Eso me ha molestado.
—Mira, ya soy mayorcita para vestirme sola, así que ocúpate de tus cosas, ¿quieres?
Mi madre ha guardado silencio durante un rato pero luego ha vuelto a la carga.
—No quería sacar este tema ahora, pero hay algo de lo que me gustaría hablarte. Últimamente llegas a casa muy tarde. ¿Qué haces por ahí? Además, cada vez llevas más maquillaje y estás más delgada, así que me pregunto si comes bien.
—Como bien.
Me he llevado una cápsula de gimnema a la boca y la he tragado con un sorbo de café. Son pastillas adelgazantes. Provienen de elementos naturales y eliminan las células de grasa del cuerpo. Compré un bote en el colmado y, en vez de desayunar, ahora me tomo las pastillas.
—Eso no es comida, es un medicamento. Te pondrás enferma si no comes como es debido.
—Y, si me pongo enferma, no habrá nadie para traer dinero a casa, ¿verdad?
Poco a poco mi madre se ha ido convirtiendo en una desagradable anciana. Tiene el pelo ralo, y su cara —con los ojos muy separados— se parece cada vez más a la de una platija. Al oír mi pulla, ha suspirado de nuevo.
—Realmente te has convertido en un monstruo. Es aterrador. —Ha señalado los cardenales que tenía en las muñecas—. ¿Te has metido en algún lío?
—¡Oh, oh, debo irme pitando!
He mirado el reloj y me he levantado de un salto tirando el periódico sobre la mesa. Mi madre se ha tapado las orejas con las manos y me ha mirado furiosa.
—¿Acaso no te he dicho que te metas en tus asuntos? —he gritado—. Al menos podrías dejarme tranquila. Vives de lo que yo gano, ¿no? Entonces, ¿por qué piensas que puedes decirme lo que tengo que hacer?
—¿Por qué no debería?
—Porque haré lo que me dé la gana y no hay nada que tú puedas hacer al respecto.
Me he sentido mejor después de soltarle eso. Cuando entré a trabajar en la empresa en la que estaba mi padre, me sentí tan orgullosa de poder mantener a mi madre y a mi hermana que no cabía en mí de gozo. Ahora, sin embargo, se han convertido en un peso que me lastra. Mi padre murió en la bañera. Si lo hubiéramos encontrado enseguida, quizá se habría salvado, y yo, en secreto, no podía evitar culpar a mi madre. Ella estaba en casa, pero ya se había acostado, y yo no podía quitarme de la cabeza el hecho de que, de alguna forma, ella era culpable.
Después de la muerte de mi padre, mi sueldo pasó a ser el único sustento de la familia, y empecé a sentirme obligada a que ese sustento continuara. Mientras estudiaba, acepté dar todas las clases particulares que pude; me pasaba el día entero yendo de una a otra. ¿Y qué hacía mi madre mientras tanto? Se limitaba a quedarse en casa mimando sus plantas del jardín. Era como un enorme cero a la izquierda. Una inútil. La miraba con un desprecio absoluto.
—Si no te das prisa, llegarás tarde —ha dicho sin mirarme.
Sin embargo, lo que quería decir en realidad era: «Date prisa y lárgate de una vez.» Me he puesto la gabardina y he cogido el bolso. Mi madre no me ha acompañado a la puerta para despedirse. Allí estaba yo, saliendo de casa para ganar el dinero que a ella le permitiría seguir viviendo allí, y ella ni siquiera se dignaba decirme adiós. Con mi padre, siempre se las arreglaba para despedirse de él.
Me he calzado los zapatos negros de tacón, que estaban llenos de polvo, y he salido. Estaba cansada y sentía las piernas pesadas. No había dormido lo suficiente. De camino a la estación me he mirado los cardenales de las muñecas. Al cliente de ayer le gustaba el sadomasoquismo y me ató con fuerza las manos. De vez en cuando me topo con esa clase de tipos, pero siempre les cobro un plus. «Si quieres perversiones, dame diez mil yenes más y yo te sigo el juego», les digo.
En el trabajo tenía tanto sueño que no podía soportarlo, así que he ido a la sala de conferencias y me he tumbado sobre la mesa para echar una cabezada. Era lo más parecido que había a una cama, así que me he estirado boca arriba y me he dormido. Al final, alguien ha abierto la puerta y me ha visto allí, tumbada sobre la mesa. Entonces me he levantado de un salto y he salido disparada de la sala. Estaba convencida de que alguien me iba a llamar la atención tarde o temprano, pero había llegado a un punto en el que ya me daba igual.
