—Me alegro de que no haya resultado necesario, señor.
—Yo también, porque estoy seguro de que a su madre no le habría gustado. Y teniendo en cuenta que la suya ha sido una empresa dirigida por un aficionado, estoy dispuesto a reconocer que aquí ha llevado a cabo un gran esfuerzo. No —Prathachulthorn sacudió la cabeza—, demasiado lacónico para ser justo. Lo diré de otra forma. Si yo hubiera estado aquí, muchas cosas las hubiese hecho de un modo diferente. Pero si lo comparamos con la pobre actuación de las fuerzas oficiales, usted y sus chimps lo han hecho realmente muy bien.
—Estoy seguro de que los chimps se alegrarán mucho de saberlo, señor —la sensación de vacío en el pecho de Robert empezaba a disminuir—. Pero quiero señalar que yo no he sido el único líder. La
tymbrimi
Athaclena corrió con buena parte de esa responsabilidad.
El mayor Prathachulthorn parecía molesto. Robert no estaba seguro de si era debido a que Athaclena era una galáctica o al hecho de que él, como oficial del ejército, debería haber asumido toda la autoridad.
—Ah, sí, la «general» —su sonrisa indulgente era, en último término, una condescendencia—. En mi informe mencionaré su ayuda. Es evidente que la hija del embajador Uthacalthing es una joven alienígena muy ingeniosa. Espero que esté dispuesta a seguir ayudándonos.
—Los chimps la adoran, señor —puntualizó Robert.
El mayor Prathachulthorn asintió. Desvió la mirada hacia la pared y su voz adquirió un tono meditativo.
—La mística
tymbrimi
, ya lo sé. A veces me pregunto si los medios de comunicación saben lo que hacen al difundir tales ideas. Con aliados o sin ellos, nuestras gentes tienen que entender que el clan de los terrestres estará siempre fundamentalmente solo. Nunca podremos confiar por completo en algo galáctico.
Entonces, como si creyera que había hablado demasiado, Prathachulthorn sacudió la cabeza y cambió de tema.
—Y ahora, por lo que hace referencia a las futuras operaciones contra el enemigo…
—Hemos estado pensando en ello, señor. Su misteriosa oleada de actividad en las montañas parece haber terminado, aunque no sabemos por cuánto tiempo. No obstante, hemos estado discutiendo mucho algunas ideas. Cosas que podríamos usar en su contra si regresaran.
—Bien —aprobó Prathachulthorn—. Pero debe comprender que, de ahora en adelante, tendremos que coordinar todas las acciones en las montañas con otras fuerzas planetarias. Los irregulares no son capaces de hacer daño al enemigo en sus propias posesiones, como quedó demostrado cuando los chimps insurgentes fueron totalmente barridos al intentar atacar las baterías espaciales cercanas a Puerto Helenia.
—Sí, señor —Robert comprendía las razones de Prathachulthorn—. Sin embargo, desde entonces nos hemos apoderado de algunas municiones que podríamos utilizar.
—Unos pocos misiles, sí. Pueden sernos útiles si descubrimos cómo hacerlos funcionar. Y en especial si tenemos la información adecuada de adonde dispararlos. De momento ya tenemos unos cuantos datos —prosiguió el mayor—. Quiero reunir más e informar al Concejo. Después de ello, nuestra tarea será la de prepararnos para apoyar cualquier acción que se decida llevar a cabo.
Finalmente, Robert formuló la pregunta que llevaba posponiendo desde que había regresado a las cuevas para encontrarse con que Prathachulthorn y su pequeño grupo de oficiales humanos las ponían patas arriba y metían la nariz en todos lados.
—¿Qué va a pasar con nuestra organización, señor? Athaclena y yo hemos concedido a algunos chimps el estatus operativo de oficiales, pero, salvo yo, aquí no hay nadie con un verdadero nombramiento colonial.
—Bueno, capitán —Prathachulthorn frunció los labios—, usted es el caso más sencillo. Se merece un descanso. Puede escoltar a la hija del embajador Uthacalthing al refugio del Concejo, junto con mi informe y una recomendación para que sea ascendido y condecorado. Sé que a la Coordinadora le gustará. Podrá informarles con detalle acerca de su excelente descubrimiento sobre las técnicas de rastreo mediante resonancias utilizadas por los
gubru
—el tono de voz del mayor dejaba muy claro lo que pensaría de Robert si éste aceptaba su oferta—. Por otro lado, me gustaría mucho que se uniese a mi equipo, con la graduación honoraria de teniente de marines, además del rango que ostenta en la milicia. Su experiencia puede sernos útil.
—Gracias, señor. Creo que me quedaré aquí, si a usted no le importa.
—Bien, entonces tendremos que asignar a otra persona para que la escolte.
—Estoy seguro de que Athaclena también querrá quedarse —se apresuró a añadir Robert.
