Al día siguiente, 19 de abril, Akira Yamamoto empezó a inquietarse por la persona que había visto durmiendo en el apartamento. ¿Y si seguía allí? ¿Y aquel olor tan raro? Preocupado, volvió al apartamento con la llave. Cuando miró al interior por la ventana, vio que la mujer estaba tumbada en la misma posición que el día anterior. Yamamoto abrió la puerta, entró en el apartamento y halló el cadáver de Sato.
Además de las marcas de estrangulamiento en el cuello de la víctima, ésta tenía contusiones en la cabeza, el rostro y las extremidades —lo que indicaba que la habían golpeado con un objeto contundente—, y también rasguños, como si la hubieran arrastrado. Tenía sangre coagulada en el tejido blando de la garganta y en la membrana alrededor de la glándula tiroides.
Punto octavo:
Comportamiento del acusado tras el hallazgo del cuerpo
La noche del 19 de abril de 2000, poco después de que el acusado volvió a su casa desde el Dreamer, recibió la visita de un inspector de policía que llevaba a cabo una investigación rutinaria por el vecindario. Dragón, Huang y Chen-yi todavía trabajaban y no estaban en el apartamento. El inspector le hizo al acusado varias preguntas sobre su trabajo y su domicilio, y luego se fue. Tan pronto como salió, el acusado intentó contactar con sus compañeros de piso.
Llamó al teléfono móvil de Chen-yi y éste le respondió desde su trabajo en Dogenzaka. «La policía ha estado aquí —le informó Zhang—. Muchos policías. Me han enseñado la foto de una mujer que no conozco. Han dicho que volverán. Si os encuentran aquí averiguarán que nuestra situación es ilegal.»
Cuando Chen-yi oyó lo que le decía el acusado, llamó enseguida a Huang a su lugar de trabajo, el café Mirage en Koenji en el distrito de Suginami. Su intención era decirle que no volviera al apartamento, pero Huang ya había salido e iba de camino a casa. Entonces, Chen-yi fue corriendo al lugar de trabajo de Dragón —la torre Orchard—, en la segunda manzana de Kabuki-cho, en el distrito de Shinjuku. Cuando le dijo a Dragón lo que había pasado, ambos fueron a pasar la noche a casa de un amigo de Dragón.
Mientras Huang iba de camino a casa, ajeno a lo que había pasado, se encontró con un inspector de policía que le mostró una fotografía de la víctima. Huang le dijo que había visto antes a la mujer. También le dijo que el acusado tenía la llave de uno de los apartamentos de Green Villa.
Hacia la misma hora, el acusado salió del apartamento 404 del edificio Matoya y pasó la noche en un hotel cápsula. Unos agentes de policía fueron a interrogarle por la mañana al Dreamer, pero el acusado no se presentó a trabajar. Al día siguiente, 21 de abril, el acusado se marchó del hotel y fue a la casa de Chen en la ciudad de Niiza, en la prefectura de Saitama. Le pidió a Chen que le ayudara diciendo a la policía que había devuelto la llave del apartamento 103 de Green Villa el 8 de abril, el día anterior al asesinato. En ese momento, también le dio 100.000 yenes en efectivo. Chen le informó de que ya había hablado con la policía y rechazó ayudarle. Además, le dijo que la policía lo estaba buscando —puesto que sabían que era él quien tenía la llave— y que debería entregarse. El acusado se negó.
De vuelta de la casa de Chen, el acusado empezó a preocuparse por el dinero. Decidió pasar por su lugar de trabajo, presentar su dimisión y pedir que le pagaran lo que le debían, así que se dirigió al Dreamer, en la ciudad de Musashino.
Cuando el inspector de policía interrogó al dueño del local, supo que el acusado había entrado de forma ilegal en el país y que su visado no le permitía trabajar. Así pues, ese mismo día, un poco más tarde, Zhang fue detenido y se lo acusó de entrar en el país de manera ilegal y de trabajar sin la documentación necesaria. Fue procesado el 30 de junio de ese mismo año y declarado culpable de los delitos que se le imputaban.
Posteriormente se descubrió que las huellas digitales halladas en el apartamento 205 de Hope Heights, el lugar donde se asesinó a Yuriko Hirata, pertenecían al acusado. Además, se encontró en su poder la cadena de oro de la víctima. Después de una rigurosa investigación policial, se lo acusó de los asesinatos de Hirata y de Sato.
«Mis crímenes»: la declaración del acusado, por Zhang Zhe-zhong
10 de junio, año duodécimo de la era Heisei (2000)
El original se escribió en chino. Uno de los agentes que tomaron parte en el interrogatorio ordenó al acusado que escribiera esta declaración después de que reconstruyó el crimen usando un maniquí de tamaño real en la comisaría de policía.
