—Para, por favor —susurró débilmente.
—Gracias al cielo, cayó sobre el tambor y quedó atrapada en él. Tardó lo suficiente para que el pobre Igor pudiera escapar por la salida trasera, justo un momento antes de que lo alcanzase la multitud.
Ella cayó de lado. Durante unos instantes, Fiben se preocupó al ver su rostro tan enrojecido. Gailet saltaba golpeando el suelo y de sus ojos brotaban lágrimas. Luego rodó sobre su espalda, sacudida por las carcajadas.
—Y todo eso ocurrió sólo durante el primer número —Fiben se encogió de hombros—, ¡la versión especial de Patterson del maldito himno nacional! Qué pena. No pude llegar a escuchar su interpretación de «Inagadda da vita». Pero ahora que lo pienso —suspiró de nuevo—, tal vez haya sido mejor así.
A las ocho de la noche, con el toque de queda, se cortaba el suministro eléctrico, y las prisiones no eran una excepción. Antes del atardecer se había levantado viento, y pronto los postigos de su pequeña ventana empezaron a golpear. El viento procedía del océano y transportaba un fuerte olor a sal. En la distancia podían oírse los débiles retumbos de una tormenta de verano.
Dormían acurrucados bajo las mantas, tan cerca el uno del otro como les permitían las cadenas, cabeza con cabeza para así poder oír la respiración del otro en la oscuridad. En su descanso inhalaban el sabor de la piedra y la humedad de la paja, y exhalaban los suaves murmullos de sus sueños.
Las manos de Gailet se agitaban con pequeñas contracciones, como si intentara seguir el ritmo de alguna fuga ilusoria. Sus cadenas crujían débilmente.
Fiben yacía inmóvil pero, de vez en cuando, parpadeaba y sus ojos se abrían y cerraban sin que la luz de la conciencia brillara en ellos. A veces, contenía el aliento unos momentos para exhalar finalmente el aire.
No advirtieron los sordos murmullos que se acercaban por el pasillo ni la luz que penetraba en la celda a través de las rendijas de la puerta de madera. Se oían pies que se arrastraban y garras golpeando las baldosas.
Cuando las llaves tintinearon en la cerradura, Fiben se sobresaltó, rodó hacia un lado y se sentó. Se frotó los ojos con los nudillos al tiempo que las bisagras chirriaban. Gailet alzó la cabeza y se protegió con la mano de la brillante luz de dos linternas sujetas en lo alto de unos postes.
El olor a lavanda y plumas hizo estornudar a Fiben. Unos chimps con trajes de cremallera los pusieron de pie, y Fiben reconoció la desagradable voz de Puño de Hierro, el jefe de sus capturadores.
—Será mejor que os comportéis bien. Tenéis visitas importantes.
Fiben parpadeó, tratando de acostumbrarse a la luz. Al fin distinguió un pequeño grupo de cuadrúpedos con plumas, semejantes a grandes bolas de pelusa blanca adornadas con cintas y lazos. Dos de ellos sostenían unas estacas de las que colgaban las dos brillantes linternas. El resto gorjeaba alrededor de lo que parecía una vara corta terminada en una estrecha plataforma. En esa percha descansaba un pájaro de aspecto extremadamente singular.
También éste llevaba cintas de colores intensos. El grande y bípedo
gubru
se apoyaba alternativamente sobre una y otra pata, con nerviosismo. Podía tratarse del efecto de la luz sobre el plumaje del alienígena, pero su coloración parecía más rica y más luminosa que los normales tonos blanquecinos. A Fiben le recordaba algo, como si hubiera visto antes a ese invasor o a otro parecido en algún sitio.
¿Qué demonios está haciendo ese bicho moviéndose por la noche?
, se preguntó Fiben.
Creía que no les gustaba nada.
—Rendid el respeto adecuado a los antiguos miembros del alto clan
gooksyu-gubru
—dijo Puño de Hierro con voz áspera dando codazos a Fiben.
—Ya verá esa cosa el respeto que le rindo —Fiben hizo un grosero ruido con la garganta y adoptó una expresión flemática.
—¡No! —gritó Gailet. Lo agarró por el brazo y le susurró—: No, Fiben, por favor, hazlo por mí. Actúa exactamente como yo.
Sus ojos castaños eran suplicantes. Fiben tragó saliva.
—Maldita sea, Gailet —ella se situó ante el
gubru
y cruzó las manos sobre el pecho. Fiben la imitó, aunque sin inclinarse tanto.
El galáctico los miró, primero con un gran ojo sin párpado y luego con el otro. Se movió hacia uno de los extremos de la percha obligando a los que la sujetaban a corregir el equilibrio de ésta. Finalmente empezó a emitir una serie de agudos y entrecortados chillidos.
De los cuadrúpedos allí presentes surgió un extraño y rápido acompañamiento, que aumentaba y disminuía y sonaba algo así como
«Zoooon»
.
