—No, ser —negó él—. Creo que comprendo un poco todo eso que me ha dicho sobre el simbolismo… y me siento orgulloso de que crea que hemos llevado a cabo correctamente la ceremonia de pedirles su compromiso. Pero sigo pensando que tendríamos que haberlos quemado a todos.
—¿Por venganza?
Benjamín se encogió de hombros. Ambos sabían que eso era lo que sentían la mayoría de los chimps. Los símbolos carecían de importancia para ellos. Las razas de la Tierra tendían a considerar todas las reverencias y las distinciones de clase entre los galácticos como una remilgada estupidez propia de una civilización estancada y decadente.
—Usted sabe que yo no pienso así —dijo Benjamín—. Estaría de acuerdo con su lógica de que hemos ganado un buen tanto al conseguir que hablaran con nosotros, si no fuera por una cosa…
—¿Qué cosa?
—Ésos pájaros han tenido la oportunidad de husmear en el centro Howletts. Han visto trazas de Elevación. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que a lo mejor han visto a los propios gorilas a través de los árboles —Benjamín sacudió la cabeza—. Después de eso, creo que no deberíamos haber permitido que salieran de aquí con vida.
Athaclena puso una mano sobre el hombro de su ayudante. No dijo nada porque le pareció que no había nada que decir.
¿Cómo podía explicárselo a Benjamín?
Sobre su cabeza se formó el
syulff-kuonn
, girando satisfecho ante el avance de los acontecimientos: los acontecimientos que su padre había planeado.
No, no podía explicarle a Benjamín que ella había insistido en llevar consigo a los gorilas, en hacerlos formar parte de la incursión, como paso previo de una broma larga, complicada y pesada en extremo.
—¿Quieres agachar la cabeza? —gruñó Fiben.
—¿Vas a dejar de golpearme? —respondió Gailet furiosa. Levantó los ojos por encima de los tallos de las hierbas que los rodeaban—. Sólo quiero ver si…
Se interrumpió bruscamente porque Fiben retiró los brazos que le servían a ella de soporte y cayó con un ruido sordo en medio del barro.
—Sucio, pulgoso…
Sus ojos conservaron su elocuencia incluso cuando Fiben le puso con firmeza la mano sobre la boca.
—Ya te lo he dicho —susurró—. Si tú puedes verlos, significa que ellos pueden verte a ti con los sensores que tienen. Nuestra única posibilidad es arrastrarnos como gusanos hasta que podamos encontrar un camino que nos lleve hasta la población civil chimp.
De las proximidades llegaba el zumbido de máquinas agrícolas. El ruido los había atraído en aquella dirección. Si lograban acercarse lo suficiente para poder mezclarse con los campesinos, escaparían del cerco del invasor. Por lo que Fiben sabía, él y Gailet podían ser los únicos supervivientes de la desgraciada incursión en el valle.
Resultaba difícil creer que las guerrillas de la montaña al mando de Athaclena hubiesen tenido mejor suerte. La insurrección parecía totalmente desmantelada.
Quitó la mano de la boca de Gailet.
Si las miradas matasen
, pensó al contemplar la expresión de sus ojos.
Con el pelo enmarañado y cubierto de barro, su imagen no recordaba a la de una serena chima intelectual.
—Creí… que… habías… dicho… —susurró acentuando deliberadamente su tranquilidad—, que el enemigo no podía detectarnos si llevábamos sólo objetos hechos aquí.
—Eso es si por pereza se limitan a hacer funcionar su arma secreta. Pero no olvides que tienen también infrarrojos, radar, sonar sísmico, psi… —se detuvo de pronto. Por la izquierda se aproximaba un grave zumbido. Si era la cosechadora que habían oído antes, tal vez podría llevarlos.
—Espera aquí —susurró.
—¡No! —Gailet lo agarró por la muñeca—. ¡Yo voy contigo! —Miró rápidamente a izquierda y derecha—. No… no me dejes sola.
—Muy bien —Fiben se mordió el labio—. Pero camina agazapada, justo detrás de mí.
Avanzaron en fila india, apretados contra el suelo. Poco a poco, el zumbido fue creciendo. Súbitamente, Fiben sintió un hormigueo que le recorría la nuca.
Gravíticos
, pensó.
Está cerca.
No se dio cuenta de lo cerca que estaba hasta que el aparato apareció por encima de las hierbas, a una distancia de apenas dos metros.
Había esperado encontrarse con un vehículo muy grande, pero aquel objeto tenía el tamaño aproximado de una pelota de baloncesto y estaba cubierto por botones plateados y de cristal: los sensores. Flotaba ligeramente en la brisa de la tarde, observándolos.
¡Oh, demonios!
Suspiró, poniéndose en cuclillas y dejando caer los brazos resignado. Le llegaban unas débiles voces no muy lejanas. Sin duda eran las de los dueños de aquella cosa.
