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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (39 page)

—Ojalá fuera un bebé —dijo mi hermana mirando con envidia al niño que descansaba en brazos de su madre—. Llevaría pañales, bebería leche materna, ¡y no me preocuparía por nada!

Mi hermana tenía la cara pálida y manchada de barro. Le habían salido ojeras. Era normal. Antes de esperar horas para subir al tren, habíamos pasado dos días de pie en un autobús abarrotado, de manera que estábamos totalmente exhaustos. Le dije que se apoyara en mí e intentara dormir un poco.

No sé cuánto tiempo había pasado, pero por encima de las cabezas de los demás pude ver el sol poniéndose por la ventana. Todos en el vagón estábamos callados, apretujados, y nos balanceábamos al ritmo del tren como si fuéramos un solo cuerpo. Mi hermana se despertó y me miró.

—¿Cuánto crees que queda hasta Chongqing?

No llevaba reloj, así que no tenía ni idea de qué hora era. El hombre sin dientes había oído la pregunta.

—Llegaremos a Chongqing dentro de unas dos horas. Y allí habrá gente que también querrá subir al tren. Será interesante.

—¿En Chongqing podremos comprar comida y agua? —pregunté.

El hombre desdentado se rió por lo bajo al oírme.

—No te hagas ilusiones. ¿Crees que podrás volver a subir al tren si te bajas? Por eso todo el mundo se ha traído su comida y su agua.

—¿Hay alguien que pueda compartirlo con nosotros?

—Yo lo haré.

Al oír esa respuesta me volví. Un hombre con un remendado traje Mao hecho jirones sacudía en el aire una botella bastante sucia llena de agua.

—Un trago por diez yuanes.

—Eso es demasiado.

—Entonces no bebas. Es todo lo que tengo y no pienso regalarlo.

—Déjanos dar un trago a cada uno por diez yuanes —propuso entonces mi hermana.

Yo la miré sorprendido. Tenía un aire decidido.

—Eres una buena negociadora. Trato hecho.

Nada más cerrar el trato, un joven en la otra punta del pasillo alzó una mandarina.

—¿Quieres una de éstas por diez yuanes? —gritó.

La respuesta de mi hermana fue contundente:

—Te lo diré después de un trago de agua.

Después de beber hasta hartarse, Mei-kun me tendió la botella y susurró:

—No seas tonto y bebe todo lo que puedas. Estamos pagando diez yuanes, al fin y al cabo.

—Es verdad.

La expresión de mi hermana me sorprendió. Me llevé la botella a los labios y tragué. El agua estaba caliente y sabía a óxido, pero era lo único que había podido probar en medio día. Una vez que empecé a beber, no pude parar.

—¡Ya basta! —gritó el hombre, enfadado, pero yo lo ignoré.

—Sólo estoy tomando mi trago —repuse.

La gente a nuestro alrededor se reía con desdén.

—¡Pagadme ahora! —exigió el hombre.

Saqué el dinero del bolsillo. Llevaba todos los billetes enrollados con una banda elástica. El murmullo que se propagó entre la multitud cuando vieron el fajo de billetes fue casi ensordecedor. Obviamente no quería mostrar todo nuestro dinero a aquellos extraños, pero no había otra forma de sacar los diez yuanes del bolsillo.

Me temblaban tanto las manos que apenas podía contar los billetes; no sólo porque nadie me quitaba los ojos de encima, sino porque en mi pueblo nunca antes había pagado diez yuanes por nada. Oí que mi hermana tragaba saliva. Supongo que ella también estaba angustiada.

Era absurdo tener que sacar tanto dinero sólo para pagar un trago de agua. Me horrorizaba tanta mezquindad, pero debía pagar. La crueldad de quienes me rodeaban era chocante y, aun así, era una experiencia por la que merecía la pena pasar: nos dirigíamos hacia la ciudad, donde íbamos a ver y oír cosas que nunca antes podríamos haber imaginado. Aquello era una buena introducción. Todavía me acuerdo de lo mucho que me sorprendió cuando llegué a Japón y vi cómo la gente gastaba el dinero como si fuera agua, sin ninguna preocupación. Me irritaba tanto que quería insultarlos a todos.