Uno de los sirvientes
kwackoo
se adelantó unos pasos. Llevaba una cadena alrededor del cuello, de la que colgaba un brillante medallón. El vodor comenzó a emitir una grave y espasmódica traducción al ánglico:
«Ha sido juzgado… juzgado en honor…
juzgado en idoneida.
Que no habéis transgredido…
no habéis roto…
las normas de conducta… las normas de guerra.
Zooooon.
»Juzgamos que es correcto… adecuado…
reunirse para reconocer el estatus de párvulos.
Con un tolerante crédito… asunción…
de que vuestras luchas han sido…
por el bien de vuestros tutores.
Zoooooon.
»Hemos sabido… percibido…
conocido que vuestro estatus es…
como líderes de vuestro flujo genético…
del flujo de la raza…
especies en este momento y lugar.
Zooooooon.
»Por lo tanto os ofrecemos… regalamos…
os concedemos el honor.
Con una invitación… una bendición…
una oportunidad para ganar el beneficio…
de una representación.
Zooooooon.
» Es un honor… un beneficio…
una gloria ser elegidos.
Para descubrir… penetrar en…
crear el futuro de vuestra raza.
¡Zoon!»
Y entonces terminó con tanta brusquedad como había comenzado.
—¡Haz la reverencia de nuevo! —le instó Gailet en un susurro.
Fiben se inclinó con los brazos cruzados, tal como ella había hecho. Cuando alzó de nuevo la mirada, el pequeño grupo de pájaros alienígenas había girado y se dirigía hacia la puerta. Habían bajado la percha, pero así y todo el alto
gubru
tuvo que agacharse para poder pasar, con los emplumados brazos abiertos para mantener el equilibrio. La mirada que les dirigió el marginal antes de marcharse fue de total aborrecimiento.
A Fiben le estallaba la cabeza. Después de la primera frase había abandonado todo intento de comprender el extraño dialecto formal de galáctico-Tres que utilizaba el pájaro. Incluso la traducción al ánglico había resultado poco menos que incomprensible.
La brillante luz se fue disipando a medida que la procesión avanzaba por el pasillo, en medio de una cháchara de cloqueos. En la penumbra, Fiben y Gailet se miraron el uno al otro.
—¿Qué demonios era eso? —preguntó él.
—Era un Suzerano —Gailet frunció el ceño—. Uno de sus tres líderes. Tal vez esté equivocada, lo cual no sería raro, pero creo que se trataba del Suzerano de la Idoneidad.
—Eso lo aclara todo. ¡Por la rueda de Ifni, ¿qué es un Suzerano de la Idoneidad?!
Gailet le indicó con un ademán que no iba a contestarle. Su frente estaba arrugada en profunda concentración.
—¿Por qué ha venido él a vernos en vez de ordenar que nos llevaran ante él? —se preguntó en voz alta, aunque era obvio que no le pedía su opinión—. ¿Y por qué ha venido de noche? ¿Has visto que ni siquiera se ha quedado para saber si aceptábamos su oferta? Probablemente se sentía obligado por la idoneidad a venir personalmente y nuestra respuesta podrán recogerla más tarde sus ayudantes.
—¿Respuesta a qué? ¿Qué oferta? Gailet, no pude ni siquiera…
—Ahora no —ella hizo un ademán nervioso con ambas manos—. Tengo que pensar, Fiben. Concédeme unos minutos.
Se acercó al muro y se sentó en la paja, de cara a la piedra. Fiben sospechó que iba a tomarle más tiempo de lo que ella había dicho.
Es algo que uno no puede elegir
, pensó él.
Sí te enamoras de un genio, encuentras lo que te mereces.
Parpadeó y sacudió la cabeza.
¿Qué puedo decir yo?
Pero un movimiento en el pasillo lo distrajo de sus inesperados pensamientos. Un chimp entró con un montón de paja y unas cuantas telas de color marrón oscuro, que le ocultaban el rostro. Sólo al dejar su bulto en el suelo Fiben advirtió que se trataba de la chima que antes lo había mirado, aquella que le parecía tan extrañamente familiar.
—Os he traído paja fresca y algunas mantas más. Estas noches son muy frías.
—Gracias —asintió Fiben.
Ella no le miró a los ojos. Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta moviéndose con una gracia que no podía ocultar ni siquiera su llamativo traje de cremallera.
—¡Espera! —dijo él de pronto.
Ella se detuvo de cara a la puerta. Fiben caminó hacia ella tanto como se lo permitieron sus cadenas.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó en voz baja, pues no quería molestar a Gailet que meditaba en su rincón.
—Yo… —agachó la cabeza y continuó sin mirarlo. Hablaba en voz muy queda—. Algunos me llaman Sylvie.
Se dirigió a toda prisa hacia la puerta moviéndose como una bailarina. Se oyó un tintineo de llaves y después unos pasos apresurados que se perdían por el corredor.
