Cuando tuve ahorrados mil yuanes, decidí dejar la construcción porque ya estaba harto de vivir en las barracas. Además, siempre que iba a la ciudad para distraerme, veía a otros hombres de mi edad paseándose con chicas, y parecían mucho más felices que yo. Quería encontrar un trabajo allí, algo más fácil e interesante. Pero lo que podía hacer un jornalero se reducía a lo que llamaban «las tres pes»: cualquier cosa que fuera peligrosa, pringosa y penosa. Esto también era cierto para el trabajo en las ciudades y, en este sentido, China no es diferente de Japón. De manera que decidí contactar con mi hermana para que me ayudara en la búsqueda de un nuevo empleo. Si aún no lo había hecho era porque estaba enfadado por cómo me había abandonado.
Fui a la avenida de Zhongshan y me compré una camiseta nueva y unos tejanos. No quería dejarla en evidencia presentándome en el hotel con mi ropa hecha jirones. Al trabajar en la construcción tenía el cuerpo bronceado y musculoso, así que me imaginé que cuando me viera se impresionaría por mi aspecto viril y urbano. Me moría de ganas de enfrentarme a Jin-long, porque todavía me enfurecía que se hubiese llevado a mi hermana. No había olvidado lo seguro que parecía de sí mismo, lo fuerte que era.
Era un día caluroso de principios de junio. Yo llevaba una bolsa con una camiseta rosa dentro, un regalo para mi hermana, y bajé por la avenida Huangsha bordeando el río Perla en dirección al hotel Cisne Blanco. El edificio sobresalía por un lado de la isla de Shamian, la que daba al río Perla, y era enorme, al menos tenía treinta pisos. Al mirar la altura del edificio de color tiza, me enorgullecí de que mi hermana pequeña, Mei-kun, trabajase en un lugar tan elegante. Pero me sentí tan incómodo al verme entre todos los turistas extranjeros que entraban y salían del hotel y que caminaban por los jardines que me costó cruzar la magnífica puerta principal. Había cuatro porteros fornidos en la entrada, vestidos con uniformes marrones, y me miraron con desconfianza cuando me acerqué. Los porteros saludaban a los huéspedes que llegaban en taxi y los acompañaban adentro; se dirigían en un inglés fluido a los clientes extranjeros que llegaban a pie. No parecían en absoluto predispuestos a que yo les preguntara nada, así que me aproximé a un hombre que estaba cuidando una parcela de jardín a un lado de la puerta de entrada. Por su aspecto y su actitud, estaba claro que también era inmigrante.
—Zhang Mei-kun trabaja aquí, y esperaba que pudiera usted decirme cómo encontrarla.
—¿Quiere que lo pregunte por usted? —replicó con un acento del nordeste de Pekín. Dejó el rastrillo y se marchó.
Esperé un buen rato pero el hombre no volvía. Miré los rayos del sol que se reflejaban en la superficie del río Perla y empecé a impacientarme. Al final, alguien me dio una palmada en el hombro. Era el jardinero.
—Parece ser que no hay ninguna Zhang Mei-kun trabajando aquí —dijo compadeciéndome—. Le he preguntado a uno de la sección de personal y su nombre no aparece en ninguna de las listas. Lo siento.
Me quedé de piedra aunque, de hecho, ya sospechaba algo parecido. Nadie tiene tanta suerte. Cada vez estaba más seguro de que Jin-long había engatusado a mi hermana, pero ¿qué podía hacer? Al darme cuenta de que nunca más iba a ver a Mei-kun, las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas.
—¿Y un hombre llamado Jin-long? Es un tipo grande que parece un mafioso. Me dijo que tenía un amigo que trabajaba en la cocina del hotel.
—¿Cuál es su apellido? ¿Sabe en qué restaurante trabaja?
No tenía ni idea, por lo que me limité a negar con la cabeza.
—Los cocineros de aquí se ganan muy bien la vida, así que normalmente no se relacionan con mafiosos.
El hombre se encogió de hombros, como si se riera de mi ignorancia, y volvió al trabajo. Yo me marché, triste, siguiendo la acera que bordeaba el hotel, y caminé en dirección a Shamian, una isla natural en la bifurcación del río Perla. Me habían contado que antes de la Revolución era un asentamiento extranjero y que ningún chino podía poner un pie en ella. Ahora era un lugar público y cualquiera podía ir.
Era mi primera visita a Shamian. Una avenida ancha se abría paso entre filas y filas de edificios de estilo europeo. En el centro de la avenida había una mediana verde en la que crecían flores rojas de salvia e hibiscos. Aquellas casas eran incluso más bonitas que las casitas que tanto me habían gustado en Guangzhou, y a las que algún día quería ir a vivir. Me senté en un banco y contemplé la avenida. Parecía que cada día descubría algo mejor que lo que había visto el día anterior. Mis pensamientos volvieron a Mei-kun. ¿Por qué no había hecho nada para evitar que nos separáramos?
—¡Eh, tú!
