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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (95 page)

—Sí, querido y extraño hijo adoptivo. Tenemos que hacer que los
gubru
sean dolorosamente conscientes de que los chicos harán lo que hacen los chicos.

Más tarde, empero, hacia la puesta de sol, Uthacalthing se puso súbitamente de pie en su oscura tienda y salió fuera. Miró otra vez hacia el este mientras sus zarcillos ondulaban y buscaban.

En algún lugar, a lo lejos, sabía que su hija estaba pensando intensamente. Quizás había ocurrido algo, o había recibido noticias, y se concentraba como si su vida dependiera de ello.

Luego, el breve momento de unión se rompió. Uthacalthing se volvió pero no regresó a su refugio. En cambio, se dirigió un poco hacia el norte y apartó la cortina de entrada de la tienda de Robert. El humano alzó la vista de su lectura con una expresión en su rostro que, a la luz de la pantalla del ordenador, parecía algo salvaje.

—Creo que en realidad hay una forma de salir de esta montaña —le dijo al humano—. Al menos durante un rato.

—Siga —le pidió Robert.

—¿No te dije —Uthacalthing sonrió—, o fue a tu madre, que todas las cosas tienen su principio y su fin en la Biblioteca?

Capítulo
99
GALÁCTICOS

Las cosas se habían puesto muy mal. El consenso se había roto por completo y el Suzerano de la Idoneidad no sabía cómo pegar los pedazos.

El Suzerano de Costes y Prevención estaba prácticamente replegado en sí mismo. La burocracia funcionaba por inercia, sin ningún tipo de guía.

Y el tercero, el estandarte de la fuerza y la virilidad, el Suzerano de Rayo y Garra, no respondía a los llamamientos que le hacían para un cónclave. Parecía, de hecho, decidido a iniciar una carrera que no sólo le conduciría a su propia destrucción sino también a la posible devastación de un mundo tan frágil como aquél. Si eso llegaba a ocurrir, el golpe al ya tambaleante honor de aquella expedición, a aquella rama del clan
gooksyu-gubru,
sería mucho más de lo que se podía soportar.

Y, sin embargo, ¿qué podía hacer el Suzerano de la Idoneidad? Los Maestros de la Percha, distraídos con problemas más cercanos a su planeta natal, no ofrecían ningún consejo útil. Habían esperado que la expedición del Triunvirato trajese consigo la fusión, la Muda y un consenso de sabiduría. Pero la Muda había ido mal, terriblemente mal. Y no había sabiduría para ofrecerles.

El Suzerano de la Idoneidad sentía una tristeza, una impotencia, que sobrepasaban a la de un navegante cuyo barco va a chocar contra los escollos: eran las de un sacerdote predestinado a supervisar un sacrilegio.

La pérdida era intensa y personal, y muy antigua en el corazón de la raza. Ciertamente, las plumas que surgían bajo su plumaje blanco eran ya rojas. Pero había cierto apelativo para las reinas
gubru
que alcanzaban su feminidad sin el gozoso consentimiento y ayuda de los otros dos, con quienes debía compartir el placer, el honor y la gloria.

Su mayor ambición se había hecho realidad pero la perspectiva era solitaria y amarga.

El Suzerano de la Idoneidad escondió el pico bajo el brazo y, tal como hacían sus congéneres, lloró.

Capítulo
100
ATHACLENA

«Plantas vampiro». Así las había llamado Lydia McCue. Estaba de guardia en compañía de dos de sus soldados de Terragens, con la piel reluciente bajo las capas de pintura de camuflaje. Supuestamente, la sustancia los protegería de la detección por infrarrojos y, era de esperar, del nuevo detector de resonancia del enemigo.

¿Plantas vampiro?
pensó Athaclena.
Desde luego, es una buena metáfora.

Vertió casi un litro de un brillante y rojo fluido en las oscuras aguas de una charca de la jungla, donde se congregaban cientos de pequeñas enredaderas en uno de los frecuentes centros de intercambio de microelementos.

En todas partes, lejos de allí, otros grupos celebraban rituales similares en pequeños claros de la jungla.

Athaclena recordaba los cuentos infantiles de los lobeznos, cuentos de ritos mágicos en bosques encantados y sortilegios místicos. Si volvía a ver a su padre, tendría que acordarse de referirle la analogía.

—Desde luego —le dijo a la teniente McCue—. Mis chimps se han quedado completamente secos después de donar toda la sangre que necesitamos para nuestros propósitos. Seguramente hay maneras más sutiles de hacerlo, pero ya no tenemos tiempo.

Lydia respondió con un gruñido y un gesto de asentimiento. La terrestre estaba aún en conflicto consigo misma. Lógicamente, admitía que si el mayor Prathachulthorn hubiese continuado al mando unas semanas más, los resultados habrían sido catastróficos. Los acontecimientos subsiguientes habían demostrado que Athaclena y Robert tenían razón.