Había conseguido dormir cerca de una hora antes de volver a mi escritorio y, al pasar por delante de Kamei, la he visto cubrir con celeridad un papel. Yo sabía de qué se trataba: era una invitación a una de las reuniones sociales que algunos empleados organizaban en la empresa. Ni una sola vez me han invitado y, por descontado, nunca me informan de ellas, pero hoy tenía ganas de pasármelo bien a costa de Kamei.
—¿Qué es eso que tiene usted ahí? —he preguntado.
Kamei ha respirado profundamente para prepararse la respuesta.
—Señorita Sato, ¿le apetecería venir? Van a hacer una fiesta la semana que viene.
—¿Cuándo?
—El viernes.
He sentido cómo el aire en la oficina se congelaba: todos contenían la respiración mientras esperaban mi respuesta. He mirado al director, que estaba sentado frente al ordenador fingiendo teclear algo.
—Me temo que no puedo.
El aire ha empezado a correr de nuevo. Kamei ha asentido nerviosa.
—Oh, vaya, pues es una pena.
Kamei viste de forma llamativa. Hoy llevaba un traje pantalón hecho de algún material brillante, una blusa de color blanco vivo y un collar de oro. Su atuendo resaltaba en un ambiente conservador como el nuestro. Fuera de la oficina, sospecho que emanaba el aura propia de una «mujer trabajadora». Yo sentía un destello de superioridad cuando comparaba su doble vida con la mía.
—Señorita Sato, usted nunca ha salido con nosotros por la noche, ¿verdad?
Kamei parecía estar preparando algún tipo de ataque. Me he refugiado detrás de los montones de papeles y no he respondido. Justo cuando me estaba poniendo los tapones, he oído a Kamei disculparse por haberse extralimitado en sus funciones.
—Lo siento.
De hecho, sí había ido a una de esas celebraciones, poco después de entrar a trabajar en la empresa. Había unas cuarenta personas, si mal no recuerdo. Se encontraron en un restaurante cerca de nuestro edificio de oficinas y yo pensé que se trataba de una reunión de trabajo, así que fui. Aparte de los veteranos, había unos diez empleados nuevos y sólo dos de nosotras —otra mujer y yo— éramos licenciadas en la universidad.
En la empresa apenas había mujeres con títulos universitarios. De ciento setenta empleados nuevos, sólo siete éramos licenciadas. No había un tratamiento o una sección especial para nosotras, de modo que nos darían el mismo tipo de cargo que a los hombres con título universitario. A mí me asignaron un puesto en investigación junto con otra mujer licenciada en la Universidad de Tokio, igual que Kamei. Era talentosa y muy inteligente. Creo recordar que se llamaba Yamamoto. Después de trabajar durante poco más de cuatro años, lo dejó.
Cuando acudí a la reunión después del trabajo, vi a mis compañeros y a mis superiores emborrachándose. Lo más penoso fue comprobar cómo los empleados masculinos examinaban a las nuevas. Las que más les interesaban eran las mujeres que sólo habían hecho el primer ciclo de secundaria y tenían cargos de asistente más bajos. Entre la charla y el jaleo, me senté con la otra licenciada de la Universidad de Tokio, y las dos nos quedamos bastante perplejas. Había más mujeres, pero parecían acostumbradas a ese tipo de salidas y aullaban de risa mientras bromeaban entre sí. Al poco rato los hombres iniciaron una votación para saber cuál era la empleada más popular.
—De acuerdo, de todas las chicas que hay aquí, ¿a cuál os llevaríais en un viaje a la costa? —dijo un tipo cinco años mayor que yo.
El jefe de sección y el director de la oficina empezaron a aplaudir cuando llegó el momento de votar a su favorita y, al final, la que salió elegida fue una ayudante del departamento de diseño. Luego hicieron otra votación: «¿A quién os llevaríais a un concierto? ¿Y al parque?» Y continuaron con votaciones similares. Al final, alguien preguntó:
—¿Con quién os casaríais?
Y todo el restaurante hizo una ovación unánime a la chica dulce y discreta que trabajaba como ayudante de operaciones.
—Fíjate en ellos —me dijo la licenciada en la Universidad de Tokio.
Yo no respondí, sino que me limité a quedarme sentada, inmóvil, en el cojín fino como una galleta. Mi sueño se estaba desmoronando. Los hombres que deberían haber estado trabajando estaban, en cambio, de juerga, emborrachándose.
Luego, un tipo que había entrado en la empresa al mismo tiempo que yo dirigió la atención hacia nosotras.
—¿Qué os parece la señorita Yamamoto? —preguntó.
Los hombres que habían estado votando a las mujeres se volvieron hacia nosotras y comenzaron a hacer muecas ridículas, fingiendo miedo.
—No, la señorita Yamamoto, no. ¡Es demasiado inteligente para nosotros!