En cualquier caso, acabé de contar los diez billetes de un yuan y se los di a alguien que a su vez se los dio al hombre que nos había vendido el agua. Al hacerlo, el hombre incluso se enojó todavía más.

—¡Menudo imbécil, te comportas como un paleto exhibiendo todo el dinero que llevas encima! ¡Debería haberte cobrado más!

La joven que había intentado vendernos la mandarina comenzó a ridiculizar al hombre:

—No seas tan avaricioso. ¡Sólo puedes reprochártelo a ti mismo porque no sabes ni la primera regla del comercio! ¡Antes de criticar a estos aldeanos deberías golpearte esa cabeza hueca que tienes contra la pared! ¡Tal vez entonces te vuelvas más listo!

Todos rieron.

—¡Esos dos están forrados! ¡Deben de llevar unos quinientos yuanes encima!

El hombre que sólo tenía un diente lo había dicho en voz tan alta que se enteró todo el vagón. Entonces, empezaron a murmurar y a cuchichear. El grupo de las cuatro jovencitas nos miraron boquiabiertas.

—Ocúpate de tus asuntos —le dije al hombre, pero se rió de mí como si yo fuera un idiota.

—No sabes una mierda del mundo, ¿verdad? —me vaciló—. Deberías dividir los billetes en fajos más pequeños y llevarlos en lugares diferentes. De esa forma, nadie podrá robártelo todo de golpe.

«Exacto, exacto…» Las personas que rodeaban al hombre —personas totalmente ajenas a lo que nos llevábamos entre manos— se mostraron de acuerdo asintiendo. El señor Diente siguió burlándose de mí.

—No hay duda de que eres un cateto de buena fe. ¿Nunca has oído hablar de las carteras? Me apuesto lo que quieras a que vienes de un pueblo tan pequeño que os habéis quedado sin mujeres.

—¡Mira quién fue a hablar! —gritó mi hermana—. De lo que no hay duda es de que tú apestas. ¿Alguna vez te han hablado de lo que es un baño? ¿O quizá mear en el suelo es la costumbre en tu casa? Y, oye, tengo que pedirte un favor: ¡quita tu asquerosa mano de mi culo!

Cuando el resto oyó cómo le había respondido Mei-kun, rompieron a reír. El señor Diente se puso rojo como un tomate y bajó la vista al suelo, avergonzado. Choqué la mano con mi hermana.

—Así se habla, Mei-kun.

—No puedes permitir que la gente te trate de ese modo, Zhe-zhong. Dentro de poco, los tendremos a nuestros pies, a todos y cada uno de ellos. Llegaremos a ser estrellas de cine admiradas en todo el país, asquerosamente ricos.

Mi hermana me dio golpecitos con el codo en las costillas para enfatizar cada una de sus palabras. Sí, es cierto, dependía de mi hermana pequeña, por su inteligencia aguda y su fuerza de voluntad, para seguir adelante en la vida. Aunque, al final, he acabado en este país extranjero sin ella. Espero que entiendan lo difícil que ha sido para mí, lo perdido que me he sentido.

Poco después, el tren se detuvo de repente y todos los pasajeros caímos hacia adelante. Fuera podían verse postes telefónicos y las luces de varios edificios altos. Estábamos en una ciudad. Empecé a emocionarme. Habíamos llegado a Chongqing ¡Aquello era Chongqing! ¡Chongqing! Todos empezaron a gritar incómodos, expectantes y molestos.

El señor Diente, que se había tranquilizado después de que mi hermana lo hubo avergonzado, dijo justo detrás de mí:

—Vosotros no lleváis billete, ¿verdad? Sé que os habéis colado. —Agitó un ticket de color rosa frente a mi cara—. Si no tenéis billetes, os sacarán del tren y os meterán en la cárcel.

