Utilizaron todos los medios que tenían a su alcance para engañar a los precisos y mortales detectores aéreos del enemigo. Los cohetes luminosos eran complejos y ajustaban automáticamente sus rayos para interferir lo más eficazmente posible en los sensores activos y pasivos. Lograron retrasar los ataques, pero sólo por poco tiempo.
Por otro lado, no contaban con muchos cohetes.
Además, el enemigo poseía algo nuevo, un sistema secreto que le permitía localizar a los chimps incluso cuando se hallaban desnudos bajo la espesa vegetación, desprovistos del más simple artificio.
Lo único que podían hacer los perseguidos era dividirse en grupos cada vez más pequeños. La perspectiva de los que conseguían huir era la de vivir como animales, solos, a lo sumo en pareja, de un modo salvaje, agazapados bajo unos cielos que antes les habían pertenecido y bajo los que habían correteado a placer.
Sylvie estaba ayudando a una chima y a dos bebés chimps a encaramarse en el tronco de un árbol cubierto de enredaderas, cuando de repente se le pusieron los pelos de punta al percibir unos gravíticos que se acercaban.
Rápidamente hizo señas a los demás para que se pusieran a cubierto, pero hubo algo, tal vez el inestable ritmo de los motores, que la indujo a quedarse rezagada y mirar sobre el borde de un tronco caído. Apenas pudo vislumbrar en la negrura el débil y blanquecino destello de una forma que caía verticalmente a través de la jungla, se estrellaba, produciendo un gran ruido contra las ramas y desaparecía después en la penumbra de la selva.
Miró hacia el negro canal que la nave había abierto al caer. Escuchó con atención, mordiéndose las uñas, mientras llovían sobre ella astillas y hojas.
—¡Donna! —susurró. La chima asomó la cabeza entre unas ramas—. ¿Podrás llegar sola con los niños hasta el lugar de la cita? —le preguntó Sylvie—. Todo lo que tienes que hacer es continuar montaña abajo hasta que encuentres un arroyo y luego seguirlo hasta llegar a una pequeña catarata y una cueva. ¿Crees que podrás?
Donna se concentró en silencio unos instantes y finalmente asintió con la cabeza.
—Bien —continuó Sylvie—. Cuando veas a Petri dile que vi caer una patrullera enemiga y que he ido a echarle un vistazo.
El miedo había dilatado los ojos de la chima de modo que el blanco brillaba alrededor de los iris. Parpadeó un par de veces y luego tendió los brazos hacia los niños.
Cuando éstos estuvieron por fin bajo su protección, Sylvie ya se había internado con cautela por el túnel bordeado de árboles rotos.
¿Por qué estoy haciendo esto?
, se preguntó Sylvie mientras pasaba sobre unas ramas que todavía rezumaban una agria savia. Adivinó los fugaces movimientos de los pequeños animales nativos que se escabullían buscando un lugar donde esconderse después de asistir a la devastación de sus hogares. El olor de ozono le erizó todos los pelos. Y luego, a medida que se acercaba, le llegó otro olor familiar: el de pájaro excesivamente asado.
En la penumbra todo parecía misterioso. No había el más mínimo color, sólo sombras grises. Cuando el casco blanquecino de la nave estrellada apareció frente a ella, Sylvie vio que había quedado en una inclinación de cuarenta grados y con la parte delantera prácticamente destrozada a causa del impacto.
Oyó el débil crujido de alguna pieza electrónica que iba dejando de funcionar. Pero, aparte de eso, del interior no provenía ningún sonido. La escotilla principal había quedado medio desprendida de sus bisagras.
Tocó el casco aún caliente y se acercó con cuidado. Sus dedos encontraron el perfil de uno de los impulsores gravíticos y de él se desprendieron unas capas corroídas.
Vaya porquería de mantenimiento
, pensó, en parte para tener la mente ocupada en algo.
Me pregunto si ésa fue la causa de que se estrellara.
Sentía la boca seca y el corazón oprimido a medida que se acercaba a la abertura para mirar al interior.
Dos
gubru
permanecían aún sentados en la cabina con el cinturón de seguridad puesto y sus cabezas de afilados picos colgando de unos delgados cuellos rotos.
Tragó saliva. Hizo un esfuerzo de voluntad para levantar un pie y apoyarlo con cuidado sobre la inclinada cubierta. Sus latidos casi se detuvieron cuando oyó crujir una de las placas y vio a un soldado de Garra que aún se movía. Pero el movimiento era debido al balanceo de la destrozada nave.
—Goodall —Sylvie gimió y se llevó la mano al corazón. Resultaba difícil concentrarse cuando todos sus instintos la instaban a marcharse de allí corriendo.
