—Piensa en eso —le dijo.
En seguida, Uthacalthing se enfrascó en una conversación con el bibliotecario en jefe
kanten
. Como no podía seguir su galáctico rápido y lleno de inflexiones, Robert se dedicó a pasear por la nueva Biblioteca para hacerse una idea de sus dimensiones y observar a los usuarios habituales.
A excepción de unos pocos miembros del equipo de la Gran Examinadora, todos los ocupantes eran pajaroides. Los
gubru
presentes estaban separados por un abismo que él podía captar tanto como ver. Casi las dos terceras partes de ellos estaban agrupados en el lado izquierdo. Piaban y lanzaban miradas de desaprobación hacia el otro grupo, más pequeño, formado casi enteramente por soldados. Los militares no emitían vibraciones de felicidad. Por el contrario, las ocultaban, pavoneándose de sus misiones con cierta crispación y devolviendo con desdeñosa arrogancia las miradas de desaprobación de sus congéneres.
Robert no hizo ningún esfuerzo para evitar que lo vieran. La expectación que despertaba resultaba agradable. Era obvio que sabían quién era. Si al pasar junto a ellos interrumpía su trabajo, tanto mejor.
Al acercarse a un grupo de
gubru
, cuyos cordones denotaban su pertenencia a la casta de la Idoneidad, se inclinó en un ángulo que esperaba fuese el correcto y sonrió mientras todos los cotorreantes pájaros se veían obligados a ponerse de pie y devolverle la reverencia.
Finalmente, Robert llegó a una estación de datos estructurada de un modo que podía comprender. Era evidente que el enemigo había establecido un servicio de seguridad para evitar a los no autorizados el acceso a la información relativa al espacio cercano o a la presumible convergencia de las flotas de guerra
thenanias
. Sin embargo, Robert siguió intentándolo. El tiempo pasaba y él seguía explorando la red de datos y descubriendo dónde habían colocado los bloqueos los invasores.
Tan intensa era su concentración que tardó un rato en darse cuenta de que algo había cambiado en la Biblioteca. Los amortiguadores automáticos de sonido habían impedido que el creciente bullicio interrumpiese su concentración, pero al levantar finalmente los ojos vio que los
gubru
estaban alborotados. Agitaban sus brazos llenos de plumas y se arracimaban ante las pantallas holo. La mayoría de los soldados había desaparecido.
¿Qué demonios les ha pasado?
, se preguntó.
Supuso que a los
gubru
no les gustaría que se acercase y mirase sobre sus hombros. Se sintió frustrado.
Cualquier cosa que estuviera ocurriendo, perturbaba claramente a los
gubru
.
Eh
, pensó Robert.
Tal vez me pueda enterar por los noticiarios locales.
Al momento, usó su pantalla para conectar con uno de los canales públicos de vídeo. Hasta hacía muy poco, la censura había sido muy estricta, pero en los últimos días habían llamado a servicio a los soldados y los medios de comunicación habían quedado bajo el control de la casta de Costes y Prevención. Esos sombríos y apáticos burócratas apenas imponían disciplina.
La pantalla parpadeó con luz oscilante y luego se aclaró para mostrar a un excitado reportero chimp.
—…
y así pues parece que, según las últimas noticias, la ofensiva por sorpresa desde el Mulun todavía no se ha enfrentado con las fuerzas de ocupación. Los gubru parecen incapaces de ponerse de acuerdo con respecto a cómo responder al manifiesto de las fuerzas que se aproximan…
Robert se preguntó si los
thenanios
habrían hecho públicas ya sus intenciones. Eso no se esperaba que ocurriese por lo menos en un par de días. De pronto una palabra captó su atención.
¿El Mulun?
—
… Vamos a repetir ahora el comunicado emitido hace sólo cinco minutos por el comité de jefes del ejército que se dirige hacia Puerto Helenia.
La imagen cambió en la holo-pantalla. El presentador chimp fue sustituido por tres figuras ante un fondo de jungla. Robert parpadeó. Conocía esas tres caras, a dos de ellas íntimamente. Una pertenecía a un chimp llamado Benjamín, las otras dos a las mujeres a quienes amaba.
—…
y de este modo desafiamos a nuestros opresores. En combate nos hemos comportado bien, según las normas del Instituto Galáctico para la Guerra Civilizada. No puede decirse lo mismo de nuestros enemigos. Han utilizado medios criminales y han permitido que resultasen dañadas especies nativas no combatientes de este frágil mundo.
»
Y lo que es aún peor, han hecho trampas.
Robert estaba boquiabierto. La cámara giró para enfocar pelotones de chimps que levaban un heterogéneo surtido de armas y que avanzaban por la jungla hasta un claro. Lydia McCue, su amante humana, era quien hablaba para las cámaras. Pero junto a ella estaba Athaclena y, por el brillo en los ojos de su esposa alienígena, comprendió quién había escrito las palabras.