—Hummm, bueno, sí. Estoy seguro de que ella podrá ayudarnos durante un tiempo. Le diré una cosa. Voy a plantear el caso al Concejo en mi próxima carta. Pero tenemos que dejar algo claro: ella no tiene ningún rango militar. Los chimps tienen que dejar de llamarla «general». ¿Ha comprendido?
—Sí, señor, perfectamente —Robert se preguntaba cómo podía alguien dar una orden así a unos neochimpancés civiles que tenían tendencia a llamar a cualquier persona o cosa como les diera la gana.
—Bueno, y ahora, en lo que respecta a los chimps que estaban bajo su mando… he traído conmigo unos cuantos nombramientos coloniales en blanco que podemos asignar a quienes hayan demostrado una especial iniciativa. No dudo de que usted podrá recomendarme algunos nombres.
—Por supuesto, señor —asintió.
Recordó entonces que, aparte de él, otro miembro de su «ejército» había estado en la milicia. Pensar en Fiben, que seguramente llevaba ya tiempo muerto, hizo que se sintiera repentinamente deprimido.
¡Malditas cuevas! Me están volviendo loco. Cada vez se me hace más duro soportar el tiempo que debo pasar aquí dentro.
El mayor Prathachulthorn era un soldado disciplinado y había estado meses en el refugio subacuático del Concejo, pero Robert no tenía esa firmeza de carácter.
¡Tengo que salir de aquí!
—Señor —se apresuró a decir—, quiero pedirle permiso para dejar el campamento base durante unos días para hacer una inspección cerca del paso Lorne… en las ruinas del centro Howletts.
—¿El lugar donde los gorilas fueron manipulados genéticamente de forma ilegal? —Prathachulthorn frunció el ceño.
—El lugar donde ganamos nuestra primera batalla —le recordó al oficial— y obligarnos a los
gubru
a que parlamentaran con nosotros.
—Hummm —gruñó el mayor—, ¿y qué espera encontrar allí?
Robert reprimió el impulso de encogerse de hombros. En su claustrofobia repentinamente acrecentada, en su necesidad de encontrar una excusa para salir de allí, había utilizado una idea que hasta entonces sólo era una pequeña lucecita en un rincón de su mente.
—Una posible arma, señor. Algo que, si funciona, puede sernos muy útil.
—¿De qué arma se trata? —aquello había despertado la curiosidad de Prathachulthorn.
—Preferiría no ser muy específico ahora, señor. No hasta que tenga la oportunidad de verificar unas cuantas cosas. Sólo estaré fuera tres o cuatro días, se lo prometo.
—Hummm, bueno —Prathachulthorn frunció los labios—. Es el tiempo que nos tomará poner en orden estos sistemas de datos. Mientras lo hagamos, su presencia aquí no será más que un estorbo, pero después lo voy a necesitar. Tenemos que preparar un informe para el Concejo.
—Sí, señor, me apresuraré en regresar.
—Muy bien. Llévese a la teniente McCue. Quiero que uno de mis hombres conozca ese sector. Enseñe a McCue cómo consiguieron su pequeña victoria, preséntele a los líderes de las bandas de chimps partisanos más importantes de la zona y regrese sin dilación. Puede retirarse.
Robert se cuadró.
Me parece que ya sé por qué lo odio
, pensó Robert mientras lo saludaba, daba media vuelta y desaparecía tras la manta colgada que hacía las veces de puerta de la oficina subterránea.
Desde que había regresado a la cueva y encontrado a Prathachulthorn y sus ayudantes actuando como si fuesen los dueños, tratando a los chimps con paternalismo y calibrando lo que habían hecho entre todos, Robert no había podido evitar sentirse como un niño al que, hasta aquel momento, se le ha permitido interpretar un maravilloso papel dramático, un juego realmente divertido. Pero ahora el niño tenía que soportar palmaditas en la cabeza, caricias que quemaban a pesar de que pretendían ser elogios.
Era una analogía muy molesta aunque sabía que en cierto modo era la verdad, después de todo.
Robert suspiró silenciosamente y se apresuró a alejarse de la oficina que había compartido con Athaclena pero que había sido completamente tomada por los adultos.
Sólo cuando estuvo de nuevo bajo la alta bóveda de la jungla sintió que podía respirar otra vez con libertad.
Los aromas familiares de los árboles parecían limpiarle los pulmones del olor a moho de las cuevas. Conocía bien a los chimps que marchaban ante él y a sus flancos. Eran rápidos, leales y de aspecto feroz con sus ballestas y sus caras ennegrecidas.
Mis chimps
, se dijo, sintiéndose un poco culpable por pensar en aquellos términos. Pero el sentido de propiedad estaba allí. Era como en los viejos tiempos, como hasta anteayer, cuando se sentía importante y necesario.
Pero la ilusión se desvaneció en el momento en que la teniente McCue le dirigió la palabra.
—Estas junglas de montaña son muy hermosas —dijo—. Me gustaría haberlas visitado antes de que estallara la guerra.
La oficial terrestre se detuvo al borde del sendero para tocar una flor con nervaduras azules, pero ésta se cerró entre sus dedos y se retrajo hacia la maleza.