Mi hermana me miró atemorizada. Justo en ese momento el tren entraba en la estación. Chongqing era una ciudad grande, pero aquélla era la primera estación en la que entraba aquel tren que se dirigía al sur. El andén estaba abarrotado de gente, todos granjeros que esperaban nuestro tren y que empezaron a pelearse para subir. El
yakuza
cogió un palo robusto y caminó hacia mí. Di por supuesto que con ese palo iba a amenazar a cualquiera que quisiera subir pero, en vez de eso, me lo dio.

—Échame una mano, ¿quieres?

No tuve más remedio que acceder. Estaba preparado para entrar en acción, pero cuando se abrió la puerta no había nadie que intentara subir. Me habían cogido por sorpresa. Luego apareció un guardia de estación con una pistola frente a mí, así que enseguida bajé el palo. El guardia gritó con brusquedad:

—Revisión de billetes, saquen sus billetes. Si no los tienen, salgan del tren.

Los pasajeros a mi alrededor levantaron sus billetes rosas por encima de sus cabezas.

Mi hermana y yo bajamos la vista. Enlatados como sardinas entre toda aquella gente, éramos los únicos sin billete.

—¿No llevan billete?

Empecé a explicarle al policía de la estación que no había tenido tiempo de comprar uno, pero, antes de que pudiera acabar, el
yakuza
me interrumpió:

—Pagará lo que sea necesario.

El guardia se volvió de inmediato hacia el oficial de la estación que estaba a su lado y le susurró algo al oído. Después de consultarlo un momento, me dijo con severidad:

—Para Guangzhou son doscientos yuanes.

Por regla general, el billete no solía costar más de treinta yuanes por persona.

—¡Regatea! —gritó alguien en el vagón.

—Doscientos yuanes para dos —dije.

—Bajen del tren —respondió el oficial de la estación—. Están detenidos por subir al tren sin llevar billete.

El guardia me apuntó con la pistola. Desesperado, lo intenté de nuevo:

—Dos billetes por trescientos yuanes.

—Dos billetes son cuatrocientos yuanes.

—Eso es lo mismo que al principio. ¿Y si lo dejamos en trescientos cincuenta yuanes por dos billetes?

Otra vez, el guardia lo consultó con el oficial. Esperé nervioso. Un minuto después se volvió hacia mí con gesto serio y asintió. Cuando saqué el dinero del bolsillo, el oficial me dio dos billetes de fino papel rosa y cerró la puerta.

Mi hermana y yo soportamos el hambre y la sed de camino a Guangzhou rechazando las ofertas de comida y agua de los demás pasajeros. Mis manos no habían dejado de temblar desde la terrible experiencia de tener que contar el dinero frente a los demás. De todo el dinero que teníamos al principio, ya sólo nos quedaba una cantidad mínima. Los remordimientos me abrumaban. Si hubiese pensado en llevar provisiones de comida y agua antes de subir al tren, no habría tenido que malgastar el precioso regalo de esponsales de mi hermana. Sin duda había sido un ingenuo. ¿Por qué no había imaginado que habría otras personas, cientos de personas, que intentarían emigrar a la ciudad? Cuando llegamos a Guangzhou apenas nos quedaban cien yuanes.

En los pueblos agrícolas de China viven más de doscientos setenta millones de personas, demasiadas para alimentarse de la tierra de cultivo disponible. Las granjas sólo producen lo suficiente para alimentar a cien millones, menos de la mitad, y, de las ciento setenta millones de personas que quedan, noventa millones trabajan en fábricas. Los ochenta millones restantes no tienen más remedio que emigrar a las ciudades para buscar empleo. En aquella época esta afluencia excesiva de fuerza de trabajo se llamó «marea ciega». Ahora, por descontado, se conoce como el Fondo del Trabajo Popular, pero «marea ciega» expresa mejor la realidad de todas aquellas personas desesperadas que andaban a tientas en la oscuridad, luchando por llegar al faro de luz que el dinero de la ciudad hacía brillar.