Y supo, sin lugar a dudas, de quién procedía la idea de todo aquello.
—
Exigimos por lo tanto que envíen a sus mejores soldados, armados como nosotros lo estamos, para enfrentarse con nuestros campeones al aire libre, en el Valle del Sind…
—Uthacalthing —dijo con voz ronca, y luego otra vez, más fuerte—. ¡Uthacalthing!
Los supresores de ruidos se habían perfeccionado a lo largo de cien millones de generaciones de bibliotecarios. Pero en todo ese tiempo habían existido muy pocas razas lobeznas. Durante un breve instante, la vasta cámara resonó con sus gritos antes de que los amortiguadores acallaran las vibraciones e impusieran el silencio.
Sin embargo, no podían hacer nada respecto a las carreras por los vestíbulos.
—¡Ratas recombinadas! —gritó Fiben al oír el principio de la declaración. Estaban ante una holo-pantalla portátil en las laderas del Montículo Ceremonial.
—Cállate, Fiben —Gailet se llevó el índice a la boca pidiendo silencio—. Déjame oír el resto.
Pero el significado del mensaje había quedado claro desde las primeras frases. Columnas de irregulares, con improvisados uniformes de confección casera, avanzaban con firmeza por unos campos invernales sin cultivar. Dos escuadras de caballería caminaban junto a los flancos del harapiento ejército, como salidos de una película del preContacto. Los chimps sonreían nerviosos y blandían sus armas capturadas al enemigo o fabricadas artesanalmente en la montaña. Pero en su actitud resuelta no había error posible.
Mientras las cámaras cambiaban de imagen, Fiben hizo una cuenta rápida.
—Están todos —dijo pasmado—. Quiero decir, teniendo en cuenta los últimos sucesos, están todos los que tienen alguna preparación o son buenos en la lucha. Es apostar a todo o nada —sacudió la cabeza—. Me comería mi carnet azul si supiera lo que quiere conseguir la general.
—Vaya carnet azul —resopló Gailet mirándolo de soslayo—. Ella sabe exactamente lo que está haciendo.
—Pero los rebeldes de la ciudad fueron masacrados en el Sind.
—Eso ocurrió antes —replicó Gailet—. No sabíamos cuál sería el resultado. Aún no habíamos alcanzado respeto ni estatus. Y además, no hubo testigos.
—Pero las fuerzas de las montañas han conseguido victorias. Han sido reconocidas. Y ahora las Cinco Galaxias lo están presenciando.
—Athaclena sabe lo que hace —Gailet frunció el ceño—. Lo que yo no imaginaba es que la situación fuese tan desesperada.
Permanecieron unos instantes callados contemplando cómo los chimps avanzaban a través de las huertas y los campos desolados por el invierno. Entonces Fiben soltó otra exclamación.
—¿Qué pasa? —le preguntó Gailet.
Miró hacia el rincón de la pantalla que él señalaba y esta vez le tocó el turno a ella de sorprenderse.
Allí, con un rifle en las manos y marchando junto a otros chimps, había alguien que ambos conocían. Sylvie no parecía sentirse incómoda con el arma. Al contrario, parecía casi un islote de calma zen en medio del mar de nerviosismo de los otros neochimpancés.
¿Quién se lo hubiera imaginado?
, pensó Gailet.
¿Quién hubiera pensado eso de ella?
Juntos siguieron atentos a la pantalla. Poco más podían hacer.
—Esto debe tratarse con delicadeza, cuidado, rectitud —proclamó el Suzerano de la Idoneidad—. Si es necesario, debemos reunimos con ellos de uno en uno.
—Pero ¿y los gastos? —se lamentó el Suzerano de Costes y Prevención—. ¡Las pérdidas que tendremos que afrontar!
Con suavidad, el sumo sacerdote se inclinó desde la percha y canturreó a su joven colega.
—Consenso, consenso… Comparte conmigo una visión de armonía y sabiduría. Nuestro clan ha perdido mucho aquí y corremos el terrible riesgo de perder mucho más. Pero no hemos perdido la única cosa que nos ayudará en la noche, en la oscuridad: nuestra nobleza. Nuestro honor.
Ambos empezaron a danzar y surgió una melodía, con un único sonido.
—
Zoooon…
¡Si al menos el tercer brazo fuerte estuviera allí! La coalescencia parecía tan próxima. Habían enviado un mensaje al Suzerano de Rayo y Garra, instándolo a regresar, a reunirse con ellos, a ser, por fin, uno con ellos.
¿Cómo?
, se preguntó el que ya era ella.
¿Cómo puede resistirse a saber, a concluir, a darse cuenta de que su destino es convertirse en mi macho? ¿Cómo puede ser tan obstinado?
¡Podríamos aún ser tan felices los tres!
