entendernos.
Las hormonas
gheer
entraron en acción. Athaclena hizo un esfuerzo e intentó soltarse, pero era como tratar de escapar de una abrazadera de metal. Intentó arañarle con sus afiladas uñas, pero el hombre, con agilidad, quitó las callosas manos de su alcance. Cuando ella intentó rodar hacia un lado y patearlo, él aumentó la presión en sus muñecas, utilizándolas como palancas para mantenerla de rodillas. La presión hizo que ella gimiera audiblemente y dejara caer la ampolla de gas de su debilitada mano.
—¿Ves? —dijo Prathachulthorn con voz amable—, hay algunos de nosotros que piensan que comprometerse es un error. ¿Qué conseguiremos intentando convertirnos en buenos ciudadanos galácticos? —se mofó—. Si lo lográramos, nos convertiríamos en algo horrible, espantoso, totalmente disociado de lo que significa ser humano. Y además, la opción no está ni siquiera a nuestro alcance. No nos dejarían convertirnos en ciudadanos. Las cartas estarán trucadas. Los dados están cargados. Ambos lo sabemos ¿no? —la respiración de Athaclena era entrecortada.
Aunque estaba clara su inutilidad, el fluido
gheer
seguía haciéndola luchar y debatirse contra la increíble fuerza del humano. La agilidad y la rapidez no servían de nada ante sus reflejos y preparación.
—Nosotros tenemos nuestros secretos ¿sabes? —le confió Prathachulthorn—. Cosas que no contamos a nuestros amigos
tymbrimi
, ni a muchos de los nuestros. ¿Te gustaría saber cuáles son? ¿Te gustaría? —Athaclena no tenía fuerzas para contestar. Los ojos de Prathachulthorn tenían algo fiero, casi animal—. Bueno, si te contara alguno de ellos, sería tu sentencia de muerte —dijo—. Y aún no estoy preparado para decidir sobre eso. Así que te diré una cosa que tu gente ya sabe.
En un instante había cogido ambas muñecas con una sola mano. Con la otra le agarró la garganta.
—Como ves, a los infantes de marina nos enseñan a incapacitar y hasta incluso a matar a miembros de una raza aliada de ETs. ¿Te gustaría saber cuánto tiempo necesito para dejarte inconsciente, señorita? ¿Por qué no empiezas a contar?
Athaclena se retorcía y ofrecía resistencia, pero todo era inútil. Alrededor de su garganta se cernía una dolorosa presión. El aire empezó a volverse denso. En la distancia todavía oyó a Prathachulthorn murmurar entre dientes:
—El universo es un lugar terriblemente espantoso.
Ella no habría imaginado que su entorno pudiera ennegrecerse más, pero una oscuridad más intensa empezaba a rodearla. Athaclena se preguntó si volvería a recobrar la conciencia alguna vez.
Perdóname, padre.
Supuso que aquéllos serían sus últimos pensamientos.
Continuar consciente fue casi una sorpresa. La presión en su garganta disminuyó, aunque muy ligeramente.
Aspiró un mínimo sorbo de aire y trató de entender qué estaba ocurriendo. Los brazos de Prathachulthorn se estremecieron. Pensó que él estaba acumulando fuerza, pero que ésta, por alguna razón, no llegaba.
Su corona excesivamente calentada no le servía de ayuda. Estaba sumida en la más completa ignorancia y asombro, cuando el agarro de Prathachulthorn se aflojó. Athaclena cayó desmayadamente al suelo.
El humano respiraba con dificultad. Oyó sonidos de esfuerzo y luego un golpe, como si el catre se hubiera volcado. Una jarra de agua se cayó, y produjo un ruido semejante al de un ordenador al romperse.
Athaclena notó algo bajo la mano.
La ampolla
, advirtió. Pero ¿qué le había ocurrido a Prathachulthorn?
Luchando contra el agotamiento enzimático, Athaclena se arrastró en una dirección azarosa hasta que su mano encontró el ordenador destrozado. Por casualidad sus dedos pulsaron el interruptor y la pantalla del resistente aparato se llenó de una tenue luminiscencia.
Bajo aquel resplandor, Athaclena vio una desolada escena… el masc humano se debatía, con todos sus vigorosos músculos marcándose bajo la piel, entre dos largos brazos marrones que lo sujetaban por detrás.
Prathachulthorn se revolvía y susurraba. Forzaba todo su peso a derecha y a izquierda. Pero sus intentos de soltarse no le servían de nada. Athaclena vio un par de ojos castaños más arriba de los hombros del humano. Dudó sólo unos instantes y en seguida se lanzó hacia adelante con el pequeño cilindro y lo rompió bajo la nariz del hombre.
—Está conteniendo la respiración —murmuró el neo-chimpancé.
La nube de vapor quedó suspendida alrededor de las fosas nasales del mayor, y luego, poco a poco, descendió.
—No importa —respondió Athaclena, al tiempo que sacaba diez ampollas más del bolsillo.
Cuando Prathachulthorn las vio, soltó un débil suspiro. Redobló sus esfuerzos para alejarse de ellas, pero sólo logró acelerar el momento en que tendría que respirar. Era obstinado. Aguantó casi cinco minutos y, aun así, Athaclena sospechó que había preferido desmayarse de anoxemia antes de respirar la droga.
—Vaya tipo —dijo Fiben cuando por fin cedió—. Por Goodall, hacen fuertes a los infantes de marina —se estremeció y cayó junto al humano inconsciente.