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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (52 page)

—El monte Fossey —anunció Elsie sucintamente.

Y Robert supo de inmediato por qué los chimps creían que aquél podía ser un lugar seguro… lo bastante seguro para sus preciados gorilas.

Junto al mar de Cilmar existían sólo unos cuantos volcanes semiactivos. Y, sin embargo, en las Montañas de Mulun había lugares en los que la tierra temblaba y, muy de tarde en tarde, brotaba lava. La cordillera estaba aún desarrollándose.

El monte Fossey silbaba. El vapor se condensaba en formas hirsutas y ondulantes sobre orificios geotermales donde humeaban unos estanques de agua caliente y, de modo intermitente, se elevaban en espumosos geiseres.

Las omnipresentes enredaderas de transferencia se reunían aquí procedentes de todas direcciones, retorciéndose como grandes cables mientras se encaramaban, serpenteantes, por los flancos del volcán medio dormido. Allí efectuaban sus intercambios, en oscuras y humeantes charcas donde los microelementos que se habían filtrado a través de los estrechos senderos de piedra caliente entraban a formar parte finalmente de la economía del bosque.

—Tendría que haberlo adivinado —rió Robert. Los
gubru
no podrían detectar nada en aquel lugar. Unos cuantos antropoides desnudos no destacarían en medio de todo aquel calor, espuma y mescolanza química. Si alguna vez los invasores se acercaban a investigar, los gorilas y sus guardianes podían esconderse en las junglas circundantes y volver después de que se marcharan los intrusos—. ¿De quién fue la idea? —preguntó mientras se acercaban, avanzando bajo el espeso follaje del bosque. El olor de azufre se hacía más intenso.

—Se le ocurrió a la general —respondió Elsie.

Comprendo.
Robert no tenía resentimiento. Los
tymbrimi
en general eran astutos, pero Athaclena era muy brillante y él sabía que su propia inteligencia no estaba muy por encima de la media humana, si es que la rebasaba.

—¿Por qué no se me dijo nada de esto?

—Hummm… —Elsie parecía incómoda—. Nunca lo preguntó, ser. Andaba usted ocupado con otros experimentos, descubriendo lo de las fibras ópticas y los aparatos de detección del enemigo. Y…

Su voz se fue apagando.

—¿Y? —insistió él.

—Y no estábamos seguros —se encogió de hombros— de que tarde o temprano no fuera atacado por el gas de coerción. De ser así, lo llevarían a la ciudad para recibir el antídoto y le harían preguntas, tal vez lo psi-interrogarían.

Robert cerró los ojos y los volvió a abrir.

—De acuerdo —asintió—. Por un momento creí que no confiabas en mí.

—¡Ser!

—No tiene importancia —una vez más Athaclena había sido lógica, había tomado la decisión acertada.

Quería pensar en ello lo menos posible.

—Vayamos a ver a los gorilas.

Estaban sentados en pequeños grupos familiares y se los podía distinguir a distancia: mayores, más oscuros y más peludos que sus primos neochimpancés. Sus enormes y cónicos rostros, negros como la obsidiana, tenían una expresión tranquila y concentrada mientras comían, se acicalaban unos a otros o se dedicaban a la principal tarea que se les había asignado, la de tejer ropa para la guerra.

Las lanzaderas corrían a través de los grandes telares de madera que sujetaban una trama hilada a mano, al ritmo de la grave canción que entonaban los enormes simios. El ruido de las lanzaderas y el bajo y átono gruñido, acompañaron a Robert y a su grupo hasta que llegaron al centro del refugio.

De vez en cuando, los tejedores soltaban la lanzadera para mover las manos a modo de conversación con un compañero. Robert conocía lo suficiente el lenguaje de las manos como para seguir parte de la charla, pero los gorilas parecían hablar un dialecto bastante distinto del que utilizaban los chimps pequeños. Era un lenguaje sencillo pero, a su modo, elegante, con un estilo totalmente propio.

Era evidente que no eran chimps aumentados de tamaño sino una raza completamente distinta, un camino diferente hacia la sapiencia.

Cada grupo de gorilas consistía en un cierto número de hembras adultas, sus pequeños, unos cuantos mozalbetes y un inmenso macho de espalda plateada. El patriarca siempre tenía el pelo gris sobre la columna vertebral y las costillas. La parte superior de la cabeza terminaba en pico y era imponente. La ingeniería de la Elevación había modificado el físico de los neogorilas, pero los enormes machos seguían usando al menos uno de los nudillos para caminar. El tórax y la cabeza eran demasiado pesados para que caminaran como bípedos.

En cambio, los gorilas cachorros se movían fácilmente en dos pies. Sus frentes eran lisas, redondeadas y sin esa pronunciada y huesuda pendiente que les conferiría más tarde ese aspecto engañosamente fiero. Robert encontraba interesante ver cómo se parecían los pequeños de las tres razas: gorilas, chimps y humanos. Sólo después aparecían esas notables diferencias hereditarias y de destino.