Tal como había hecho durante muchos días, Sylvie intentó imaginar qué haría Gailet Jones en circunstancias como aquéllas. Sabía que nunca sería una chima como Gailet; eso era imposible. Pero si se esforzaba…
—Armas —susurró para sí, al tiempo que obligaba a sus temblorosas manos a extraer las armas de los soldados de sus fundas. Los segundos parecían horas, pero pronto dos rifles sable se unieron a varias pistolas en una pila a la entrada de la escotilla. Sylvie estaba a punto de agacharse a recoger las armas cuando soltó un silbido y se golpeó la frente.
—¡Idiota! Athaclena necesita inteligencia mucho más que armas de juguete.
Volvió a la cabina de pilotaje y la escudriñó, preguntándose si sería capaz de reconocer algo importante si lo encontraba ante sí.
Vamos. Eres una ciudadana de Terragens con el bachillerato casi terminado. Y has pasado meses trabajando para los gubru.
Se concentró y reconoció los controles de vuelo y, por unos símbolos que obviamente representaban misiles, el tablero de mandos del armamento. Otra pantalla, iluminada aún por la cada vez más débil batería de la nave, mostraba un mapa en relieve del territorio, con múltiples señales e indicaciones escritas en galáctico-Tres.
¿Puede ser esto lo que utilizan para encontrar nuestro rastro?
Bajo la pantalla había un cuadrante con palabras que conocía de la lengua del enemigo: «Selector de frecuencias», decía la etiqueta.
En la esquina inferior izquierda de la pantalla se abrió un recuadro y aparecieron más letreros misteriosos, demasiado complicados para ella. Pero encima del texto había un complejo dibujo que cualquier adulto de una sociedad civilizada podría reconocer como un diagrama químico.
Sylvie no era especialista en química, pero tenía unos conocimientos básicos y algo de la molécula allí representada le parecía extrañamente familiar. Se concentró y trató de pronunciar el identificador, la palabra que aparecía bajo el diagrama. Recordó el alfabeto de gal-Tres.
—He… Hem… Hemog…
Recorrió con la punta de la lengua el perfil de sus labios y luego susurró una sola palabra.
—Hemoglobina.
—¡Guerra biológica! —el Suzerano de Rayo y Garra señaló al
kwackoo
que le había llevado las noticias mientras se desplazaba dando saltos por el puente de la nave de guerra donde mantenía la reunión—. Esta corrosión, esta descomposición, esta plaga en el blindaje y los aparatos ¿ha sido creada, diseñada?
—Sí —dijo el técnico después de hacerle una reverencia—. Hay diversos agentes: bacterias, priones, moldes. Apenas encontramos la composición tomamos de inmediato medidas para contrarrestarla. Llevará algún tiempo tratar todas las superficies afectadas con organismos que los combatan, pero a la larga tendremos éxito y lo reduciremos a una pequeña molestia.
A la larga
, pensó con amargura el almirante. ¿Cómo habían distribuido esos agentes?
El
kwackoo
sacó de su bolsillo un trozo de material membranoso parecido a la tela que terminaba en unos delgados flecos.
—Cuando empezaron a aparecer estas cosas traídas por el viento, consultamos los archivos de la Biblioteca e interrogamos a los nativos. Cada año, al principio del invierno, tiene lugar regularmente una molesta invasión de estos objetos a lo largo de esta costa del continente, por lo cual decidimos ignorarlos. Sin embargo, parece que los rebeldes de las montañas han encontrado un sistema para infectar estos transportes aéreos de esporas con ciertas entidades biológicas que destruyen nuestro material. Cuando nos dimos cuenta, la dispersión era ya casi total. Ha resultado ser una maquinación muy ingeniosa.
—¿Cuán grave, cuán severo, cuán catastrófico es el daño? —el jefe militar paseaba nervioso de arriba abajo.
—Una tercera parte de nuestros transportes de superficie está afectada —una nueva reverencia—. Y dos de las baterías de defensa del cosmódromo estarán fuera de servicio durante diez días planetarios.
—¡Diez días!
—Como muy bien sabe, no recibimos recambios de nuestro planeta natal.
El almirante no necesitaba que se lo recordasen. Casi todas las rutas hacia Gimelhai estaban obstruidas por las armadas alienígenas que pacientemente quitaban las minas colocadas alrededor del sistema de Garth.
Y por si esto no fuera suficiente, los otros dos Suzeranos estaban ahora unidos en su contra. Si la facción del almirante decidía combatir, ellos no podrían hacer nada para impedirlo. No obstante, podían privarlo de todo apoyo religioso y burocrático. Y ya podían apreciarse los efectos de tal medida.
La tensión se fue acumulando hasta que un dolor fuerte y vibrante pareció latir dentro de la cabeza del Suzerano.
—¡Me las pagarán! —chilló—. ¡Malditas sean las limitaciones de los sacerdotes y los contadores de monedas!