La voz de un hombre interrumpió mis pensamientos. Me volví y vi a un tipo que parecía un agente de policía. Me había gritado con un tono arrogante y se me heló la sangre porque yo había salido sin el permiso de residencia y sin los papeles de identificación. El hombre iba vestido con el mismo traje azul que llevaban los funcionarios del gobierno y era de complexión delgada, pero caminaba con determinación y confianza. Sin duda debía de ocupar un cargo importante. Lo último que quería era que me arrestaran por cualquier cosa, así que fingí ser un pobre cateto de pueblo.
—No estoy haciendo nada malo.
—Lo sé, sólo quiero que vengas un momento.
El hombre me cogió del brazo y me llevó a un coche negro que estaba aparcado al lado de los edificios europeos.
—Sube.
No tenía escapatoria. El tipo me tenía cogido del brazo y me llevaba hacia el coche. Era un Mercedes grande. El conductor me miró a través de sus gafas de sol y sonrió. El hombre del traje azul me empujó al asiento trasero. Luego él se sentó delante y se volvió para mirarme.
—Tengo un trabajo para ti. Pero tienes que mantener la boca cerrada, ésa es la condición. Si no eres capaz de hacerlo, ya puedes largarte.
—¿Qué clase de trabajo?
—Ya lo verás cuando lleguemos. Si no te interesa, sal del coche ahora.
Estaba aterrorizado, pero también intrigado. ¿Y si era la oportunidad que había estado esperando? No podía marcharme sin más. Ya estaba harto de trabajar de cualquier cosa, y además había perdido a mi querida hermanita. ¿Qué más podía perder? Acepté asintiendo con la cabeza.
El Mercedes se dirigió de vuelta al Cisne Blanco. Antes, cuando me había ido del hotel, había pensado que nunca más iba a volver. El coche se acercó a la entrada y uno de los porteros que no hacía mucho me habían mirado de manera amenazadora nos dio la bienvenida y abrió la puerta con diligencia. Al verme salir del coche, los porteros no pudieron ocultar su sorpresa. Enseguida recuperé el ánimo. No importaba lo que me deparara el destino, sólo por sentir aquello ya merecía la pena.
Entré en el hotel detrás del hombre del traje azul. El vestíbulo estaba lleno de personas ricas vestidas con ropa elegante.
Me detuve para admirar todo cuanto me rodeaba, sin poder evitarlo, pero el hombre me cogió del brazo y tiró con fuerza de mí. Me metió en el ascensor y subimos hasta el piso veintiséis. Cuando las puertas se abrieron, estaba paralizado por la ansiedad. Si salía de aquel ascensor, me dije, nunca más volvería a mi vida anterior.
—D
ate prisa y sal de una vez —me ordenó el tipo del traje con impaciencia. Lo miré aturdido.
—No creo que pueda hacer esto. No llevo mis papeles encima. Por favor, déjeme ir.
Haciendo caso omiso de mis súplicas, el hombre me cogió de los brazos con brusquedad, me sacó del ascensor y me obligó a caminar a su lado. Era muy fuerte, así que no me quedó más remedio que seguirlo, aunque me temblaran las piernas a causa del miedo. El hombre me arrastró por un pasillo poco iluminado y nos adentramos cada vez más en el hotel. No se veía a nadie alrededor.
El suelo del pasillo estaba recubierto con una moqueta de color beige adornada con nenúfares y fénix. Era tan lujosa que lamentaba tener que pisarla. Una lámpara tenue iluminaba el fondo del pasillo, de alguna parte llegaban unas notas de música elegante y podía oler un perfume maravilloso. El miedo dio paso a una sensación de calma, y el cambio abrupto de un lugar a otro me pareció increíble. Si nunca me hubiera ido del campo, habría muerto sin saber que existía algo tan espléndido como aquello.
El hombre llamó a la última puerta. Respondió una voz aguda de mujer y la puerta se abrió de inmediato. Una joven apareció delante de nosotros, vestida con un traje azul marino y los labios pintados de rojo vivo.
—Adelante —dijo como si fuera una orden.
Miré nervioso alrededor y dejé escapar un suspiro de alivio. Había tres hombres más en la habitación, más o menos de mi edad. Supuse que también los habían reclutado igual que a mí, y que los habían llevado a ese lugar. Estaban sentados en un sofá mirando la televisión, inquietos.
Me senté con cautela al borde del sofá. Los otros hombres eran inmigrantes, igual que yo; podía saberlo sólo por la ropa que llevaban. También estaban nerviosos porque un hombre y una mujer desconocidos los habían llevado a una habitación más elegante de lo que podrían haber imaginado jamás y, como yo, no sabían qué era lo que iba a ocurrir a continuación.
—Esperad aquí —dijo el hombre, y entró en una habitación contigua.
Estuvo allí un buen rato. La mujer de los labios rojos no abrió la boca y se quedó sentada mirando la televisión con nosotros. Tenía una mirada tan astuta y penetrante que supuse que era una agente de policía o una funcionaría del gobierno. Yo ya llevaba en la ciudad tres meses trabajando como jornalero, de modo que no me costaba mucho identificar a los que no eran como yo, ya que sus maneras altivas y arrogantes los delataban.