Neotenia
, pensó Robert. Era una teoría clásica anterior al Contacto, que había resultado ser bastante cierta y que exponía que parte del secreto de la sapiencia residía en ser como niños el máximo de tiempo posible. Por ejemplo, los seres humanos conservaban la cara, la adaptabilidad y, cuando no se les obligaba a perderla, la insaciable curiosidad de los jóvenes antropoides hasta bien entrada la edad adulta.

¿Era este rasgo una casualidad? ¿Era lo que había permitido al presensitivo
Homo habilis
dar el salto, supuestamente imposible, de elevarse a sí mismo hasta alcanzar la inteligencia de los viajeros estelares por esfuerzo propio? ¿O se trataba de un regalo de esos seres misteriosos que algunos creían que habían manipulado los genes humanos, esos desaparecidos tutores de la Humanidad sobre los que tantas hipótesis se habían propuesto?

Todo aquello eran conjeturas, pero había una cosa clara. Otros mamíferos de la Tierra perdían después de la pubertad todo interés en aprender y en jugar, pero los humanos, los delfines y ahora, cada vez más a medida que se sucedían las generaciones, los neochimpancés, conservaban la fascinación que tenían de pequeños por el mundo. Algún día los gorilas adultos compartirían tal vez ese rasgo. Esos miembros de una tribu modificada eran ya más brillantes y seguían siendo curiosos durante más tiempo que sus parientes terrestres en barbecho. Algún día sus descendientes serían jóvenes a lo largo de toda su vida.

Es decir, si los galácticos lo permitían.

Los gorilas pequeños se movían libremente, metiendo las narices en todas partes. Nunca se les pegaba o castigaba; si alguna vez molestaban, se les daba un suave empujón acompañado de una palmadita y una vocalización de afecto. Al pasar junto a uno de los grupos, Robert vio a un macho de lomo plateado que montaba a una de las hembras entre los matorrales. Tenía tres jovenzuelos encaramados a la espalda, pero él los ignoraba con los ojos cerrados, acurrucándose y cumpliendo su deber para con la especie.

De entre el follaje aparecieron más infantes que daban volteretas ante Robert. De sus bocas colgaban tiras de cierto material plástico que mascaban hasta reblandecerlo. Dos de los pequeños lo miraban con algo de temor pero el tercero, menos tímido que los demás, lo saludó con las manos, haciendo signos impacientes y poco elaborados. Robert sonrió y lo cogió en brazos.

En la falda de la montaña, más arriba, por encima de los manantiales calientes envueltos en brumas, Robert vio otras figuras oscuras que se movían entre los árboles.

—Son machos jóvenes —explicó Elsie—. Y los demás son demasiado viejos como para ostentar el patriarcado. Antes de la invasión, los planificadores del centro Howletts intentaban decidir si debían intervenir o no en la estructura familiar. Es su sistema, de acuerdo, pero resulta tan duro para los pobres machos… Dos años de placer y gloria y el resto de su vida solos —sacudió la cabeza—. Cuando llegaron los
gubru
aún no lo teníamos claro. Ahora quizá ya no tengamos nunca la oportunidad.

Robert no hizo ningún comentario. Detestaba los tratamientos restrictivos y además no estaba muy de acuerdo con lo que habían hecho los colegas de Elsie en el centro Howletts. Tomar una decisión de ese tipo hubiera sido arrogante y no creía que los resultados hubieran podido ser afortunados.

A medida que se acercaban a las termas, vio a varios chimps ocupados en diversas tareas. Uno examinaba la boca de un gorila que era seis veces mayor que él, con una herramienta dental en la mano. Otro enseñaba pacientemente el lenguaje de las manos a un grupo de diez gorilas pequeños.

—¿Cuántos chimps se encargan del cuidado de los gorilas?

—La doctora de Shriver, del centro, una docena de técnicos que trabajaban con ella, más unos veinte guardas y voluntarios de los poblados cercanos. Depende de la cantidad de gorilas que nos llevamos para que ayuden en la guerra.

—Y ¿cómo los alimentan? —preguntó Robert mientras descendían hacia los bancos de una de las termas.

Algunos de los chimps de su grupo, que habían llegado un poco antes que él, estaban allí instalados bebiendo tazas de humeante caldo. En una cueva cercana habían instalado un almacén improvisado y de él salían trabajadores residentes vestidos con delantales, que llenaban más tazas con unos cucharones.

—Es un problema —asintió Elsie—. Los gorilas tienen digestiones muy delicadas y resulta difícil encontrarles una alimentación equilibrada. Incluso en las junglas reconstruidas de África, un gran «lomo plateado» necesita dos kilos y medio de vegetales, frutas e insectos al día. Los gorilas tienen que moverse mucho para conseguir esa cantidad de alimentos y eso nosotros no podemos permitírselo.

Robert descendió por las húmedas piedras y dejó al pequeño gorila en el suelo. Éste correteó hacia el borde del agua, mascando aún su chafada tira de plástico.