—Bueno, yo seré el nieto de un mono —dijo Fiben ante la puerta ya cerrada.
Se volvió y regresó a la pared donde Gailet seguía sentada, murmurando para sí, y se inclinó sobre ella para echarle una manta por los hombros. Después regresó a su rincón y se dejó caer en un montón de paja de fragante olor.
Unas esponjosas algas espumaban en los bajíos donde unos pequeños pájaros nativos de rígidas patas picoteaban esporádicamente en busca de insectos. Unas espesas matas se arracimaban en grupos, delimitando las estepas circundantes.
Unas huellas de pisadas partían desde los bancos del pequeño lago y se dirigían hacia las laderas de las colinas cubiertas de maleza. Con sólo mirar las lodosas pisadas, Uthacalthing supo que su autor había caminado con precaución, pero parecía que usara tres patas.
Cuando un destello azul brilló en el rabillo de su ojo, levantó la mirada: era el mismo resplandor que lo había llevado a aquel lugar. Intentó enfocar el débil centelleo pero éste desapareció antes de que pudiera localizarlo.
Se arrodilló para examinar las marcas en el barro. Mientras las medía con la mano se dibujó una sonrisa en su rostro. ¡Qué huellas tan hermosas! El tercer pie no estaba centrado con respecto a los otros dos y su huella era mucho más pequeña que las otras, como si una criatura bípeda hubiera caminado desde el lago hasta los matorrales apoyándose en un bastón de punta roma.
Uthacalthing recogió una rama caída pero titubeó antes de borrar las huellas.
¿Debo dejarlas?
, se preguntó.
¿Es realmente necesario que las borre?
Sacudió la cabeza.
No. Como dicen los humanos: no cambies las reglas de juego a media partida.
Las huellas desaparecieron cuando movió la rama sobre ellas hacia adelante y hacia atrás. Acababa de terminar, cuando oyó unas fuertes pisadas y el crujir de unas ramas que se rompían a sus espaldas. Al volverse vio a Kault que doblaba un recodo del diminuto sendero que conducía al pequeño llano del lago. El glifo
lurrunanu
flotaba sobre la cresta del enorme
thenanio
, como un insecto parásito que zumbase a su alrededor buscando sin éxito un lugar adecuado donde posarse.
A Uthacalthing le dolía la corona como un músculo que hubiera realizado un esfuerzo excesivo. Dejó que
lurrunanu
golpease contra la solidez de roca de Kault durante un minuto más antes de admitir la derrota. Replegó el vencido glifo y dejó caer la rama al suelo.
De todas formas, el
thenanio
no miraba al suelo; estaba concentrado en un pequeño instrumento que tenía en la palma de la mano.
—Amigo mío —dijo al llegar junto a Uthacalthing—, me estoy volviendo desconfiado.
El
tymbrimi
notó la afluencia sanguínea en las arterias de la nuca.
¿Por fin?
, se preguntó.
—¿Desconfiado de qué, querido colega?
Kault cerró el instrumento y lo guardó en uno de sus múltiples bolsillos.
—Hay señales —su cresta oscilaba—. He escuchado las transmisiones no cifradas de los
gubru
y parece que está ocurriendo algo muy extraño.
Uthacalthing suspiró. No, la mente unidireccional de Kault estaba concentrada en un asunto completamente distinto. No había razón para intentar apartarlo de él con pistas sutiles.
—¿Qué pretenden ahora los invasores? —le preguntó.
—Bueno, en primer lugar, capto mucho menos tráfico aéreo militar. De repente, parecen menos dedicados a las pequeñas escaramuzas de las montañas de lo que lo estaban hace días o semanas. Recuerde que nos preguntábamos por qué malgastaban tantos esfuerzos para controlar lo que aparentemente no era más que una insignificante resistencia partisana.
En realidad, Uthacalthing estaba bastante seguro de comprender el porqué de aquella frenética actividad por parte de los
gubru
. Por lo que ambos habían llegado a deducir, parecía que los invasores estaban muy ansiosos por encontrar algo en las Montañas de Mulun. Habían enviado soldados y científicos al escarpado macizo con una temeraria energía, y al parecer estaban pagando muy caro el precio de tal esfuerzo.
—¿Se le ocurre a usted alguna razón de por qué las luchas han disminuido? —le preguntó a Kault.
—Por lo que he podido descifrar, no estoy muy seguro. Una posibilidad es que los
gubru
hayan encontrado y capturado lo que buscaban de modo tan desesperado…
No lo creo
, pensó Uthacalthing con convicción.
Es imposible enjaular a un fantasma.
—O tal vez hayan abandonado esa búsqueda…
Más probable
, admitió Uthacalthing. Era inevitable que los seres pajariles advirtieran, tarde o temprano, que habían sido engañados y abandonaran la quimérica empresa.
—O tal vez —concluyó Kault—, los
gubru
han terminado con toda la oposición y han eliminado a todos sus integrantes.