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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

La rebelión de los pupilos (26 page)

BOOK: La rebelión de los pupilos
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La varilla vibraba y producía estampidos mientras él resoplaba y saltaba al ritmo de la música, aullando como si desafiara a los dioses del cielo.

Fiben se había preguntado a menudo cuánta de la popularidad de la danza del trueno procedía de los sentimientos de brontofilia innatos y hereditarios, y cuánta del hecho bien conocido de que los chimps sin modificar de las junglas terrestres habían sido observados «bailando» de un modo un tanto grosero durante las tormentas con relámpagos. Sospechaba que una buena parte de la «tradición» neochimpancé se elaboraba a partir del divulgado comportamiento de sus primos no modificados.

Como a muchos chimps con estudios universitarios, a Fiben le gustaba pensar que él era demasiado refinado para un culto-ancestral tan antiguo. Y, por lo general, prefería a Bach o las canciones cetáceas a los truenos simulados.

Y, sin embargo, había veces en que, solo en su apartamento, sacaba del cajón una cinta interpretada por Los Fulminantes y la escuchaba con auriculares para ver cuántos truenos podía resistir su cráneo sin partirse por la mitad. Aquí, bajo la potencia de los amplificadores, no pudo evitar que un escalofrío le recorriese la columna vertebral mientras «los relámpagos» llenaban la sala y el retumbar de los tambores hacía temblar a un tiempo a pupilos, muebles y demás accesorios.

Otro bailarín desnudo se encaramó en el montón de piedras, blandiendo su propia rama y chillando en señal de desafío. Mientras subía, se apoyaba sobre un nudillo, un toque de realismo que los especialistas en ortopedia desaprobaban pero que fue recibido con vítores por la animada concurrencia. Probablemente lo pagaría con un dolor de espalda matutino, pero ¿qué era aquello comparado con la magnificencia de la danza?

El simio que estaba en lo alto aulló a su adversario. Dio un salto y un giro en el aire con un movimiento perfectamente sincronizado, agitando la vara al tiempo que otro relámpago de luz estroboscópica teñía de blanco la sala. Era una imagen salvaje y poderosa, un recordatorio de que, sólo cuatro siglos atrás, sus ancestros habían desafiado las tormentas de un modo semejante desde las colinas de la jungla, sin necesidad de que el hombre con sus tutoriales escalpelos les dijera que la furia de los cielos requería una réplica.

Los chimps de las mesas gritaron y aplaudieron cuando el rey de la colina saltó desde la cumbre, sonriendo.

Abandonó el túmulo, dándole una fuerte palmada a su contrincante al pasar junto a él.

Ésta era otra de las razones de por qué las hembras rara vez participaban en la danza del trueno. Un neochimp macho adulto tenía casi la misma fuerza que sus primos naturales de la Tierra. Las chimas que querían participar lo hacían por lo general tocando en la banda.

A Fiben siempre le había parecido curioso que entre los humanos fuera tan distinto. A los machos les interesaba más ejecutar la música y a las hembras bailarla, y no a la inversa. Pero los humanos eran extraños en muchas otras cosas, como, por ejemplo, en sus peculiares prácticas sexuales.

Echó un vistazo al público. En bares como aquél, el número de machos era siempre superior al de hembras, pero aquella noche había menos chimas que nunca. La mayoría se sentaban juntas, en grupos de amigas, con grandes machos a su alrededor. También estaban las camareras, por supuesto, moviéndose entre las mesas y sirviendo bebidas y tabaco, vestidas con imitaciones de Piel de leopardo.

Fiben empezaba a preocuparse. ¿Cómo iba a reconocerlo su contacto en aquella ruidosa casa de locos? No veía a nadie que pareciese un pescador con una cicatriz en la cara.

Alineada con las tres paredes que miraban al escenario estaba la galería. Los clientes se inclinaban hacia delante, golpeando en la madera y animando a los bailarines. Fiben dio media vuelta y retrocedió para tener una mejor visión de esos asientos… y la sorpresa casi lo hizo tropezar con una mesa de junco.

Allí, en una zona aislada por una barrera de cuerdas y protegido por cuatro robots de batalla flotantes, estaba sentado uno de los invasores. Allí estaban su fina cobertura de plumas, su prominente esternón, su pico curvado… pero aquel
gubru
llevaba algo parecido a una gorra de lana en la cabeza, justo donde tenía su órgano auditivo en forma de peine. Ocultaba los ojos tras un par de gafas oscuras.

Fiben desvió la mirada contra su voluntad. No estaría bien mostrarse demasiado sorprendido. Al parecer, los clientes habían tenido la oportunidad de acostumbrarse a la presencia de un alienígena durante las últimas semanas. Pero Fiben notó ocasionales miradas de nerviosismo hacia el lugar acotado sobre la barra del bar. Tal vez la tensión adicional ayudaba a explicar el frenético estado de los juerguistas ya que «La Uva» parecía inusualmente alborotada, incluso tratándose de un bar de chimps obreros.