En la televisión, las noticias mostraban imágenes de una especie de revuelta: hombres jóvenes gritaban con sangre en el rostro, los tanques circulaban por las calles y la gente corría en busca de refugio. Parecía una guerra civil. Más tarde supe que ése era el día posterior a la matanza de la plaza de Tiananmen. Hasta entonces no había oído nada de la manifestación, y me costó un tiempo creer lo que estaba viendo. La mujer con la cara astuta cogió el mando a distancia y apagó la televisión. Los hombres, nerviosos, apartaron enseguida la mirada para no cruzarla con la de ella, e intercambiaron miradas incómodas entre sí.
La habitación en la que estábamos era enorme, allí podían dormir veinte o treinta personas. Supuse que era del estilo llamado rococó. Había un fastuoso sofá de estilo occidental y un televisor muy grande. En una esquina de la habitación descansaba un mueble bar. Las cortinas del ventanal estaban abiertas y podían verse los rayos del atardecer brillando sobre el río Perla. Afuera debía de hacer calor, pero en la habitación había aire acondicionado, de modo que el ambiente era frío y seco. En una palabra, refrescante.
La mujer me clavó la mirada pero yo, impasible, me puse de pie y miré el paisaje a través de la ventana. A la derecha vi unas casuchas provisionales, adosadas, que había construido un grupo de trabajadores inmigrantes. Era una vista desagradable. No deberían permitirles construir sus casuchas en un lugar tan bonito como aquél, pensé. La plaza de Tiananmen me parecía algo lejano, algo con lo que yo no tenía nada que ver.
La puerta de la habitación contigua se abrió entonces suavemente, y el hombre que me había llevado allí asomó la cabeza y me hizo un gesto con la mano.
—Tú, ven aquí. Los demás podéis iros.
Los hombres que habían estado esperando parecieron entre aliviados y decepcionados, como si se hubieran perdido una oportunidad. Se pusieron de pie y se marcharon. Yo me dirigí a la otra habitación, desconcertado por lo que pudiera ocurrir. Allí, en medio, había una cama enorme y, al lado, una silla donde estaba sentada una mujer fumando un cigarrillo. Era bajita y tenía un cuerpo firme y compacto, el cabello teñido de color caoba, y llevaba unas gafas grandes de color rosa y un vestido de un rojo vivo. Era extravagante y debía de rondar los cuarenta.
—Ven aquí.
Su voz era sorprendentemente suave. Me hizo una señal para que me sentara en un pequeño sofá y, al hacerlo, me di cuenta de que el hombre que me había llevado allí había salido de la habitación. Sólo estábamos la mujer y yo, cara a cara. Ella alzó los ojos —que eran el doble de grandes por el aumento de las lentes— y me examinó detenidamente. «¿Qué diablos ocurre?», me pregunté mientras la miraba.
—¿Qué opinas de mí?
—Que da miedo —contesté con sinceridad, y la mujer hizo una mueca.
—Es lo que todos dicen.
Se levantó y abrió un pequeño cofre que había en una estantería al lado de la cama. Sacó lo que parecía una taza con hojas de té y metió algunas en una tetera. Tenía unas manos grandes. Luego, con cuidado, vertió agua caliente en la tetera. Me estaba preparando una taza de té.
—Este té es delicioso —dijo.
Yo habría preferido Coca-Cola, me dije, pero como no quería disgustar a la mujer, que seguro que pensaba de otro modo, me limité a asentir varias veces.
Ella continuó hablando triunfalmente:
—Este té oolong es de una calidad excepcional. Proviene de los campos que tengo en Hunan, y todos los años producimos una cantidad pequeñísima.
La mujer formó con sus manos un círculo del tamaño de una pelota de fútbol. Yo nunca había probado un té tan inusual.
—¿Cómo te llamas?
Dio un sorbo al té y me observó como si evaluara una mercancía. Su mirada era dulce pero penetrante. Sentí una punzada en el corazón. No sabía qué estaba ocurriendo, nunca había estado en una situación parecida: solo junto a una mujer cuyas intenciones desconocía.
—Zhang Zhe-zhong.
—Es un nombre muy común. Yo me llamo Lou-zhen y me dedico a escribir canciones.
Yo no entendía cómo alguien podía vivir de escribir canciones, pero incluso un paleto de campo como yo había tenido suficientes experiencias en la vida para saber que una mujer que se alojaba en un hotel tan lujoso como aquél no era una persona cualquiera. Lou-zhen, cantautora, había contratado a un tipo para que saliera a la calle y le encontrara hombres como yo. ¿Por qué? ¿Estaba relacionada con el crimen organizado? Este pensamiento me hizo temblar, y me asaltó un miedo al que ni siquiera podía darle nombre. Pero entonces Lou-zhen dijo con desgana:
—Me gustaría que fueras mi amante.
—¿Su amante? ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que te acuestes conmigo.