—Parece bastante complicado.

—Sí. El año pasado, por suerte, el doctor Schultz resolvió el problema. Me alegro de que tuviera esa satisfacción antes de morir.

Robert se quitó los mocasines. El agua parecía caliente. Metió las puntas de los dedos y las retiró en seguida.

—¡Ay! ¿Cómo lo hizo?

—Perdón, ¿cómo dice?

—¿Cuál fue la solución de Schultz?

—La microbiología, ser —levantó la vista de repente, con los ojos brillantes—. Ah, ahí vienen con nuestra sopa.

Robert aceptó la taza que le sirvió una chima, cuyo delantal parecía haber sido tejido en los telares de los gorilas. Andaba un poco coja y Robert se preguntó si habría resultado herida en algún enfrentamiento con el enemigo.

—Gracias —dijo apreciando el aroma. No se había dado cuenta del hambre que tenía—. Elsie, ¿qué quieres decir con microbiología?

—Bacterias intestinales —bebía con delicadeza—. Simbiontes. Todos los tenemos. Organismos diminutos que habitan en nuestras tripas y en nuestras bocas. La mayoría son compañeros inofensivos. Nos ayudan a digerir la comida a cambio de un viaje gratis.

—Ah —Robert por supuesto sabía lo que eran los bio-simbiontes. Todos los niños en edad escolar lo sabían.

—El doctor Schultz se las ingenió para encontrar una serie de bichos que ayudan a los gorilas a comer y a disfrutar de una buena parte de la vegetación nativa de Garth. Esos animalillos…

Fue interrumpida por un grito muy agudo, del todo diferente a los tonos que los simios podían emitir.

—¡Robert! —exclamó la voz chillona.

—Abril —Robert sonrió—. La pequeña Abril Wu. ¿Cómo estás, preciosa?

La pequeña estaba vestida como Sheena, la niña de la selva. Iba montada en el hombro izquierdo de un gorila macho adolescente cuyos oscuros ojos estaban llenos de ternura y paciencia. Abril se inclinó hacia adelante e hizo una serie de signos con las manos. El gorila le soltó las piernas y ella se puso de pie sobre sus hombros, sujetándose a la cabeza para mantener el equilibrio. Su guardián permanecía impasible.

—¡Cógeme, Robert!

El muchacho se apresuró a ponerse de pie. Antes de que midiera decir nada, ella saltó hacia adelante, un torbellino bronceado por el sol con una rubia cabellera, y él la agarró en el aire. Durante unos instantes, hasta que la tuvo asida firmemente, su corazón latió más deprisa que cuando luchaba contra el enemigo o escalaba montañas.

Sabía que la pequeña permanecía en las montañas con los gorilas. Para su pesar, advirtió lo atareado que había estado desde que se recuperó de su accidente. Tan atareado que no había pensado más en aquella niña, el otro humano libre que había en las montañas.

—Hola, calabacita, ¿cómo te va? ¿Cuidas de los gorilas?

—Tengo que cuidar de loz rilas —asintió con seriedad—. Tenemoz que hacerlo, Robert, porque zólo eztamos nozotroz.

Robert la abrazó con fuerza. En aquel momento se sintió terrible y repentinamente solo. No se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba compañía humana.

—Sí, aquí arriba sólo estamos tú y yo —le dijo en voz baja.

—Tú y yo y la
tymbimi
Athaclena —le recordó la niña.

—¿Obedeces en todo a la doctora de Shriver? —la miró a los ojos.

—La doctora de Shriver ez muy amable —asintió ella—. Dice que tal vez pronto pueda ir a ver a papá y mamá.

Robert se sobresaltó. Tendría que hablar con de Shriver acerca de la desilusión que se llevaría la niña. Seguramente no podía soportar decirle a la pequeña humana la verdad: que tendría que quedarse a su cuidado aún mucho tiempo más. Mandarla a Puerto Helenia significaría revelar el secreto de los gorilas, algo que incluso Athaclena estaba decidida a evitar.

—Déjame ahí, Robert —le pidió Abril con una dulce sonrisa.

Señalaba una roca plana donde el gorila pequeño hacía cabriolas. Los chimps del grupo de Robert reían indulgentemente de las payasadas del pequeño. El tono satisfecho y complacido de sus voces era algo que Robert comprendía muy bien. Era natural que una raza pupila muy joven se sintiera de ese modo con respecto a una raza aún más joven. Los chimps eran muy paternales con los gorilas.

Robert también se sentía como un padre, pero un padre que tiene una desagradable tarea por delante: la de comunicarles a sus hijos que el cachorro no se quedará mucho tiempo con ellos.

Llevó a la pequeña Abril al otro banco y la sentó. La temperatura del agua era allí mucho más soportable. En realidad, era muy placentera. Se quitó los mocasines, sumergió los pies y empezó a mover los dedos en aquella estimulante calidez.

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