El Suzerano de Rayo y Garra recordó con afectuosa nostalgia las grandes flotas que él había conducido hasta el sistema. Pero hacía tiempo que los Maestros de la Percha reclamaron aquellas naves para que atendieran otras necesidades desesperadas, y seguramente muchas de ellas debían de haberse convertido ya en ruinas humeantes, en las lejanas contiendas galácticas.
A fin de evitar tales pensamientos, el almirante reflexionó sobre el cerco que habían tendido alrededor de las debilitadas plazas fuertes de los insurgentes en las montañas. Al menos, aquella preocupación pronto se habría acabado para siempre.
Y bueno que el Instituto de Elevación intentase mantener la neutralidad del Montículo Ceremonial en medio de un planeta lanzado a una batalla espacial. Bajo tales circunstancias, era bien sabido que los misiles podían caer en lugares equivocados, tanto en ciudades de civiles como en territorios neutrales.
¡Qué horror! Sentirían conmiseración, por supuesto. ¡Una pena! Pero aquéllos eran gajes de la guerra.
Ya no tenía que mantener en secreto los anhelos de su corazón, ni precisaba contener sus sentimientos tan profundamente guardados. No importaba si los detectores alienígenas captaban sus emanaciones psíquicas porque seguramente ya sabrían dónde encontrarlo cuando llegase la ocasión.
Al amanecer, mientras las nubes situadas al este que cubrían al sol, teñían de gris el cielo, Uthacalthing paseó por las terrazas de la colina cubiertas de rocío y extendió todos los sentidos que poseía.
El milagro de hacía unos días había hecho estallar la crisálida de su alma. Cuando ya creía que el invierno reinaría para siempre habían surgido nuevos vástagos. Tanto los humanos como los
tymbrimi
consideraban que el amor era el poder supremo. Pero había también algo más que decir, en nombre de la ironía.
Estoy vivo y capto el mundo como algo hermoso.
Empleó toda su habilidad en formar un glifo que flotaba, delicado y ligero, sobre sus ondulantes zarcillos.
Había sido conducido a aquel lugar, tan cerca de donde habían empezado todos sus planes, para presenciar cómo sus bromas se habían vuelto hacia él y le daban todo lo que había deseado, pero de un modo tan sorprendente…
El amanecer le otorgó color al mundo. Era un paisaje invernal de huertas sin frutos en la tierra y barcos calafateados en el mar. Las aguas de la bahía se vestían con líneas de espuma desflecadas por el viento. Y sin embargo, el sol templaba el ambiente.
Pensó en el universo, tan peculiar, a menudo extraño y tan lleno de peligro y tragedia.
Pero también de sorpresa.
Sorpresa… esa bendición que nos dice que esto es real.
Extendió los brazos para abarcarlo todo.
Incluso el más imaginativo de nosotros no podría haber creado todo esto en el interior de su mente.
No dejó el glifo en libertad. Éste flotaba como por voluntad propia, inalterado por los vientos matinales, esperando la ocasión de sorprenderse.
Más tarde asistió a una larga reunión con la Gran Examinadora, Kault y Cordwainer Appelbe. Todos deseaban su consejo e intentó no decepcionarlos.
Hacia el mediodía, Robert Oneagle lo llevó aparte y volvió a proponerle su plan de fuga. El joven humano estaba harto de su confinamiento en el Montículo Ceremonial y quería ir con Fiben a actuar contra los
gubru
. Todos tenían noticias de la lucha en las montañas, y Robert quería ayudar a Athaclena como fuese.
—Pero si piensas que puedes hacerlo es que te subestimas, hijo mío —Uthacalthing sentía simpatía hacia él.
—¿Qué quiere decir? —Robert parpadeó.
—Quiero decir que los mandos militares
gubru
ahora ya están enterados de lo peligrosos que sois Fiben y tú. Y quizá, con algún pequeño esfuerzo por mi parte, también me incluyan en la lista. ¿Por qué crees que siguen manteniendo esas patrullas cuando es seguro que tienen otras necesidades acuciantes?
Señaló la nave que cruzaba el cielo tras el perímetro del territorio del Instituto. No había duda de que incluso las tuberías de líquido refrigerador que iban hasta las plantas de energía eran vigiladas con sondas de una tremenda complejidad. Robert había sugerido utilizar planeadores hechos a mano, pero a buen seguro el enemigo ya estaba enterado de ese truco lobezno. Habían recibido costosas lecciones.
—Es de este modo como ayudamos a Athaclena —dijo Uthacalthing—. Haciendo un gesto de burla al enemigo, sonriendo como si se nos hubiera ocurrido algo especial que ellos no saben. Asustando a unas criaturas que se encuentran con lo que merecen por carecer de sentido del humor.
Robert no hizo ningún signo externo para indicar que había comprendido. Pero, para deleite de Uthacalthing, el joven formó una simple versión del glifo
kiniwidlun
. Se echó a reír. Era evidente que Robert lo había aprendido de Athaclena.