—Es una sonda de batalla, ¿verdad? —preguntó Gailet con cansancio.
—Un husmeador —asintió él—. Un modelo barato, pero lo bastante bueno como para detectarnos y detenernos.
—¿Qué hacemos?
—¿Qué podemos hacer? —se encogió de hombros—. Es mejor que nos rindamos.
Sin embargo se volvió, escudriñó el oscuro suelo que tenía alrededor y cogió una lisa piedra.
Las voces se acercaban.
Qué diablos
, pensó.
—Escucha, Gailet. Cuando yo me mueva, escóndete. Márchate de aquí y entrega tus notas a Athaclena, si es que aún vive.
Entonces, antes de que ella pudiera preguntar nada, soltó un grito y lanzó la piedra con todas sus fuerzas.
Varias cosas sucedieron a la vez. Fiben sintió dolor en la muñeca derecha. Se produjo un destello de luz tan fuerte que lo deslumbró. Luego, mientras saltaba hacia adelante, su tórax se vio atravesado por innumerables pinchazos.
Mientras estaba en el aire en dirección al objeto, una extraña sensación se apoderó de Fiben. Algo le decía que ese acto ya lo había realizado antes, que ya había vivido aquel particular momento de violencia, no sólo una vez o dos, sino cien veces en cien vidas anteriores. La oleada de familiaridad, anclada en un vacilante extremo de su memoria, lo salpicaba mientras se zambullía en el campo gravítico de la sonda, antes de caer sobre el objeto alienígena.
Cuando la máquina intentó expulsarlo, el mundo giró y se sacudió.
El láser del dispositivo disparó contra su sombra y encendió pequeños fuegos en la hierba. Fiben luchó por su vida, al tiempo que los campos y el cielo se confundían en una desagradable mancha.
La extraña sensación de alejamiento parecía en realidad ayudarle. Fiben se sentía como si hubiese hecho aquello infinidad de veces. Un rincón racional de su mente sabía que no era cierto, pero la memoria le decía lo contrario y le infundía la falsa confianza que tanto necesitaba para atreverse a desasir su mano derecha herida y buscar la caja de control del robot.
Los cielos y la tierra se fusionaron. Fiben se rompió una uña mientras intentaba abrir la tapa de la caja y forzar el cierre. Metió la mano dentro y agarró unos cables.
El aparato giraba y se inclinaba como si hubiese adivinado sus intenciones. Las piernas de Fiben perdieron su asidero y se agitaron en el aire mientras él daba vueltas como un muñeco de trapo. Su mano izquierda cedió y sólo quedó débilmente agarrado a los cables, girando y girando.
En aquellos momentos, lo único que veía nítidamente del mundo que lo rodeaba era la lente del láser del robot que tenía frente a él.
Adiós
, pensó, cerrando los ojos.
Entonces algo se soltó. Salió despedido, todavía con los cables en la mano. Cuando se produjo el impacto de la caída, fue casi un alivio. Gritó y rodó por el suelo cerca de las hierbas que ardían.
Sentía dolor, claro. Era como si una de las hembras gorila del centro Howletts le hubiera prodigado sus caricias durante toda la noche. Dos veces había creído estar a punto de morir por los disparos. No importaba lo que ocurriera después, estar vivo ya merecía la pena.
Parpadeó para apartar el polvo y la carbonilla de sus ojos. A cinco metros de distancia, la inutilizada sonda alienígena silbaba y chisporroteaba dentro de un círculo de hierba ennegrecida y humeante. Un
hurra
por la famosa calidad de los aparatos galácticos.
¿Qué comerciante ET habrá vendido a los gubru ese trozo de mierda?
, se preguntó Fiben.
Me tiene sin cuidado quién ha sido: aunque se tratase de un maloliente gusano jofur, lo besaría ahora mismo. De verdad que lo haría.
Voces excitadas. Pies que corrían. Fiben sintió una repentina esperanza. Había pensado que aparecerían
gubru
para recuperar su abatida sonda. ¡Pero eran chimps! Dio un respingo y trató de levantarse. Cuando vio quién se aproximaba, la expresión se le heló en la cara.
—Bueno, bueno, bueno, mira qué tenemos aquí: el mismísimo señor Carnet Azul. Parece como si hubieras estado participando en más carreras de obstáculos, estudiante.
Era un chimp alto, con el pelo facial cuidadosamente afeitado y el bigote engominado y curvado hacia arriba. Fiben reconoció al jefe de la banda de marginales de «La Uva del Simio». El que se hacía llamar Puño de Hierro. De todos los chimps del mundo, ¿por qué tenía que encontrarse con éste?
Llegaron otros. Los brillantes trajes con cremallera llevaban añadida una nueva característica: un cinturón y un brazal, ambos con la misma sigla: una garra extendida con tres afiladas uñas brillantes de hilo holográfico.