Bebió otro sorbo de su botella de papel y, con indiferencia, miró de nuevo hacia arriba. El
gubru
llevaba sin duda el gorro y las gafas para protegerse de la luz y del ruido. Los guardias robots habían cercado un área cuadrada alrededor del alienígena y toda aquella zona estaba casi vacía.

Casi
. Dentro de la zona protegida estaban sentados dos chimps junto al picudo
gubru
.

¿Traidores?
se preguntó Fiben.
¿Es posible que ya los haya entre nosotros?

Sacudió la cabeza perplejo.
¿Por qué estaba el gubru allí? ¿Qué atractivo podía encontrar el enemigo en aquel lugar?

Fiben volvió a situarse junto a la barra.

Es evidente que están interesados en los chimps y por razones no relacionadas con nuestro valor como rehenes.

¿Pero cuáles eran esas razones? ¿Por qué los galácticos iban a preocuparse por un montón de pupilos peludos a los que apenas se consideraban seres inteligentes?

La danza del trueno llegó a su clímax en un repentino
crescendo
que culminó en un estallido final, con los últimos retumbos disminuyendo como si la tormenta y las nubes se fueran alejando. Los ecos tardaron unos cuantos segundos en apagarse totalmente dentro de la cabeza de Fiben.

Los bailarines regresaron saltando hacia sus mesas, sudorosos y sonrientes, cubriendo su desnudez con unas amplias túnicas. Las risas parecían espontáneas, tal vez demasiado.

Ahora que comprendía la tensión que había en el local, Fiben se preguntó por qué los chimps seguían acudiendo a él. El boicot a un establecimiento protegido por el invasor sería una forma simple y obvia de
ahisma,
de resistencia pasiva. Probablemente el chimp medio de la calle se sentía agraviado por esos enemigos de todos los terrestres.

¿Qué arrastraba a la multitud a ese local en una noche entre semana?

Fiben pidió otra cerveza para guardar las apariencias, aunque estaba deseando marcharse. El
gubru
lo ponía nervioso, y si su contacto seguía sin aparecer, sería mejor que saliese de allí y emprendiese sus propias investigaciones. Tenía que enterarse de algún modo de lo que ocurría en Puerto Helenia y descubrir una forma de ponerse en contacto con aquellos que estuviesen dispuestos a organizarse.

En el otro lado de la sala, un grupo de juerguistas que estaban tumbados sobre las esterillas empezaron a golpear el suelo y a cantar. Pronto los gritos se extendieron por toda la sala.

—¡Sylvie! ¡Sylvie!

Los músicos regresaron al escenario y el público aplaudió cuando éstos comenzaron a tocar de nuevo, esta vez con un ritmo mucho más suave. Un par de chimas tocaban el saxofón de un modo seductor al tiempo que las luces del local disminuían de intensidad.

Se encendió un foco que iluminaba el montículo de los bailarines y de una cortina de abalorios surgió una nueva figura que se paró bajo el deslumbrante haz luminoso. Fiben parpadeó sorprendido. ¿Qué hacía una chima allí arriba?

Llevaba la mitad superior de su rostro cubierta con una máscara con pico y coronada de plumas. El pecho de la fem-chimp estaba cubierto de lentejuelas brillantes que relucían bajo el foco. Su falda de tiras plateadas empezó a balancearse al lento ritmo de la música. Las pelvis de las hembras neochimpancés eran más anchas que las de sus ascendientes para poder dar a luz a criaturas con un cráneo mayor. Sin embargo, el vaivén de las caderas nunca había sido un estímulo erótico arraigado —un excitante para los machos— como ocurría entre los humanos.

No obstante, el corazón de Fiben se aceleró al contemplar los provocativos movimientos. A pesar de la máscara, la primera impresión que tuvo fue de que se trataba de una adolescente, pero en seguida se dio cuenta de que la bailarina era una hembra adulta, con tenues señales de haber amamantado. Eso la hacía parecer mucho más seductora.

Cuando se movía, las oscilantes tiras de su falda se agitaban ligeramente y Fiben vio que el tejido era plateado sólo por la parte exterior. Por la parte interior, cada tira de tejido adquiría gradualmente un tono rosado.

Fiben se ruborizó y miró hacia otro lado. Una cosa era aceptar la danza del trueno, en la que él mismo había participado alguna vez, y otra muy diferente aquello. Primero el pequeño alcahuete en el callejón y después…

¿Sufrían los chimps de Puerto Helenia una locura sexual?

Sintió una repentina y carnosa presión en el hombro. Al volverse vio una gran mano peluda unida al brazo de quien parecía el chimp más grande que había visto en su vida. Era casi tan alto como un hombre pequeño y evidentemente mucho más fuerte. El neochimp macho llevaba un raído mono azul de trabajo y su labio superior estaba contraído mostrando unos prominentes y casi atávicos colmillos.

—¿Qué pasa contigo, tío? ¿No te gusta Sylvie? —preguntó el gigante.

Aunque la danza apenas se había iniciado, la concurrencia, en su mayoría masculina, estaba ya chillando y animando a la intérprete. Fiben advirtió que su rostro dejaba traslucir la desaprobación que sentía, como un idiota.