E
l inspector Takahashi me dijo: «Cuéntanos lo que ha sido de tu vida hasta ahora, cada canallada que has hecho, hasta el más mínimo detalle. No ocultes nada.» Pues debo decir que he tenido una vida dura, una vida precaria, y he intentado sobrellevarla lo mejor que he podido. Ni siquiera he tenido tiempo de considerar los últimos años de mi vida, darme un respiro o reflexionar sobre ellos. No recuerdo las cosas que sucedieron en
el pasado lejano, y tampoco quiero recordarlas. Fueron demasiado tristes, demasiado dolorosas, y las he encerrado bajo llave en una habitación olvidada de mi memoria. Tengo muchos recuerdos que trato de olvidar.
No obstante, el inspector Takahashi, amablemente, me ha dado esta oportunidad de ofrecer mi versión de la historia, y lo haré lo mejor que pueda para no decepcionarle. Eso significa, sin embargo, que tendré que rememorar mi patética vida y recordar los muchos errores estúpidos que he cometido, errores que ya no se pueden enmendar. Me han dicho que soy sospechoso de haber asesinado a Kazue Sato, pero de ese crimen soy inocente. Espero que esta declaración consiga limpiar mi nombre en lo que a ese caso respecta.
En China, el destino de una persona está determinado por el lugar donde nace. Éste es un dicho que solemos oír. Pero para 300 mí es algo más que sólo un dicho: es la verdad. Si hubiera nacido en una ciudad como Shanghai, Pekín o Hong Kong, en vez de en un lugar remoto de las montañas de la provincia de Sichuan, habría tenido una vida llena de esperanza. Me habría sentido vivo y feliz, de eso estoy seguro. Y, sin duda, no habría acabado metido en un lío como éste en un país extranjero.
Es cierto que soy de la provincia de Sichuan. El noventa por ciento de la población china vive en regiones del interior como Sichuan, aunque esas regiones sólo poseen el diez por ciento de la riqueza del país. El resto está en manos de Shanghai, Guangzhou y otras ciudades portuarias. Únicamente el diez por ciento de la población vive en las ciudades portuarias, pero controlan el noventa por ciento de la riqueza. La diferencia económica entre aquellos que viven en la costa y los que viven en el interior no deja de aumentar.
Los que vivimos en el interior sólo podemos apretar los dientes con desesperación cuando olemos el aroma de los billetes y vemos brillar el oro que nunca poseeremos. No tenemos más remedio que conformarnos con el mijo y el grano tosco, y permitir que el polvo del campo en el que trabajamos nos surque la piel del rostro y nos reseque el cabello.
Cuando era pequeño, mis padres y mis hermanos solían decir: «Zhe-zhong es el niño más listo del pueblo.» No escribo esto para fanfarronear, sino para mostrar las condiciones en las que me crié. Sin duda era más inteligente que otros niños de mi edad, puesto que aprendí a leer y escribir sobre la marcha en muy poco tiempo, así como a hacer cuentas con facilidad. Quería continuar estudiando y pasar a los cursos superiores para formarme y ampliar mis conocimientos, pero mi familia era pobre; sólo podían permitirse enviarme a la escuela primaria del pueblo. Cuando me di cuenta de que nunca se cumplirían mis sueños, supongo que —como un árbol cuyas raíces no pueden crecer, y se bloquean y se retuercen— empecé a engendrar unos celos oscuros en mi corazón, una envidia malsana. Creía que el destino había determinado que yo tuviera esa existencia miserable.
Marcharse a otro lugar en busca de trabajo era la única forma de que gente como yo pudiera escapar de su destino. Cuando fui a Guangzhou y a Shenzhen, trabajé con ahínco porque pensaba que al final yo también podría disfrutar de una vida rica y ahorrar dinero igual que las personas de esas regiones. Pero, después de llegar a Japón, me apabulló el sentimiento de que mis planes no se cumplirían jamás. ¿Por qué? Porque la riqueza de Japón no era ni siquiera comparable a la de las ciudades portuarias de China.
Si no hubiera sido chino, si hubiera nacido japonés, seguro que ahora no estaría pasando estos apuros. Desde el instante que hubiera llegado a este mundo, podría haber degustado tantos platos deliciosos que la mitad de la comida habría acabado en la basura. Para tener agua, todo lo que habría tenido que hacer habría sido abrir el grifo. Podría haberme bañado tan a menudo como me hubiera apetecido, y cuando hubiese querido ir al pueblo de al lado o a una ciudad vecina, no habría tenido que andar, o esperar a un autobús que quizá viniera o quizá no. En Japón habría cogido un tren que pasa por la estación cada tres minutos, podría haber estudiado lo que quisiera cuando quisiera, cursar la carrera que me viniera en gana, llevar ropa elegante, tener un móvil y un coche, y acabar mi vida con los cuidados de un personal médico excelente. La diferencia entre la vida que había tenido en China y la que podría haber tenido en Japón era tan abrumadora que imaginármela no hacía más que causarme dolor.
Soñé durante tanto tiempo con este país libre y milagroso, con Japón… Envidiaba a todos los que vivían aquí. Y, aun así, es en este país que he deseado de forma tan desesperada donde ahora estoy encarcelado. ¡Qué ironía! De hecho, es patético. En mi hogar, en ese pueblo empobrecido, mi madre —que está enferma— espera mis cartas, y cada día pasa tan lentamente como mil noches de otoño. Si alguna vez se entera de lo que me ha sucedido, no seré capaz de vivir.