Se reunieron en torno a él con sus rifles-sable modificados. Estaba claro que eran los nuevos colaboradores de la milicia de los que Gailet y él habían oído hablar.
—¿Me recuerdas, estudiante? —preguntó Puño de Hierro con una sonrisa—. Sí, sabía que lo harías. Yo me acuerdo muy bien de ti.
Fiben suspiró al ver que otros dos marginales llevaban firmemente sujeta a Gailet Jones.
—¿Estás bien? —le preguntó ella en voz baja. Fiben pudo leer la expresión de sus ojos y asintió. Había muy poco que decir.
—Vamos, mis jóvenes bellezas genéticas —Puño de Hierro rió al coger a Fiben por su muñeca herida—. Queremos presentaros a unas personas. Y esta vez no habrá distracciones.
Fiben apartó la mirada de Gailet cuando le dieron una sacudida en el brazo y empezó a andar trastabillando.
Carecía de la fuerza necesaria para oponer resistencia.
Mientras sus capturadores lo conducían delante de Gailet, tuvo la primera ocasión de mirar a su alrededor.
¡Se hallaban a pocos cientos de metros de los límites de Puerto Helenia! Un par de chimps montados en una cosechadora en marcha lo miraban boquiabiertos.
Fiben y Gailet fueron conducidos a través de una pequeña puerta del muro alienígena, la barrera que se ondulaba con complacencia sobre el paisaje, como una red colocada con firmeza sobre sus vidas.
El Suzerano de la Idoneidad mostraba su agitación bufando y danzando en una serie breve de saltos sobre su Percha de Declamación. Las semiformadas ondas habían retrasado su aparición, reteniendo las noticias durante más de una rotación planetaria.
Bien era cierto que los supervivientes de la emboscada en la montaña estaban aún bajo los efectos del golpe. Su primer pensamiento había sido informar al mando militar. Y los militares, atareados como estaban aplastando las últimas insurrecciones en las llanuras cercanas, les hicieron esperar. ¿Qué era, después de todo, una pequeña escaramuza en las colinas comparada con el casi efectivo asalto sufrido por la batería de defensa del espacio profundo?
El Suzerano podía comprender muy bien por qué se cometían tales errores, pero no dejaba de ser frustrante. El asunto de las montañas era en realidad mucho más importante que ninguna otra de las insurrecciones de la salvaje guerrilla.
—¡Tendríais que haberos extinguido, propiciado vuestro final, eliminados a vosotros mismos!
El Suzerano piaba y danzaba el castigo ante los científicos
gubru
. Los especialistas aún estaban desaliñados y con las plumas revueltas por su larga caminata de regreso desde las montañas. Ahora, además, habían caído en una profunda depresión.
—Al aceptar las conversaciones habéis injuriado, dañado, reducido nuestra idoneidad y nuestro honor. El Suzerano terminó así su regañina.
Si hubieran sido militares, el sumo sacerdote habría exigido que ellos y sus familias pagaran una indemnización. Pero la mayoría de su escolta había resultado muerta, y los científicos estaban por lo general poco interesados en los asuntos de idoneidad, tenían menos conocimientos sobre ellos que los soldados.
El Suzerano decidió perdonarlos.
—Aunque vuestra decisión es comprensible, tendréis que sufrir las consecuencias. Hemos de cumplir la palabra que habéis dado.
Los técnicos danzaron aliviados. No sufrirían humillación ni algo peor al regresar a sus casas. Su solemne palabra no sería repudiada.
Esa palabra, sin embargo, iba a resultarles muy cara. Los científicos tenían que marcharse de inmediato del sistema de Garth y no podían ser sustituidos en un año como mínimo. Además, debían liberar igual número de humanos.
El Suzerano tuvo una idea repentina que le produjo un raro amago de esa extraña emoción: la diversión.
Ordenaría la liberación de dieciséis humanos, de acuerdo, pero los chimps de las montañas no volverían a reunirse con sus tutores. ¡Los humanos liberados serían enviados a la Tierra!
Con esos cumpliría la palabra dada y la idoneidad. Bien era cierto que la solución iba a resultar muy costosa, pero no tanto como dejar sueltas a esas criaturas en el continente.
Resultaba asombroso creer que los neochimpancés hubiesen conseguido lo que los científicos testimoniaron que habían hecho en las montañas. ¿Cómo podía ser? Los protopupilos que habían observado en la ciudad y en el valle a duras penas parecían capaces de tales sutilezas.
¿Era posible que aún hubiera humanos allí?
La idea resultaba atemorizante, pero el Suzerano no la creía posible. Según el censo, la cantidad no controlada de humanos era una cifra demasiado pequeña para ser importante, y estadísticamente debían de estar todos muertos.
Por supuesto, tendrían que repetirse los bombardeos de gas. El nuevo Suzerano de Costes y Prevención se quejaría, ya que el programa había resultado muy caro, pero ahora el Suzerano de la Idoneidad se pondría totalmente de parte de los militares.