Athaclena no pudo evitar sonreír de nuevo, no sólo con un sutil gesto de la boca sino con un auténtico y completo ensanchamiento de la separación entre sus ojos.
—Eso ya me lo imaginaba, Robert.
Los rasgos del humano se enrojecieron todavía más. Se miraba las manos y permanecía en silencio.
Athaclena sintió un aguijonazo en su interior y captó el sensoglifo
kiniwullun
… el chico al que han pillado haciendo lo que inevitablemente hacen los chicos. Ahí sentado, con su aura de avergonzada sinceridad, parecía ocultar sus rasgos alienígenas de ojos fijos y nariz grande y se volvía más familiar para ella de lo que ninguno de sus compañeros de clase lo había sido.
Finalmente Athaclena salió del polvoriento rincón en el que se había metido para defenderse.
—Muy bien, Robert —suspiró—. Voy a permitirte que me expliques por qué estabas tan «fuertemente motivado» para llevar a cabo ese ritual amoroso con un miembro de otra especie, o sea, conmigo. Supongo que es porque hemos firmado un contrato que nos convierte en esposos. ¿Crees que debes consumarlo en nombre del honor para satisfacer así la tradición humana?
—No —se encogió de hombros y desvió la mirada—. No puedo utilizar eso como excusa. Ya sé que los matrimonios entre individuos de distintas especies tienen fines prácticos. Creo que, bueno, que ha sido porque tú eres bonita e inteligente y yo me siento solo y… creo que estoy un poco enamorado de ti.
El corazón de la muchacha se aceleró y esta vez no a causa de los procesos
gheer
. Sus zarcillos se alzaron por voluntad propia pero no formaron ningún glifo. En cambio, ella advirtió que se extendían hacia él, siguiendo unas líneas sutiles y fuertes, como los campos de una antena de onda media.
—Creo… creo que te comprendo, Robert. Quiero que sepas que yo… —resultaba difícil encontrar las palabras adecuadas. Ni siquiera estaba segura de lo que pensaba en aquellos momentos. Sacudió la cabeza—. ¿Robert? ¿Me harías un favor?
—El que quieras, Clennie, cualquier cosa que me pidas —sus ojos estaban abiertos como platos.
—Bueno, pues con cuidado de no perder el control, tal vez podrías continuar explicándome y demostrándome lo que hacías cuando me tocaste de esa forma… los diversos aspectos físicos implicados. Sólo por esta vez, pero con cuidado ¿de acuerdo?
Al día siguiente regresaron a las cuevas andando lentamente.
Robert y ella paseaban con calma y se detenían para contemplar cómo los rayos de sol penetraban en los claros o se paraban junto a las pequeñas charcas de agua coloreada, preguntándose en voz alta qué microelementos acumulaban aquí o allá las abundantes enredaderas de transferencia, pero en realidad la respuesta no les importaba. A veces se limitaban a cogerse de las manos mientras escuchaban los apacibles sonidos de la vida selvática del planeta Garth.
De vez en cuando se sentaban y experimentaban, suavemente, con las sensaciones que les producían las caricias.
Athaclena se sorprendió cuando descubrió que tenía en su sitio casi todos los caminos nerviosos necesarios.
No requería una profunda autosugestión, sino sólo un ligero cambio de algunos capilares y receptores de presión, para conseguir que el experimento fuese factible. Al parecer, los
tymbrimi
se habían dedicado antiguamente a ese rito amoroso de los besos. Al menos, tenían capacidad para ello.
Cuando volviera a adoptar su antigua forma, podría conservar algunas de esas adaptaciones en los labios, la nuca y las orejas. Mientras caminaban, la brisa les hacía sentirse a gusto; era como un empatoglifo muy agradable que le hacía cosquillas en los extremos de la corona. Y los besos, ese cálido placer, le provocaban intensas aunque primitivas sensaciones.
Todo aquello, por supuesto, no hubiera sido posible si los humanos y los
tymbrimi
no fuesen ya muy similares. Entre gentes inexpertas de ambas razas habían circulado unas estúpidas teorías que intentaban explicar la coincidencia, como por ejemplo, la de que seguramente tenían un ancestro común.
Aquella idea era ridícula, desde luego. Con todo, ella sabía que su caso no era el primero. Durante varios siglos, las estrechas asociaciones habían dado lugar a unos cuantos galanteos entre miembros de las dos especies, algunos de ellos abiertamente confesados. No era la primera en realizar aquellos descubrimientos.
Pero no había sido consciente de ello y, al hacerse mayor, había considerado que aquellos eran cuentos desagradables. Athaclena se dio cuenta de que sus amigos de Tymbrimi debieron creer que era una mojigata. Y allí estaba ahora, comportándose de un modo que hubiera rechazado la mayoría de ellos.
No estaba segura todavía de que al volver a casa, si alguna vez lo conseguía, le fuera a gustar que la gente creyera que su matrimonio con Robert era algo más que una conveniencia. Seguramente, Uthacalthing se reiría.