Agentes, inspectores de policía, señoría, les suplico que después de cumplir mi condena por haber asesinado a Yuriko Hirata, por favor, me permitan volver a mi hogar en China. Déjenme pasar el resto de mi tiempo en esta vida arando la tierra yerma de mi pueblo natal y contemplando mi vida y los crímenes que he cometido. Se lo ruego, sean indulgentes conmigo. Quedo en manos de la misericordia de este tribunal.
Toda mi vida he sido un estúpido. Mi familia era la más pobre de nuestro miserable pueblo. Vivíamos en una cueva, de modo que todos nos miraban por encima del hombro. Había rumores que decían que mi padre estaba condenado por los dioses de la pobreza. Incluso cuando nos invitaban a una boda o a una fiesta, a mi padre le asignaban el asiento más bajo.
Mi padre era un chino Hakka. Cuando era niño, mi abuelo lo llevó desde Hui’an, en la provincia de Fujian, hasta un pueblo pequeño en Sichuan, donde se dispusieron a malvivir como pudieron. Los del lugar eran todos chinos Han. Nunca un Hakka había vivido en el pueblo, y le dijeron a mi padre que no le permitirían construirse una casa. Ésta fue la razón por la que acabamos en una cueva.
Mi abuelo era adivino, un vidente. Me contaron que al principio tuvo bastante éxito en el pueblo, pero poco después cayó en desgracia porque todas sus predicciones eran de mal agüero. Al final dejó de tener trabajo y mi familia se hundió en la pobreza. Después de aquello, mi abuelo rehusó leer el futuro de nadie, aunque se lo pidieran, e incluso en casa solía negarse a hablar. Cuando abría la boca, todos se ponían a la defensiva, temerosos de una profecía aciaga. Aunque ejercía su oficio con gran dedicación, la gente lo odiaba, así que decidió que lo mejor era no decir nada de nada.
Después de un tiempo, mi abuelo también decidió dejar de moverse. Le creció mucho el pelo y la barba, y permanecía sentado en el interior de la cueva durante todo el día como el mismísimo Bodhidharma. Todavía lo recuerdo sentado, totalmente quieto, en la sombra oscura de la cavidad más profunda de la cueva. Todos nos acostumbramos tanto a esa actitud que dejamos de percibir si estaba allí o no. Cuando llegaba la hora de comer, mi madre le ponía un cuenco de comida delante. Poco después la comida desaparecía, lo que era una señal de que todavía seguía vivo. Cuando murió de verdad, tardamos algún tiempo en darnos cuenta.
Una vez, cuando no había nadie en la cueva, el abuelo me llamó. Por entonces, yo estaba en la escuela primaria. Puesto que apenas lo había oído hablar, su voz me cogió por sorpresa y me volví para mirarlo: estaba sentado al fondo de la cueva, con los ojos fijos en mí.
—Tenemos un asesino en la familia —dijo.
—¡Abuelo! Pero ¿qué dices? ¿De quién estás hablando?
Le pedí que se explicara, pero no añadió nada más. A mí me habían mimado hasta entonces haciéndome creer que yo era un niño inteligente, sensible, así que consideré que el comentario de mi abuelo era una incoherencia de un viejo loco moribundo y no le presté atención. Poco después, lo olvidé por completo.
A diario, los miembros de mi familia cultivaban las tierras de la parte superior de la montaña con la ayuda de un buey escuálido y viejo. Además del buey, teníamos dos cabras, de las que se ocupaba mi hermano Gen-de. Él era el segundo hijo. Sembrábamos varios vegetales y sobre todo cereales. Mi padre, mi madre y mis hermanos mayores se despertaban pronto, antes de que saliera el sol, se iban a trabajar y no volvían hasta que ya había anochecido. Aun así, la cantidad de alimentos que producían los campos no era suficiente para toda la familia. A menudo nos castigaban las sequías y, cuando eso ocurría, pasábamos meses sin tener lo suficiente para comer. En aquellos días sólo pensaba en que cuando fuera mayor me hartaría a comer arroz hervido hasta reventar.
Dado que ésa era la vida que teníamos, decidí —desde el momento en que me di cuenta de lo que ocurría a mi alrededor— irme de casa en cuanto pudiera. Me marcharía a alguna de las grandes ciudades —que nunca había visto— y encontraría un trabajo allí. Daba por supuesto que la tierra familiar la heredaría el primogénito, An-ji. Mi hermana mayor, Mei-hua, se casó en un pueblo vecino cuando tenía quince años. Yo sabía que los cultivos de nuestros campos y la carne de las pocas cabras que teníamos no eran suficientes para sustentar a Gen-de, a mi hermana Mei-kun y a mí.
An-ji me llevaba ocho años y mi segundo hermano mayor, Gen-de, me llevaba tres. Cuando yo tenía trece hubo una desgracia en la familia. An-ji mató a Gen-de. Me aterrorizó pensar que la profecía de mi abuelo se había cumplido, y me abracé a mi hermana pequeña Mei-kun temblando de miedo.