Demasiado tarde.
Athaclena miró con desdén a las naves de guerra enemigas.
Esta vez.
El enemigo había empezado a utilizar misiles teledirigidos. Esta vez aquel gasto extra los había librado de la aniquilación.
La vapuleada patrulla
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se retiró a través de la espesa jungla, destrozando todo lo que encontraba a su paso, en un radio de doscientos metros. Los árboles caían abatidos y las sinuosas enredaderas se agitaban como gusanos torturados. Los tanques flotadores continuaron así hasta llegar a un claro lo bastante grande para que aterrizaran flotadores pesados. Allí los vehículos salvados de la destrucción permanecieron girando en círculos, sin cesar de disparar en todas direcciones.
Robert observó a un grupo de chimps que se acercaban demasiado con sus catapultas de mano y sus granadas químicas. Las explosiones los sorprendieron entre los árboles que caían en medio de una granizada de astillas de madera.
Robert hizo una señal con la mano para que la orden de retirada y dispersión se extendiera a todas las unidades. Con aquel convoy ya no se podía hacer nada más, pues el grueso de las fuerzas militares de los
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estaban sin duda acercándose. Sus guardaespaldas agarraron los rifles sable que habían capturado al enemigo y empezaron a avanzar hacia las sombras del bosque, manteniéndose delante de él y a sus costados.
Robert detestaba el manto de protección que le tendían los chimps, prohibiéndole acercarse al lugar de las escaramuzas hasta que no hubiese ningún peligro. No podían evitarlo, y además, maldita sea, tenían razón.
Se suponía que los pupilos debían proteger a sus tutores como individuos y que la raza tutora, a su vez, debía proteger a los pupilos como especie.
Al parecer, Athaclena sabía desenvolverse mejor en esas circunstancias. Procedía de una cultura que, desde el principio, había asumido que las cosas tenían que ser así.
Además
, admitió él,
el machismo no le preocupa.
Uno de los problemas del muchacho es que rara vez tenía la oportunidad de ver o tocar al enemigo. Y deseaba tanto tocar a los
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…
La retirada se realizó con éxito antes de que el cielo se llenase de naves de guerra alienígenas. Su compañía de soldados terrestres irregulares se dividió en pequeños grupos para dirigirse a los diversos campamentos por caminos distintos hasta que recibieran de nuevo la llamada a las armas a través de la red de enredaderas de la jungla. Sólo el pelotón de Robert se dirigió de regreso a las cuevas de las montañas, donde tenían su cuartel general.
Fue necesario dar un gran rodeo porque se encontraban en la zona este de la cordillera de Mulun y el enemigo había situado líneas avanzadas en los picos de algunas montañas, a las que abastecían fácilmente por aire y protegían con armamento flotante. Una de estas avanzadillas se encontraba justamente en el camino más directo a las cuevas, por lo que los chimps exploradores llevaron a Robert a través de un claro de la jungla, al norte del paso Lorne.
Las enredaderas de transferencia, tan parecidas a los cables, se encontraban en todas partes. Eran algo maravilloso, ciertamente, pero allí, al pie de las montañas, los obligaban a marchar más despacio. Robert tuvo todo el tiempo que quiso para pensar. Se preguntó, más que nada, por qué los
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habían ido a las montañas.
Le alegraba que estuvieran allí, desde luego, ya que así le daban a la Resistencia la oportunidad de atacarlos.
Pero ¿por qué se preocupaban los
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por el movimiento guerrillero de las Montañas de Mulun si tenían un completo dominio sobre el resto del planeta? ¿Había alguna razón simbólica, algo enraizado en la tradición galáctica, que hacía necesaria la eliminación de cualquier foco aislado de resistencia?
Pero incluso eso no explicaba la abundante presencia de personal civil en los destacamentos de las montañas. Los
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estaban llenando Mulun de científicos. Buscaban algo.
Robert reconoció la zona y dio la señal de alto.
—Vayamos a hacer una corta visita a los gorilas —dijo.
Su teniente, una chima con gafas de mediana edad llamada Elsie, frunció el ceño y lo miró llena de dudas.
—Los robots gaseadores del enemigo a veces inundan de gas una zona sin motivo. Ocurre raramente, pero nosotros, los chimps, no podemos descansar tranquilos hasta que usted se halle de nuevo bajo tierra, sano y salvo.
Robert no tenía demasiadas ganas de volver a las cavernas, en especial ahora que Athaclena no estaría de regreso de su misión hasta unos días más tarde. Consultó la brújula y el mapa.
—Vamos, el refugio está a pocos kilómetros de nuestro camino. Y además, por lo que sé de vosotros, chimps del centro Howletts, seguro que estáis escondiendo a los gorilas en un lugar más seguro aún que las cuevas.