No importa
, se dijo con firmeza.
Debo vivir el presente.
El experimento no sólo les ayudaba a pasar el tiempo, sino que tenía sus aspectos placenteros. Y además, Robert era un maestro entusiasta.
Pero, desde luego, iba a tener que poner ciertos límites. Estaba dispuesta, por ejemplo, a modificar la distribución de los tejidos grasos de sus pechos. Pero con respecto a lo fundamental, tendría que ser inflexible. No tenía la intención de cambiar ninguno de sus mecanismos básicos… por los de un ser humano.
En su viaje de regreso se detuvieron para inspeccionar algunos puestos rebeldes y hablar con los pequeños grupos de luchadores chimps. La moral era alta. Los veteranos de tres meses de duras batallas preguntaban cuándo sus líderes encontrarían un modo de atraer más
gubru
hacia las montañas. Athaclena y Robert rieron y les prometieron hacer lo que estuviera en sus manos para solucionar esa carencia de objetivos.
No obstante, ellos se sentían algo pobres de ideas. ¿Cómo se podía invitar a alguien a quien se había herido repetidas veces? Tal vez era el momento de llevar la guerra al enemigo en lugar de esperar su regreso.
Otro problema era la falta de información fiable sobre lo que ocurría en el Sind y en Puerto Helenia. Habían llegado unos cuantos supervivientes de la insurrección urbana e informado de que su organización estaba hecha añicos. Desde aquel desgraciado día, nadie había vuelto a ver a Gailet Jones ni a Fiben Bolger. Se había recuperado el contacto con unos cuantos individuos aislados de la ciudad, pero de una forma muy fragmentaria e irregular.
Sopesaron la posibilidad de enviar más espías. Una buena oportunidad podía ser el ofrecimiento, anunciado públicamente por los
gubru
, de lucrativos empleos a los ecólogos y expertos en Elevación. Pero, con seguridad, los pájaros ya habrían afinado su aparato de interrogación y estarían utilizando buenos detectores de mentiras para chimps. En cualquier caso, Athaclena y Robert decidieron no correr el riesgo, al menos de momento.
Cuando regresaban a casa por un estrecho y poco frecuentado valle, encontraron una loma, situada al sur, cubierta en su parte baja por una vegetación peculiar. Permanecieron unos instantes en silencio, contemplando el verde campo de tazas invertidas.
—Nunca te he preparado un plato de raíces de hiedra en placas al horno —comentó por fin Robert con sequedad.
Athaclena frunció la nariz, apreciando su ironía. El lugar donde ocurrió el accidente estaba lejos de allí y, sin embargo, la falda de aquella colina llena de protuberancias les trajo vividos recuerdos de la horrible tarde en la que empezaron todas sus «aventuras».
—¿Están enfermas esas plantas? ¿Les pasa algo malo? —la muchacha señaló el campo de placas superpuestas unas a otras como las escamas de un dragón dormido. Las capas superiores no eran lisas, brillantes y pulidas, como las que ella recordaba. Las de esta colonia parecían mucho menos gruesas y lozanas.
—Hummm… —Robert se agachó para examinarlas de cerca—. El verano terminará pronto y el calor ha secado las placas superiores. Hacia mitad de otoño, cuando empiecen a soplar los vientos del este desde el macizo de Mulun, las placas serán tan delgadas y ligeras como una oblea. ¿No te dije que se reproducían por dispersión de vainas de semillas? Los vientos las recogen y las dispersan por el cielo como si fueran una nube de mariposas.
—Ah, sí, recuerdo que lo mencionaste —asintió Athaclena meditabunda—. Pero ¿no dijiste también que…?
Un fuerte grito la interrumpió.
—¡General! ¡Capitán Oneagle!
Apareció un grupo de chimps resollando por el estrecho camino de la jungla. Dos eran miembros de la escuadra de escolta pero el tercero era Benjamín. Parecía exhausto. Era evidente que venía corriendo desde las cuevas para encontrarlos.
Athaclena notó que Robert se ponía tenso, invadido por una repentina preocupación. Pero gracias a su corona, ella ya sabía que Ben no traía malas noticias. No se trataba de una emergencia ni de un ataque enemigo.
Y sin embargo, su ayudante chimp estaba claramente confuso y perturbado.
—¿Qué pasa, Benjamín? —preguntó ella.
El chimp se secó la frente con un pañuelo de hilado artesanal. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño cubo negro.
—Sers, nuestro correo, el joven Petri, ha regresado por fin.
—¿Ha conseguido llegar al refugio? —preguntó Robert aproximándose a él.
—Sí, lo consiguió —asintió Benjamín—, y trae un mensaje del Concejo. Aquí está —le tendió el cubo.
—¿Un mensaje de Megan? —preguntó Robert estupefacto al tiempo que miraba la grabación.
—Sí… señor. Petri dice que está bien y que le manda saludos.