Aprendí todo esto en el tren, me lo dijo el estudiante universitario, el de la cara llena de granos, que estaba de pie a mi lado. Su nombre era Dong Zhen. Era delgado y larguirucho, con unos hombros que le sobresalían como si fuera una percha. Tenía la cara cubierta de granos ulcerosos de los que supuraba pus amarillo.

—Zhe-zhong —me preguntó—, ¿adivinas cuántas personas van a migrar de Sichuan a Guangzhou después del Año Nuevo Lunar?

Ladeé la cabeza. Yo venía de un pueblo de cuatrocientos habitantes. Para mí, era imposible imaginar una congregación de gente más numerosa. Incluso si me decía que serían todos los habitantes de Sichuan, tampoco iba a impresionarme mucho porque nunca había visto un mapa.

—No lo sé.

—Unas novecientas mil personas.

—¿Y adónde van a ir?

—Al mismo sitio que tú, a Guangzhou y a Zhu Jiang, en el delta del río Perla.

Yo no podía creerme que hubiera suficiente trabajo si más de novecientas mil personas se abarrotaban en una misma ciudad. Estaba viajando en autobús y en tren, pero aun así no tenía ni idea de lo que era una ciudad.

—¿Hay allí algún lugar al que podamos ir para que nos ayuden a encontrar trabajo?

Dong Zhen rió.

—Eres idiota de verdad. Nadie te va a ayudar, tendrás que hacerlo todo tú solo.

Al oír esto me asaltaron las dudas. Todo cuanto había hecho hasta entonces era cuidar de cabras y hacer sombreros de paja. ¿Qué trabajo iba a poder encontrar? Me acordé de que mi amigo Jian Ping había trabajado en la construcción, así que le pregunté a Dong Zhen:

—¿Qué tal un empleo en la construcción?

—Ese tipo de trabajo puede hacerlo cualquiera, así que la competencia es dura.

Dong Zhen le echó un trago a su cantimplora mientras contestaba. Yo miré el agua con envidia.

—¿Quieres un poco? —preguntó. Y me dejó tomar un trago. Estaba rancia y sabía a pescado, pero aun así me sentía agradecido porque no había tenido que pagar. En todo el tren sólo una persona iba a la universidad, y ése era Dong Zhen. Me imaginé que, al ser un intelectual, me miraría por encima del hombro, pero Dong Zhen era sorprendentemente amable.

—Seguro que en alguna zona de la ciudad reclutan a trabajadores para un día. Deberías ir allí y esperar. Me han dicho que si llevas tu propia pala y tus herramientas te contratan enseguida.

—¿Y mi hermana pequeña? ¿Qué trabajo podría hacer?

—Las mujeres pueden conseguir toda clase de empleos cuidando niños, como criadas, como enfermeras y como asistentes funerarias en las morgues. Luego hay trabajos como guías en los crematorios, servidoras de té y varios más…, aunque en todos ellos pagan muy poco.

—¿Cómo es que eres un experto en esto?

—Sólo es sentido común, pero supongo que a tu lado debo de parecer muy listo, ¡tú no sabes mucho de nada! Ya verás. Los tipos que van a la ciudad en busca de trabajo suelen hablar mucho, y las noticias se propagan como la pólvora. Antes de lo que imaginas, ya lo sabrás todo. —Dong Zhen se inclinó hacia mí—. Tu hermanita no parece el tipo de chica que acepta la clase de empleos que te he enumerado —me susurró al oído.

Mei-kun se había ido al lavabo, y de repente me di cuenta de que aún no había vuelto. Miré a mi alrededor y vi que estaba de pie junto al baño, la puerta abierta de par en par, hablando íntimamente con el grupo de matones. ¿Qué era tan divertido?, me pregunté, porque habían empezado a reírse de repente. Los demás pasajeros del tren se volvieron —como si les hubieran hecho una señal— y observaron a los cuatro. Me fijé en que mi hermana no le quitaba ojo al
yakuza
. Estaba tonteando con él y eso me hizo sentir mareado. Dong Zhen me propinó un codazo en las costillas.

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