Pero llegó un mensajero con unas noticias que los llenaron de desespero. La nave de guerra de la bahía había despegado y se dirigía tierra adentro con sus escoltas. El Suzerano de Rayo y Garra había decidido actuar.
Ningún consenso lo frenaría.
El Sumo Sacerdote lloró.
Podríamos haber sido tan felices…
—Bueno, ésta puede ser nuestra respuesta —comentó Lydia con resignación.
Athaclena alzó la vista de la difícil y desacostumbrada tarea de controlar un caballo. La mayor parte del tiempo se limitaba a dejar que el animal siguiera a los otros. Por fortuna, era una criatura muy apacible y respondía muy bien a los cantos de su corona.
Escudriñó en la dirección que señalaba Lydia McCue, donde dispersas nubes y neblinas oscurecían parcialmente el horizonte occidental. Muchos de los chimps señalaban también en esa dirección. Entonces Athaclena vio el fulgor de una aeronave. Y captó las fuerzas que se aproximaban. Confusión… determinación… fanatismo… pena… aversión… un cúmulo de sentimientos de cariz alienígena la bombardeaba desde las alturas.
Pero, por encima de todo, había una cosa clara: los
gubru
se acercaban con una vasta y potente escuadra.
—Creo que tienes razón, Lydia —le dijo Athaclena a su amiga. Los puntos distantes empezaban a tomar forma—. Me parece que ahí tenemos nuestra respuesta.
—¿Debo ordenar dispersión? —la terrestre tragó saliva—. Tal vez algunos de nosotros consigamos escapar —su voz estaba llena de dudas.
Athaclena hizo un gesto de negación y formó un glifo de tristeza.
—No. Tenemos que terminar lo que hemos empezado. Ordena que se reúnan todas las unidades. Que la caballería lleve a todo el mundo a aquella cima de allí.
—¿Hay alguna razón que explique por qué tenemos que ponerles las cosas tan fáciles?
Sobre la cabeza de Athaclena el glifo se negaba a transformarse en uno de desesperación.
—Sí —respondió—. Hay una razón, la mejor del mundo.
El coronel de los soldados de Garra contemplaba el harapiento ejército de rebeldes en una holo-pantalla y escuchaba los gritos de alegría que profería su superior.
—¡Arderán, se convertirán en humo, se transformarán en cenizas bajo nuestro fuego!
El coronel se sentía apenado. Aquél era un lenguaje violento, que carecía de la adecuada consideración de las consecuencias. El coronel sabía en lo profundo de su ser que hasta los planes militares más brillantes podían verse a la larga reducidos a nada si no se tomaban en cuenta asuntos tales como el coste, la prevención y la idoneidad. El equilibrio era la esencia del contexto, la base de la supervivencia.
¡Y además, el reto de los terrestres había sido honorable! Podía ser ignorado. O incluso se podía responder a él con un número de fuerzas razonablemente superior. Pero lo que planeaba el líder de los militares era desagradable y sus métodos exagerados.
El coronel advirtió que había empezado a pensar en el Suzerano de Rayo y Garra como en «él». El Suzerano de Rayo y Garra había sido un brillante líder que había inspirado a sus seguidores, pero en aquellos momentos, como príncipe, parecía ciego ante la verdad.
Pensar en su superior en aquellos términos críticos le producía dolor físico. El conflicto era profundo y visceral.
Las puertas del ascensor principal se abrieron y un trío de mensajeros de plumas blancas: un sacerdote, un burócrata y uno de los oficiales que habían desertado yéndose con los otros Suzeranos, caminaron a grandes zancadas hacia el almirante y le ofrecieron una caja con lujosas incrustaciones de machara. El Suzerano de Rayo y Garra ordenó, temblando, que la abrieran.
Dentro había una única y elegante pluma, coloreada de rojo iridiscente en toda su longitud, excepto en la punta.
—¡Mentiras! ¡Engaños! ¡Un clarísimo fraude! —gritó el almirante y golpeó la caja haciéndola caer, junto con su contenido, de las manos de los asombrados mensajeros.
El coronel observó cómo volaba la pluma en remolinos, debido a los distribuidores de aire, hasta que por fin se posaba en la tarima. Parecía un sacrilegio dejarla allí tirada, pero el coronel no se atrevía a moverse y recogerla.
¿Cómo podía su jefe ignorar aquello? ¿Cómo podía negarse a aceptar las ricas tonalidades azules que empezaban a extenderse desde las raíces de sus plumas?
—El sentido de la Muda puede invertirse de nuevo —gritó el Suzerano de Rayo y Garra—. Puede ocurrir si obtenemos la victoria con las armas.
Sólo que lo que él proponía no iba a ser una victoria, sería una masacre.
—Los terrestres se están reuniendo, congregando, juntando en lo alto de una colina aislada —informó uno de los ayudantes—. Se nos muestran, presentan, ofrecen como un único y sencillo objetivo.