—Pero… ¡pero eso es maravilloso! —gritó Robert—. ¡Volvemos a estar en contacto! ¡Ya no estamos solos!
—Sí… señor. Del todo cierto… De hecho… —Athaclena observaba cómo se debatía Benjamín para encontrar las palabras adecuadas—. De hecho, Petri ha traído algo más que un mensaje. En la curva hay cinco personas que los esperan.
Tanto Robert como Athaclena se quedaron asombrados.
—¿Cinco humanos?
Benjamín asintió, pero su expresión mostraba que no estaba totalmente seguro de si aquel término era el más aplicable.
—Marines de Terragens, ser.
—Oh —exclamó Robert, y Athaclena se limitó a mantenerse en silencio, captando con su corona más que escuchando.
—Profesionales, ser —agregó Benjamín—. Cinco humanos. Es increíble lo que se siente después de tanto tiempo si\1… Bueno, sólo con ustedes dos, quiero decir. Los chimps se han puesto muy contentos. Creo que sería mejor que ambos regresaran lo más rápidamente posible.
Robert y Athaclena respondieron casi al unísono.
—Por supuesto.
—Sí, vayamos pues.
De un modo casi imperceptible, la intimidad que Robert y Athaclena habían alcanzado se alteró. Cuando Benjamín llegó corriendo estaban cogidos de la mano, pero ahora, mientras marchaban por el angosto sendero, les parecía inadecuado hacerlo. Un nuevo factor desconocido se había interpuesto entre ellos. No necesitaban mirarse para saber lo que pensaba el otro.
Para mejor o para peor, las cosas habían cambiado.
El mayor Prathachulthorn examinaba los informes del ordenador que, como hojas secas, se esparcían sobre la mesa. El caos era sólo aparente, advirtió Robert mientras observaba al pequeño y oscuro hombre que nunca tenía que buscar lo que necesitaba, ya que para encontrarlo le bastaba con un simple revoloteo de sus ojos y un rápido movimiento de sus callosas manos.
De vez en cuando, el oficial del ejército contemplaba un holotanque y murmuraba casi inaudiblemente en el micrófono que llevaba colgado del cuello. Los datos se arremolinaban en el tanque, girando y tomando nuevas formas bajo sus órdenes.
Robert esperaba, en posición de descanso, frente a la mesa construida con troncos toscamente cortados.
Era la cuarta vez que Prathachulthorn lo convocaba para que respondiera sucintamente a las preguntas que le formulaba. Robert estaba cada vez más admirado por la evidente precisión y destreza de aquel hombre.
Estaba claro que el mayor Prathachulthorn era un profesional. En un solo día, él y su pequeño equipo no sólo habían puesto orden en los improvisados programas de tácticas de los partisanos, sino que habían dispuesto los datos de modo distinto y seleccionado posibilidades, esquemas e indicios que los insurgentes aficionados ni siquiera habían captado.
Prathachulthorn era todo lo que el movimiento necesitaba. Era exactamente lo que llevaban tanto tiempo pidiendo al cielo que les concediese.
A ese respecto, no había ninguna duda. Sin embargo, Robert odiaba la actitud de aquel hombre e intentaba saber por qué.
Aparte del hecho de que me tenga aquí de pie, esperando hasta que le parezca bien, quiero decir.
Robert sabía que era un simple truco para indicar quién era el jefe. Por ende, si tenía eso en cuenta, podía tomárselo con mejor humor.
El mayor parecía, de pies a cabeza, un soldado de Terragens, aunque el único adorno militar que llevaba era una insignia de rango en el hombro izquierdo. Ni con el uniforme completo Robert parecería nunca tan soldado como Prathachulthorn en aquellos momentos, vestido con esas ropas que tan mal le caían, hiladas por los gorilas bajo un volcán sulfuroso.
El terrestre se pasó un buen rato haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa. Los repetitivos golpes le recordaron a Robert la jaqueca que estaba tratando de combatir con bioretroacción desde hacía más de una hora.
Por alguna razón, esa técnica no funcionaba esta vez. Se sentía encerrado, claustrofóbico, como si le faltara el aliento, y la sensación empeoraba momento a momento.
Por fin, Prathachulthorn levantó la vista. Para sorpresa de Robert, su primer comentario podía interpretarse como algo ligeramente análogo a un cumplido.
—Bien, capitán Oneagle —dijo Prathachulthorn—, le confesaré que temía encontrarme con que las cosas estuvieran mucho, mucho peor de lo que están en realidad.
—Me alivia oírselo decir, señor.
Los ojos de Prathachulthorn se estrecharon como si sospechara un ligero tinte de sarcasmo en las palabras de Robert.
—Para ser preciso —prosiguió—, temía que hubiese usted mentido en su informe al Concejo en el exilio y que me viera obligado a ejecutarlo.
Robert reprimió un impulso de tragar saliva y se ingenió para mantener una expresión de impasibilidad.