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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (40 page)

BOOK: Grotesco
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—Parece que tu hermana se ha hecho amiga del mafioso.

—No, no es eso. Sólo lo está embaucando para no tener que pagar por el lavabo.

—Pues parece ser que se le da muy bien. ¡Mira, le está pegando!

Mi hermana le daba al
yakuza
unas palmaditas en el brazo y reía. Él, por su parte, fingía que le dolía y se estremecía de dolor haciendo gestos exagerados.

—Cállate.

Dong Zhen se dio cuenta de que me estaba enfadando y empezó burlarse de mí.

—¡Dios mío, os comportáis más como amantes que como hermanos!

Había tocado un punto sensible. Enrojecí de vergüenza. Sí, me avergonzaba admitirlo, pero le tenía mucho cariño a mi hermana. Cuando trabajaba en la fábrica, además de los hombres, había diez mujeres empleadas. Eran todas adolescentes. Se interesaban por mí y me seguían por todas partes, pero no me gustaban lo más mínimo. Ninguna le llegaba a la suela del zapato a Mei-kun.

—A este paso, tu hermana se marchará con el mafioso.

—Mei-kun no haría algo tan estúpido.

Nunca pensé que las palabras de Dong Zhen pudieran ser ciertas, pero cuando finalmente el tren llegó a la estación de Guangzhou, mi hermana saltó al andén con una expresión animada y me dijo con entusiasmo:

—Zhe-zhong, ¿te importa si nos despedimos delante de la estación?

Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Estás segura? —le pregunté una y otra vez.

—Sí, ya he encontrado un trabajo —dijo con orgullo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Un empleo en un hotel de primera clase.

Exhausto por el viaje de dos días y dos noches sin nada que comer, me tambaleé.

—Esos hombres me han dicho que van a ayudarme a encontrar un trabajo, así que me voy con ellos.

Mi hermana señaló al
yakuza
y a sus dos amigos. Me dirigí hacia ellos y, señalando al hombre que me había dado el palo en Chongqing y me había pedido que le ayudara, le dije, enfadado:

—¿Qué diablos queréis de mi hermana?

—Tú debes de ser Zhe-zhong. Mi nombre es Jin-long. Tu hermana nos ha dicho que busca trabajo, así que voy a presentarle a alguien que conozco. Podría trabajar en el hotel Cisne Blanco. Todo el mundo quiere trabajar allí. Es tu día de suerte.

Mientras respondía, Jin-long se ajustó la bufanda blanca que llevaba al cuello.

—¿Dónde está ese hotel?

—Es un establecimiento de primera clase en la antigua concesión de la isla de Shamian.

—¿Shamian?

Jin-long se volvió para mirarme a mí y a mi hermana y soltó una risa estentórea.

—¡Tío, eres un paleto de verdad!

Mei-kun también se rió con él, y fue entonces cuando me di cuenta de que mi hermana estaba enfadada conmigo por haber subido al tren sin saber qué estaba haciendo y por haber malgastado cuatrocientos yuanes. Enfurecido, la agarré del hombro.

—No sabes en qué lío te estás metiendo, ¿verdad? Es un mafioso, ¿lo entiendes? Ese hotel de primera clase es una gran mentira. Es un ardid para meterte en la prostitución.

Mi hermana pareció inquietarse por mis palabras, pero Jin-long sólo se rascó la nariz y respondió, molesto:

—No estoy mintiendo. El cocinero del hotel es mi amigo, y por eso tengo influencia. Si no te fías, acompáñanos y lo ves por ti mismo.

Cuando mi hermana lo oyó, extendió la mano hacia mí y me dijo:

—Dame la mitad del dinero que queda.

No tenía otra elección más que hacer lo que me pedía. Separé la mitad de los cien yuanes y se los di. Tan pronto como los cogió y se los metió en el bolsillo, me miró alegremente.

—¡Ven a verme, Zhe-zhong!

Observé a mi hermana marcharse por el andén con Jin-long y su pandilla, la bolsa con sus cosas balanceándose en su mano, y luego desapareció por la puerta de la estación. Se suponía que tenía que cuidar de mi hermana pequeña, pero ¿no era yo el que dependía de ella? De repente sentí como si me arrancaran un brazo. Hordas de viajeros cansados pasaban por mi lado empujándome, corriendo para salir de la estación.

—Vaya, menuda sorpresa. Tu hermana no es de las que titubean, ¿verdad?

Era Dong Zhen.

—La he fastidiado.

Al oír mi débil respuesta, Dong Zhen me miró con compasión.

—Bueno, así son las cosas. Yo estuve solo desde el principio mismo. Lo mejor es que vayas a comprarte una pala.

Dong Zhen me dio ese consejo y luego desapareció entre la multitud abriéndose paso con sus hombros huesudos. Cuando volví en mí, me di cuenta de que estaba empapado de sudor. Estábamos a principios de febrero, pero Guangzhou se hallaba más al sur que Sichuan y era mucho más calurosa.