—He oído hablar de estas cosas pero es la primera vez que tengo la oportunidad de verlas al natural.
Robert gruñó evasivamente. Pensaba ser cortés y contestar a todas las preguntas que le hiciera, pero no estaba interesado en dar conversación a la segunda del mayor Prathachulthorn.
Lydia McCue era una joven atlética, con facciones oscuras y pronunciadas. Sus movimientos, ágiles como los de un soldado de comando o los de un asesino, estaban, por su misma naturaleza, llenos de gracia. Vestida con una falda y una blusa de confección casera, podía ser confundida con una campesina, si no hubiera llevado la ballesta.
En las cartucheras había suficientes dardos para convertir en añicos a la mitad de los
gubru
que estuvieran en un radio de cien kilómetros. Los cuchillos enfundados de sus muñecas y sus tobillos eran algo más que adornos.
Parecía no tener demasiados problemas en seguir el rápido paso de Robert a través de la maraña de enredaderas de la jungla. Eso estaba bien ya que él no tenía ninguna intención de caminar más despacio. De un modo inconsciente, Robert sabía que estaba siendo injusto. Ella debía de ser, a su manera, una persona encantadora, para tratarse de una militar profesional, pero, por alguna extraña razón, todo lo que ella tenía de admirable parecía irritarle todavía más.
Robert deseaba que Athaclena lo hubiera acompañado, pero ella había insistido en quedarse en el claro cercano a las cuevas experimentando con las enredaderas cultivadas y formando extraños y barrocos glifos, demasiado sutiles para ser captados por los insignificantes poderes del muchacho. Robert se sintió herido y encolerizado y durante los primeros kilómetros de la marcha casi superó en velocidad a sus escoltas.
—Hay tanta vida… —la mujer terrestre mantenía el paso tras él e inhalaba los penetrantes aromas—. Éste es un lugar muy apacible.
Te has equivocado en ambas cosas
, pensó Robert, con un cierto desdén por la torpe y humana insensibilidad de ella para comprender la verdad de Garth, una verdad que él sentía en todo el entorno. Gracias a las enseñanzas de Athaclena, había empezado a comprender y localizar, si bien de un modo vacilante y poco diestro, las ondas vitales que fluían en aquella tranquila jungla.
—Ésta es una tierra desgraciada —respondió simplemente, pero no dio más explicaciones aunque ella lo miró con ojos intrigados. Su primitivo sentido de empatía se replegó para ignorar la confusión de la mujer.
Caminaron en silencio durante un rato. La mañana se aproximaba a su fin. Una vez, los escoltas silbaron y ellos se pusieron a cubierto bajo unas espesas ramas porque unos grandes cruceros aparecieron en el cielo. Cuando se hubieron alejado, Robert volvió de nuevo al camino sin pronunciar una sola palabra.
—Ese lugar al que nos dirigimos —habló por fin Lidia McCue—, el centro Howletts, ¿podría informarme acerca de él?
Era una petición muy directa y no pudo rehuirla, puesto que Prathachulthorn había hecho que lo acompañara para que recibiera información. Pero mientras le hablaba, evitaba sus ojos negros. Intentó mostrarse indiferente, pero la emoción se traslucía en su voz. Robert le explicó la triste, incorrecta, pero brillante labor de los científicos desertores. Su madre no tenía conocimiento alguno de lo que allí estaba ocurriendo, por supuesto, y él se había enterado por casualidad un año antes de la invasión y decidió guardar silencio.
El osado experimento ya había terminado. Se necesitaría algo más que un milagro para salvar a los gorilas de la esterilización ahora que personas como el mayor Prathachulthorn conocían el secreto.
Prathachulthorn podía odiar a la civilización galáctica con una pasión que rozaba el fanatismo, pero sabía lo esencial, que era que los terrestres no rompieran los pactos que tenían con los grandes Institutos. En aquel momento, la única esperanza de la Tierra se hallaba en los viejos códigos de los Progenitores. Para conseguir la protección de dichos códigos, los clanes débiles tenían que ser como la mujer del César, es decir, estar por encima de todo reproche.
Lydia McCue escuchaba con atención. Tenía los pómulos prominentes y unos ojos que quemaban con su oscuridad. A Robert le hacía daño mirarlos. En cierto modo, aquellos ojos parecían estar situados demasiado juntos, demasiado quietos. El muchacho se concentró en el serpenteante camino que discurría ante él.
Pero la joven oficial con voz dulce, le hizo volver su atención hacia ella. Robert se encontró hablando de Fiben Bolger, de cómo habían escapado por poco del feudo de los Mendoza cuando aparecieron los robots gaseadores, y del primer viaje de su amigo al Sind.
Y del segundo, del cual nunca regresó.
Alcanzaron una cima cubierta de misteriosas piedras-aguijón y llegaron a un punto desde donde se dominaba un angosto valle, justo al oeste del paso Lorne. Señaló los demolidos perfiles de unos edificios quemados.