Pero la teniente McCue no podía olvidar fácilmente su juramento. Hacía poco que las dos mujeres habían empezado a hacerse amigas, hablando durante horas y compartiendo sus diferentes anhelos por Robert Oneagle.

Pero ahora que al fin se había sabido la verdad sobre el secuestro y el motín contra el mayor Prathachulthorn, se había abierto un abismo entre ellas.

El líquido rojo formaba remolinos entre las diminutas raicillas. Era evidente que las semimóviles enredaderas estaban ya reaccionando y absorbiendo las nuevas sustancias.

No había tiempo para sutilezas. Sólo una burda expresión de la idea que irrumpió en su mente al oír el informe de Sylvie.
Hemoglobina. Los gubru tienen detectores que pueden captar la resonancia contra el principal componente de la sangre terrestre. Con tal sensibilidad, los aparatos deben de ser terriblemente caros.

Había que encontrar una forma de contrarrestar la nueva arma o el único ser sapiente que quedaría con vida en las montañas sería ella. Una de las soluciones posibles era muy drástica y todo un símbolo de lo que una nación podía exigir a sus miembros. Su unidad de guerrillas estaba ahora a punto de desplomarse, tan agotada por sus demandas de sangre que algunos de los chimps habían cambiado el nombre que le aplicaban. En lugar de llamarla «general» habían empezado a referirse a Athaclena llamándola «condesa»
[6]
, y luego reían enseñando los colmillos.

Por suerte, quedaban aún muchos técnicos chimp, muchos de los que habían ayudado a Robert a trazar el plan de la plaga de microbios contra el material del enemigo, que podían ayudarle en su chapucero experimento.

Añadir moléculas de hemoglobina a los microelementos que necesitan ciertas enredaderas. Esperar que la nueva combinación siga satisfaciéndolas y rezar para que las enredaderas la transfieran lo más rápidamente posible.

Llegó un mensajero chimp y le susurró algo a la teniente McCue. Ésta a su vez se volvió hacia Athaclena y le dijo:

—El mayor está casi a punto —comentó la humana de piel oscura, e indiferentemente añadió—: Y nuestras patrullas dicen haber detectado naves aéreas que se dirigen hacia aquí.

Athaclena asintió.

—Ya hemos terminado con esto. Marchémonos. En las próximas horas conoceremos los resultados.

Capítulo
101
GALÁCTICOS

—¡Allí! Percibimos una concentración, reunión, acumulación de imprudentes enemigos. Los lobeznos huyen en una dirección previsible. ¡Y ahora podemos golpearlos, atacarlos, abatirlos!

Sus detectores especiales habían peinado los senderos que recorrían la jungla. El Suzerano de Rayo y Garra formuló una orden y una brigada compuesta por la élite de los soldados
gubru
se apostó sobre el pequeño valle donde su presa estaba atrapada, controlada.

—¡Cautivos, rehenes, nuevos prisioneros a quien interrogar… eso es lo que quiero!

Capítulo
102
EL MAYOR PRATHACHULTHORN

El cebo era invisible. Su presencia sólo estaba indicada por un leve flujo, apenas detectable, de complejas moléculas que se desplazaba a través de la intrincada red de vegetación de la jungla. En realidad, el mayor Prathachulthorn no tenía forma de saber con certeza qué había allí. Se sentía aturdido tendiendo una emboscada y preparando su ataque en la ladera contra el valle solitario, plagado de pequeñas charcas, que veía desde allí.

Y sin embargo, en la situación había algo simétrico, casi poético. Si el truco por ventura funcionaba, aquella mañana experimentaría la alegría de la batalla.

Y si no funcionaba, intentaría tener la satisfacción de estrangular cierto cuello alienígena muy delgado, a pesar de las consecuencias que aquello pudiera tener para su carrera y para su vida.

—¡Feng! —le gritó a uno de sus soldados—. ¡No se rasque!

El cabo se examinó rápidamente para asegurarse de que no había saltado nada de la pintura de camuflaje que le daba a su piel aquel tono verde enfermizo. Habían mezclado la nueva sustancia a toda prisa, con la esperanza de que bloquease la resonancia de la hemoglobina que permitía al enemigo localizar a los terrestres bajo la bóveda de la jungla. Pero, desde luego, podía haberse equivocado por completo. Prathachulthorn sólo tenía la palabra de los chimp y de esa maldita
tym

—¡Mayor! —susurró alguien. Era un soldado de caballería chimp que no parecía muy cómodo con el tinte verde de su pelo. Hizo una seña desde lo alto de un árbol. Prathachulthorn se dio por enterado e hizo a su vez una seña con la mano.

Bien
, pensó,
tengo que admitir que algunos de estos chimps locales se están convirtiendo en unos irregulares estupendos.