Me marché dando la espalda a la estación de Guangzhou. Los hombres y las mujeres con los que me cruzaba iban bien vestidos y caminaban con confianza y orgullo. Edificios altos, tan grandes que parecían palacios, se cernían sobre mi cabeza. El sol, reflejado en las ventanas de cristal, me cegaba los ojos. No tenía ni idea de cómo cruzar la ancha calle en la que atronaba el tráfico. Una mujer me miró con repugnancia mientras yo estaba de pie a un lado de la calle y me señaló un paso elevado para peatones. Un hormiguero de gente caminaba por el puente que cruzaba la calle. Yo también subí la escalera y crucé, pero estaba tan cansado y hambriento que mis rodillas no dejaban de temblar. Debo confesar que empecé a sentir un odio profundo por mi hermana porque me había traicionado.

Justo en ese momento apareció un policía y me bloqueó el paso. Al acordarme del incidente en la estación de Chongqing, le ofrecí de inmediato cinco yuanes y le pedí que me indicara dónde estaba el lugar de recogida para jornaleros. Se guardó el dinero sin parpadear y dijo algo, pero yo no entendí nada porque lo dijo en cantonés. Me quedé perplejo. Estaba en China, pero no sé cómo había olvidado que el dialecto que hablaban allí era diferente. «¡Jornalero! ¡Jornalero!», lo grité un montón de veces y luego, desesperado, imité el movimiento de cavar con una pala. El policía me señaló la plaza que había frente a la estación.

Al final caí en la cuenta. La estación era el lugar de recogida de trabajadores. Con tanta gente ofreciéndose para trabajar, iba a ser casi un milagro que consiguiera un empleo. Y mientras esperaba, iba a gastarme todo el dinero que tenía hasta que no me quedara más remedio que mendigar. Pero yo soy de la clase de personas que deciden ir siempre hacia adelante, no puedo sentarme tranquilamente y esperar.

Los que venían del interior a buscar trabajo en la ciudad no tenían más remedio que vivir en la calle, y yo no iba a ser una excepción. Nuestro papel en la ciudad no era muy diferente del que teníamos en el pueblo, todo el día rezando para que lloviera. Estábamos a merced de los caprichos de la naturaleza y dependíamos por completo del cielo para sobrevivir. Pero yo estaba decidido a que aquello fuera diferente. Iba a buscar trabajo por mi cuenta. En cualquier caso, eso era lo que me decía para animarme. No iba a acabar como cualquiera de los muchos que se abarrotaban delante de la estación. Tenía que alejarme de ellos, así que caminé siguiendo la carretera, junto a las motos y los coches.

Al final llegué a un tramo donde el tráfico no era tan denso. Estaba en una avenida flanqueada con plátanos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A cada lado de la avenida había casas viejas con la pintura desconchada. Las fachadas eran estrechas y las ventanas de las segundas plantas tenían postigos de madera. Eran casas construidas en el estilo vivo y espacioso del sur de China, que nunca había visto en mi pueblo. Mientras paseaba por la avenida imaginé cómo debían de sentirse los habitantes de Guangzhou. Los inviernos eran suaves, el follaje verde abundante…, qué lugar tan agradable para vivir.

Siempre había sentido envidia de la gente que llevaba una vida lujosa en las ciudades portuarias. Mientras bajaba por la avenida sentí que mi corazón se aligeraba y revivía a cada paso que daba. Poco a poco, noté que mi ánimo se recobraba. Era joven y fuerte, no era feo ni tonto. Podía imaginarme con facilidad que iba a tener éxito en esa ciudad y que viviría en una de aquellas casas. Sólo necesitaba que alguien me diera una oportunidad y sería capaz de hacer cualquier cosa.

Llegué a una calle concurrida. Había chicas con el cabello largo comiendo helados mientras paseaban. Los jóvenes llevaban tejanos ajustados. Me detuve frente al escaparate de una tienda en el que se exhibían collares de oro relucientes, y en un restaurante vi un acuario en el que había un pez enorme y una langosta. Las personas en el interior comían con alegría carne y pescado asados. ¡Todo parecía delicioso!

El sol se estaba poniendo. La energía de la ciudad me había extasiado y me senté a un lado de la calle. Tenía sed y hambre, pero no quería malgastar el dinero. Sólo me quedaban cincuenta miserables yuanes, y ya había tirado cinco de ellos. Un niño pasó en bicicleta por mi lado y arrojó una botella al suelo. Me apresuré a cogerla y acabar el líquido que quedaba. Era Coca-Cola. Sólo había un poco, pero nunca olvidaré lo deliciosa que estaba, como un medicamento dulce. La rellené con agua del grifo y bebí hasta que desapareció todo el sabor dulzón.

Tenía que ganar dinero. Quería beber ese brebaje todos los días de la semana hasta hartarme, iría al restaurante por el que acababa de pasar para comprar más, y comería aquellos platos deliciosos, y viviría en una de aquellas casas antiguas. Seguí caminando, decidido.

Al final llegué a una zona que estaba en obras. Me dio la impresión de que tal vez era la hora de salida. Un grupo de hombres con ropa sucia, que los identificaba de inmediato como jornaleros, estaban sentados en círculos contándose historias y riendo. Les pregunté si sabían dónde podía encontrar un empleo en la construcción. Uno de ellos señaló con su dedo sucio.