No se equivocaba, y Elsie lo sabía. Se llevó los dedos a la boca y emitió un rápido silbido. Los exploradores se apresuraron a cambiar de ruta y se dirigieron hacia el sudeste, saltando por las ramas más altas de los árboles.
A pesar de lo escarpado del terreno, Robert hizo la mayor parte del camino por tierra. No podía desplazarse descuidadamente por las delgadas ramas, kilómetro tras kilómetro, como los chimps. Los humanos no estaban especializados en ese tipo de desplazamiento.
Escalaron la pared de otro cañón que era apenas una hendidura en un monumental baluarte de piedra. Al pie del angosto desfiladero flotaban tenues jirones de niebla irisada por las refracciones de la luz solar. Cuando el sol quedó a sus espaldas aparecieron repentinos arcos iris. Robert miró hacia abajo, hacia el banco de humedad flotante, y pudo ver su propia sombra rodeada de un halo de tres colores, como los que tenían los santos en la iconografía antigua.
Era la gloria… un término técnico inusualmente adecuado para designar un arco iris invertido de ciento ochenta grados, menos frecuente que sus primos terrestres que se arqueaban sobre cualquier paisaje mojado, elevando los corazones de los justos y los pecadores por igual.
Si no fuera tan racional
, pensó.
Si no supiera lo que es, podría haberlo tomado por una señal.
Suspiró. La aparición se disipó incluso antes de que se volviese para continuar la marcha.
Había ocasiones en las que Robert envidiaba a sus ancestros, que habían vivido en la oscura ignorancia hasta el siglo veintiuno y que parecían haber dedicado su vida a encontrar extrañas y barrocas explicaciones para llenar las grietas de su profunda ignorancia. En esas épocas uno podía creer en cualquier cosa.
Explicaciones simples y deliciosamente llenas de gracia de la conducta humana, cuya veracidad carecía de importancia, siempre que su sentido mágico fuese el adecuado. Abundaban las «ideologías de partido» y asombrosas teorías de conspiración. Uno podía incluso creer en su propia santidad, si lo deseaba. Nadie te demostraba con claras pruebas experimentales que no había respuesta fácil, ni alfombra mágica, ni piedra filosofal; sólo una sencilla y aburrida sensatez.
Vista retrospectivamente, qué corta parecía la Edad de Oro. No había transcurrido más que un siglo entre el final de la Oscuridad y el contacto con la sociedad galáctica. Durante casi cien años la guerra había sido un fenómeno desconocido en la Tierra.
Y míranos ahora
, pensó Robert.
Me pregunto si el universo conspira contra nosotros. Por fin hemos crecido, hemos hecho la paz con nosotros mismos… y emergido para encontrar que las estrellas estaban ya ocupadas por monstruos y dementes.
No, se corrigió. No todos eran monstruos. De hecho, la mayoría de clanes galácticos estaban formados por tipos bastante decentes, pero los fanáticos rara vez dejaban vivir en paz a las mayorías moderadas, ni en el pasado de la Tierra ni en el presente de las Cinco Galaxias.
Tal vez las edades de oro no están hechas para durar.
El sonido se propagaba de un modo extraño en aquellos confines estrechos y rocosos, entre la intrincada red de enredaderas nativas. Por un momento, mientras escalaban, le pareció que el mundo se había vuelto silencioso, como si las ondulantes franjas de niebla reluciente fueran copos de algodón que envolvieran y aislaran todos los sonidos. Pero al instante siguiente, Robert captó un retazo de conversación, unas pocas palabras, y supo que algún extraño juego de la acústica le llevaba el murmullo de dos de sus exploradores que se encontraban a cientos de metros. Observó a los chimps. Esos soldados irregulares que unos meses atrás eran mineros, granjeros o trabajadores de estaciones ecológicas, todavía se mostraban nerviosos, pero cada día tenían más confianza, eran más duros y decididos.
Y más fieros
, advirtió también Robert, viéndolos aparecer y desaparecer entre los árboles. Había algo fiero y salvaje en la manera en que se movían, con los ojos muy abiertos, al tiempo que saltaban de rama en rama. Rara vez necesitaban las palabras para expresarse. Un gruñido, un gesto rápido, una mueca eran a menudo más que suficientes.
Prescindiendo de los arcos, las flechas y la bolsa, hilada a mano, que utilizaban para guardar los proyectiles, los chimps iban desnudos. Los suaves atavíos de la civilización, como los zapatos y los tejidos de fabricación industrial, habían desaparecido, y con ellos algunas ilusiones.
Robert se miró a sí mismo, con las piernas desnudas, mocasines y mochila de soldado, arañado, mordido y endurecido día a día. Llevaba las uñas sucias. El pelo le había crecido tanto que no le permitía ver, de modo que simplemente lo había cortado por delante y se lo sujetaba por la nuca. La barba hacía ya tiempo que había dejado de picarle.