Un espía auténtico hubiera fingido divertirse para no desentonar.

—Jaqueca. —Se señaló la sien derecha—. Un día duro. Creo que es mejor que me marche.

—¿Jaqueca? —El gran neochimp reía sin quitar su inmensa mano del hombro de Fiben—. ¿O es demasiado descarado para ti? A lo mejor aún eres virgen ¿no?

Con el rabillo del ojo, Fiben veía el ondulante y provocativo espectáculo, todavía prudente pero volviéndose más sensual por momentos. Pudo notar que la sala hervía de excitación sexual y trató de imaginar en qué podría acabar todo aquello. Había razones importantes para que este tipo de espectáculos estuviera prohibido… para que fuera una de las pocas actividades que los humanos no permitían a sus pupilos.

—¡Claro que he estado en sesiones de amor! —le espetó—. Pero es que así, en público, puede… puede ocasionar un tumulto.

—¿Cuándo? —El desconocido le dio una palmada amistosa.

—Perdón… ¿qué quieres decir?

—Quiero decir cuándo tuviste tu primera sesión. Por tu forma de hablar apuesto fue en una de esas fiestas de universitarios, ¿no? ¿Estoy en lo cierto, señor carnet-azul?

Fiben miró fugazmente a derecha e izquierda. A pesar de su primera impresión, ese tipo parecía más curioso y borracho que hostil. Pero a Fiben le hubiera gustado marcharse. Su tamaño era amedrentador y además podían estar llamando la atención.

—Sí —murmuró, sintiéndose incómodo por el recuerdo—. Fue una iniciación de fraternidad.

Las chimas de la universidad podían ser muy buenas amigas de los chimps, pero nunca eran invitadas a esas sesiones. Era demasiado peligroso pensar en la sexualidad de las hembras con carnet verde. Y además solían mostrarse paranoicas ante la posibilidad de quedarse embarazadas antes del matrimonio y del asesoramiento genético. El coste era demasiado grande.

Así pues, cuando los chimps de la universidad organizaban una fiesta, solían invitar a chimas de ambientes no estudiantiles, chicas chimps con carnets amarillos y grises, cuyos inflamados estímulos eran sólo una excitante sustitución.

Resultaba erróneo juzgar ese comportamiento según los puntos de vista humanos.
Nuestros patrones de conducta son fundamentalmente distintos
, había pensado Fiben en aquellas ocasiones y muchas otras veces desde entonces. Pero nunca le habían parecido esas fiestas divertidas y gratificantes. Tal vez cuando encontrase el grupo de matrimonio adecuado.

—Claro, mi hermana iba a esas fiestas de estudiantes. Parecía divertirse. —El sobreexcitado chimp se volvió hacia el encargado del bar y golpeó la encerada superficie—. ¡Dos pintas! ¡Una pa mí y otra pa mi compinche universitario!

Fiben se sobresaltó por los gritos. Varios chimps que estaban cerca se volvieron para mirarlos.

—Cuéntame —le dijo su inoportuno conocido poniendo una botella de papel en la mano de Fiben—. ¿Tienes ya muchos críos? Tal vez algunos registrados pero que ni conoces. —Su voz no sonaba hostil, sino más bien envidiosa.

—No funciona de ese modo. —Fiben tomó un sorbo del templado y amargo brebaje y habló en voz baja—. Un carnet de procreación abierto no es lo mismo que uno blanco, de procreación ilimitada. Si los planificadores han usado mi plasma yo nunca lo sabré.

—¿Y por qué no, demonios? Quiero decir que ya es bastante malo para vosotros, azulitos, que tengáis que follar con tubos de ensayo por orden de la Tabla de Elevación, pero que incluso no sepáis si usan la porquería… Demonios, la esposa mayor de mi grupo de matrimonio tuvo un niño planificado hace un año. ¡Tal vez tú seas el padre-gene de mi hijo! —El gran chimp soltó una carcajada y le dio a Fiben unas fuertes palmadas en el hombro.

Aquello no podía continuar. Cada vez había más cabezas vueltas hacia él. Y esas conversaciones sobre carnets azules no le harían ganar amigos en un sitio como aquél. Además no quería llamar la atención, con un
gubru
sentado a menos de diez metros de distancia.

—La verdad es que debería irme —dijo, empezando a moverse hacia atrás—. Gracias por la cerveza…

Alguien le cerró el paso.

—Perdón —dijo Fiben. Se volvió y se encontró cara a cara con cuatro chimps vestidos con unos brillantes monos de cremallera que lo miraban con los brazos cruzados. Uno de ellos, un poco más alto que los demás, empujó a Fiben de nuevo hacia la barra.

—¡Es evidente que éste tiene descendientes! —gruñó el recién llegado. Llevaba afeitado el pelo de la cara dejándose un bigote engominado y puntiagudo.

—Mira qué manos tiene. Apuesto a que no ha trabajado ni un solo día de su vida como un honrado chimp. Debe de ser un técnico o un científico. Lo dijo de tal forma que parecía como si un neochimp con ese título fuera una especie de niño privilegiado al que se le permite entretenerse con complicados juegos sin objeto.

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