—Vuelve por la avenida de Zhongshan y dirígete al este. Llegarás a Zhu Jiang, un río enorme. Justo en la ribera hay un centro de recogida de trabajadores.

Le di las gracias. Cuando volvió a su círculo de amigos, agarré una pala y salí corriendo.

No me llevó mucho tiempo encontrar el centro de recogida de jornaleros. Había un muro de contención de hormigón que seguía la carretera, y al otro lado podía verse el agua marrón del río Perla. Entre veinte y treinta hombres ya estaban allí. A los lados había casuchas hechas con restos de madera y sacos de cemento viejos: barracas provisionales para los trabajadores. Incluso había un puesto de venta de comida al lado de la calle. Sin mucho que hacer, los hombres estaban sentados en círculo o en cuclillas y hablaban en voz alta.

—¿Es aquí donde se consigue trabajo? —pregunté a un hombre joven.

—Sí —me respondió con brusquedad y miró mi pala con avidez.

La sujeté con fuerza, listo para pelearme si intentaba quitármela. Quería asegurarme de que estaba en el lugar adecuado, así que seguí preguntándole:

—¿Me puedo poner a la cola?

—Deberías haber venido antes para conseguir un trabajo, pero si quieres ponerte a la cola nadie te lo va a impedir. Además, cuando llegue nuestro turno, ya no quedarán más trabajos.

De modo que era así como funcionaba. Aquel tipo estaba demasiado atrás en la cola para que lo cogieran aquel día, pero para el día siguiente sería el primero. Si un día no te cogían, lo hacían al siguiente. Pero, por la misma razón, cuando te cogían un día, al día siguiente no tenías trabajo. La única forma de conseguir empleo, al parecer, era estar delante de la cola.

—¿A qué hora empiezan a contratar trabajadores mañana?

—No hay una hora en particular. Envían un camión, lo llenan de trabajadores y luego se van. Si no estás en el camión, no tienes trabajo. No puedes despistarte.

Me puse justo detrás del hombre. El cansancio de todo el viaje finalmente se apoderó de mí y me dormí allí mismo abrazado a la pala. Me despertó el frío y las voces de unos hombres que hablaban. Estaba amaneciendo y el cielo azul se extendía sobre mis ojos. Me sorprendió ver que había dormido toda la noche sobre la superficie fría del muro de contención. Me puse de pie tambaleándome y vi que varios cientos de hombres pululaban alrededor como si la selección de trabajadores fuera a empezar en cualquier momento. Me froté los ojos y bebí un trago de agua de la botella. En ese momento apareció un camión que se aproximaba a toda prisa hacia nosotros.

—¡Carpinteros y obreros no cualificados para la construcción de puentes! —gritó un capataz desde el camión—. Necesitamos cincuenta hombres.

En cuanto lo oyeron, todos se acercaron corriendo y levantando las manos. Con un palo largo, el hombre los mantuvo a distancia.

—Sólo hombres con palas o picos —añadió.

De inmediato me abrí paso entre la multitud. El hombre observó mi cuerpo y mi pala, asintió y, con un gesto de la barbilla, me indició que subiera al camión. A continuación, todos los hombres que rodeaban el vehículo empezaron subir a la parte trasera entre empujones para asegurarse un lugar. El capataz no podía hacer mucho para controlarlos. La parte de atrás del camión se tambaleó y se inclinó, y varios hombres cayeron o fueron empujados al suelo. Era igual que en el tren. Cuando todos estuvimos apretujados y ya no cabía un alfiler, el camión se puso en marcha. Más hombres cayeron cuando el camión aceleró y giró bruscamente, pero a nadie pareció importarle. Apoyé la pala contra el pecho y la agarré con fuerza para que nadie pudiera robármela mientras sentía la brisa fresca del río en mis mejillas.

Trabajé en la construcción durante tres meses. Era una tarea sencilla que sin embargo exigía mucho físicamente. Empezaba a las siete de la mañana y acababa las cinco de la tarde, todo el día mezclando cemento o transportando vigas de hierro. Trabajaba con todas mis fuerzas y ganaba diecisiete yuanes al día. Aquello no era suficiente para mí, así que por la tarde volvía a la ciudad y trabajaba media jornada limpiando o recogiendo basura. A pesar de todo, estaba contento por cómo me iban las cosas, ya que ganaba diecisiete veces más que lo que cobraba en la fábrica. En la ciudad tenía muchas más oportunidades que en el campo, y estaba loco de alegría.

Para ahorrar dinero, recogía restos de madera y de plástico allí donde trabajaba y los usaba como materiales para construir mi propia caseta detrás del centro de recogida de jornaleros. Me quedaba allí toda la noche, de modo que cuando por la mañana venía el camión podía salir corriendo y ponerme a la cola. Los demás hombres que vivían cerca eran amables conmigo. Si hacían un estofado con entrañas de cerdo, me daban un poco, o me avisaban cuando compartían una botella de vino barato. Sin embargo, esto sólo lo hacían los hombres de la provincia de Sichuan, y la razón era que únicamente confiábamos en aquellos que hablaban nuestra misma lengua.

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