Algunos ETs piensan que los humanos precisamos más Elevación, que somos poco más que animales.
Robert se colgó de una liana para pasar sobre unas plantas espinosas de aspecto siniestro, aterrizando con un hábil salto sobre un tronco caído.
Es una creencia muy extendida entre los galácticos. ¿Y quién soy yo para decir que están equivocados?
En el grupo de cabeza se produjo un pequeño revuelo. Unas rápidas señas manuales se propagaron a través de los claros de los árboles, y sus acompañantes, los chimps directamente responsabilizados de su seguridad, le indicaron con gestos que se desviase hacia el lado oeste del cañón, resguardado del viento. Después de escalar unos cuantos metros más supo el porqué. En aquel húmedo ambiente, pudo distinguir el mohoso y dulzón olor del polvo de coerción, del metal corroído y de la muerte.
Pronto llegó a un punto desde el que se divisaba el pequeño valle y, al otro lado, una delgada cicatriz ya casi cubierta por nuevas capas de vegetación, que terminaba junto a un amasijo de maquinaria, en otro tiempo brillante, pero ahora totalmente chamuscada y rota.
Los chimps susurraron mientras los exploradores intercambiaban señales. Se aproximaron nerviosos y empezaron a examinar los restos mientras otros, con las armas en la mano, vigilaban el cielo. Robert creyó ver unos huesos blancos, ya pelados por la siempre hambrienta jungla, que destacaban entre los restos de los aparatos. Si hubiera intentado aproximarse, los chimps se lo hubieran impedido físicamente, así que decidió esperar a que volviera Elsie con información.
—Llevaban exceso de carga —dijo ella, señalando la caja negra de la nave. Era evidente que la emoción le impedía seguir hablando—. Intentaban llevar demasiados humanos a Puerto Helenia, al día siguiente de que usaran por primera vez el gas toma-rehenes. Algunos estaban muy enfermos y ése era el único transporte que poseían. El aparato no pudo salvar ese pico de ahí arriba —señaló unas montañas hacia el sur envueltas en un manto de bruma—. Tiene que haber golpeado contra las rocas una docena de veces por lo menos para ir a caer tan lejos. ¿Debemos… debemos dejar aquí un par de chimps? ¿Algún… algún detalle funerario?
—No —Robert golpeó el suelo con el pie—. Que dejen una marca y lo señalen en el mapa. Ya le preguntaré a Athaclena si debemos fotografiarlo para usarlo como prueba. Mientras, dejemos que Garth tome de ellos lo que necesite. Yo…
Se dio vuelta. Los chimps no eran los únicos que no encontraban palabras adecuadas en aquel momento.
Con un gesto de la cabeza ordenó al grupo proseguir la marcha. Mientras continuaban el ascenso, los pensamientos de Robert se llenaron de ira. Tenía que haber una forma mucho más efectiva de dañar al enemigo que las que habían utilizado hasta el momento.
Unos días atrás, en una oscura noche sin luna, había contemplado cómo un grupo de doce chimps seleccionados atacó un campamento
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cabalgando sobre el viento en un planeador de fabricación casera. Allí habían dejado caer nitroglicerina y bombas de gas, y escapado luego bajo la luz de las estrellas antes de que el enemigo supiese siquiera qué ocurría.
Hubo ruido y humo, tumulto y gritos confusos, pero no lograron conocer el resultado de la incursión.
Recordaba, empero, lo poco que le había gustado quedarse observando desde fuera. Él era un piloto preparado y estaba más cualificado que cualquiera de aquellos chimps de las montañas para una misión de aquel tipo.
Pero Athaclena había dado severas instrucciones que los chimps habían cumplido al pie de la letra. La vida de Robert era sagrada.
Es culpa mía
, pensó mientras cruzaba un espeso soto. Al convertir a Athaclena en su consorte formal le había dado el estatus que necesitaba para dirigir aquella pequeña insurrección… pero también cierto grado de autoridad sobre él. Ya no podía hacer lo que le viniese en gana.
En cierta manera, ella era ahora su esposa.
Vaya matrimonio
, pensó. Athaclena seguía modificando su físico para parecer más humana, pero eso sólo conseguía recordarle lo que no podía hacer, cosa que frustraba a Robert.
No era de extrañar que los matrimonios entre especies distintas fuesen tan poco habituales.
Me pregunto qué piensa Megan de estas noticias… ¿habrá conseguido nuestro mensajero llegar hasta ella?
—Pssst.
Miró hacia la derecha. Elsie colgaba de una rama y señalaba montaña arriba, donde una abertura en la niebla dejaba a la vista unas altas nubes que se deslizaban, como botes con fondo de cristal, sobre capas de presión invisibles en el cielo azul intenso. Bajo las nubes se divisaba la falda de una montaña cubierta de árboles. De ella se elevaban pequeñas espirales de humo.