Una serie de explosiones sónicas sacudieron el follaje de los árboles, seguidas por el chirrido de unas naves aéreas que se acercaban. Pasaron sobre el pequeño valle a la altura de las copas de los árboles, siguiendo el montañoso terreno con la precisión de un piloto automático. Justo en el momento adecuado, los soldados de Garra saltaron de los grandes transportadores de tropas para dirigirse a un determinado bosquecillo de la jungla.

Los árboles de allí eran únicos en un aspecto, en su anhelo por un determinado microelemento que llegaba hasta ellos a través de las enredaderas de largo recorrido. Pero esta vez las enredaderas habían transportado algo más, algo salido de las venas de los terrestres.

—Esperad —susurró Prathachulthorn—. Esperad a que lleguen los grandes.

En seguida todos sintieron los efectos de los gravíticos que se acercaban, esta vez a una escala mayor. Sobre el horizonte apareció una nave de guerra
gubru
que se desplazaba con serenidad a unos cientos de metros del suelo. Aquel era un objetivo por el que merecía la pena sacrificar lo que fuese. Hasta entonces, el problema había sido saber cuándo aparecería algo así. Los misiles giratorios eran un arma estupenda pero muy poco manejable. Había que instalarla de antemano, y la sorpresa era esencial.

—Esperad —murmuró mientras la gran nave se acercaba más—. No los asustéis.

Abajo, los soldados de Garra piaban ya de consternación al descubrir que no había ningún enemigo esperándolos, ni siquiera chimps civiles a quienes apresar e interrogar. En cualquier momento, los soldados podían adivinar la verdad.

—Esperad un minuto más hasta que… —los instó el mayor Prathachulthorn.

Pero uno de los artilleros chimp debió de perder la paciencia. De pronto, unos rayos surgieron hacia el cielo desde el lado opuesto del valle. Un instante después convergieron tres rayos más. Prathachulthorn se agachó cubriéndose la cabeza.

El brillo parecía penetrar desde atrás, a través de su cráneo. Unas oleadas de
deja vu
se alternaban con oleadas de náusea, y por un momento sintió como si una anómala corriente de gravedad intentara levantarlo del suelo de la jungla. Entonces la onda golpeó.

Fue antes de que alguien pudiera mirar de nuevo hacia arriba. Cuando lo hicieron, se vieron obligados a parpadear entre las nubes de polvo y arenilla a la deriva que rodeaba los árboles abatidos y las diseminadas enredaderas. Una zona aplanada y chamuscada mostraba el lugar donde, momentos antes, se había posado la nave de guerra
gubru
. Una lluvia de fragmentos rojos seguía cayendo, incendiando el lugar donde se posaban.

Prathachulthorn sonrió. Hizo ondear una bengala en el aire: la señal de avance.

Algunas de las naves enemigas que estaban en tierra se habían hecho pedazos a causa de la ola de sobrepresión. Sin embargo, tres de ellas se elevaron y se dirigieron hacia el lugar de donde habían partido los misiles, clamando venganza. Pero sus pilotos no sabían que ahora se estaban enfrentando con la infantería de marina de Terragens. Era sorprendente lo que podían conseguir tres rifles sable capturados al enemigo, en manos avezadas. Pronto, otros tres puntos de la superficie del valle empezaron a ser pasto de las llamas.

Más abajo, unos chimps de rostro ceñudo seguían avanzando, y el combate pronto se convirtió en algo más personal, en una sangrienta lucha con lásers y rifles, arcos y ballestas.

Cuando llegaron al cuerpo a cuerpo, Prathachulthorn comprendió que habían vencido.

No puedo dejar toda esta labor de cerco a los locales
, pensó. Por tanto, se unió a la persecución a través del bosque, mientras la retaguardia
gubru
intentaba furiosamente cubrir la retirada de los supervivientes. Y, hasta el fin de sus días, los chimps que lo vieron hablarían de ello: una figura de color verde pálido con taparrabos y barba, que se desplazaba por entre los árboles enfrentándose a los soldados de Garra completamente armados, tan sólo con un cuchillo y un garrote. Parecía imposible de detener y, en efecto, ningún ser vivo pudo hacerlo.

Fue una sonda de batalla averiada, que volvió a funcionar parcialmente gracias a su circuito de autorreparación. Tal vez hizo una conexión lógica entre la caída final de las fuerzas
gubru
y aquella temible criatura que parecía disfrutar tanto con la batalla. O tal vez no fue más que el posterior estallido provocado por un reflejo mecánico y eléctrico.

Logró lo que deseaba. Con una amarga sonrisa, con las manos alrededor de una garganta cubierta de plumas, estranguló a uno más de aquellos odiosos seres a quienes él negaba el derecho a estar en el mundo.

Capítulo
103
ATHACLENA

Bien
, pensó cuando un excitado mensajero chimp le comunicó con voz entrecortada las jubilosas noticias de una victoria total. Aquél era sin duda el mayor golpe de los rebeldes.

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