Todos rieron. Yamamoto era una mujer hermosa, de la clase a la que la mayoría de los hombres no se atreverían a acercarse. Ella los miró con frialdad y se encogió de hombros.
—Bueno, ¿y la señorita Sato? —dijo el mismo tipo de antes.
Todos los hombres de la sección de investigación me miraron con las caras rojas por el alcohol.
—No, cuidado con lo que decís sobre ella. ¡Le dieron el empleo porque tenía enchufe!
Yo creía que me habían dado el puesto por mis capacidades y porque me aplicaba en mi trabajo, pero supongo que eso no era lo que les parecía a los demás. Por primera vez me di cuenta de que la sociedad nunca iba a aprobar mi vida.
«Q
uiero ganar. Quiero ganar. Quiero ganar.
»Quiero ser la número uno. Quiero que me respeten.
»Quiero llamar la atención de todo el mundo.
»Quiero que la gente diga: “Qué empleada tan extraordinaria es Kazue Sato. ¡Cómo nos alegramos de haberla contratado!”»
Pero, aunque fuera la primera, ¿quién iba a saberlo? En mi puesto no era sencillo sobresalir, porque el trabajo que hacía era difícil de cuantificar. Escribía informes y no era fácil que los demás reconocieran mi excelencia, lo que me sacaba de quicio. ¿Qué podía hacer para que en la oficina se fijaran en mí y reconocieran mis capacidades? Mis superiores afirmaban que yo había entrado en la empresa por los contactos de mi familia, y yo tenía que encontrar una forma de demostrarles que se equivocaban, una forma de demostrármelo a mí misma.
Más tarde, cuando supe que Yamamoto había superado el máximo nivel del examen de inglés del gobierno, yo también empecé a estudiar para la prueba. Después de estudiar como una loca durante todo un año, hice el examen y lo superé. Pero no era especialmente nuevo que en nuestra empresa hubiera personas con credenciales de máximo nivel; aquello seguía sin ser suficientemente bueno, así que empecé a tomar notas de trabajo y a redactar memorandos en inglés. Escribía en japonés con la sintaxis del inglés y, como consecuencia de ello, todos a mi alrededor me miraban sorprendidos. Yo estaba encantada con mi nuevo éxito.
En otra ocasión decidí escribir un artículo para el periódico. Con mis amplios conocimientos y mi facilidad para redactar, sabía que podía escribir no sólo sobre economía nacional, sino también sobre política internacional. Envié un artículo corto titulado «Lo que debería hacer Gorbachov» a la sección destinada a los lectores de un periódico nacional y, cuando lo publicaron en la edición matinal, me dirigí al trabajo de muy buen humor porque estaba segura de que todo el mundo me felicitaría por el texto. «¡Oye, he visto el periódico esta mañana! —me dirían—. ¡Tu artículo es genial!» Pero, en vez de eso, nadie en la oficina parecía haberse dado cuenta. Todos estaban ocupados con sus tareas. ¿Qué pasaba? ¿Es que ni siquiera allí había alguien que leyera la prensa? La situación me pareció increíble.
Durante el almuerzo, el director del departamento normalmente leía el periódico, así que supuse que me diría algo al respecto. Merodeé cerca de su escritorio durante la pausa del almuerzo, incapaz de comer nada. Finalmente, el director alzó la vista y me miró.
—¿Ha sido usted quien ha escrito esto, Sato? —preguntó golpeando el diario con el dedo.
Saqué pecho.
—Pues sí, he sido yo.
—Es usted una mujer muy inteligente, ¿eh?
Y eso fue todo. Todavía me acuerdo de lo decepcionada que me sentí. Debía de haber un error o, de lo contrario, únicamente se me ocurría una razón para esa indiferencia, una razón que pudiera redimirme frente a mí misma: tenían celos de mí.
Cuando ya habían pasado unos dos años desde que había entrado en la empresa, sentí la presencia de alguien cerca de mí mientras escribía un informe en inglés.
—Escribe usted inglés con tanta facilidad como si fuera nativa. ¿Estudió usted en el extranjero?
A veces, el jefe de la división de investigación se pasaba para supervisar algunos asuntos. Se había puesto a mirar por encima de mi hombro, interesado en lo que estaba escribiendo. El jefe de división se llamaba Kabano. Tenía cuarenta y tres años, un tipo apuesto que se había licenciado en una universidad mediocre, la clase de persona a la que a menudo los demás trataban con desprecio. Lo ignoré. No pensé que hubiera una razón especial para responderle. Kabano me miró —a mí, la mujer a la que sus compañeros de oficina marginaban— y me sonrió compasivamente.
—Yo conocía bien a su padre, Sato. Estaba en contabilidad cuando yo entré en la empresa y me ayudó mucho.
Alcé la vista para mirarlo. Varias personas me habían mencionado a mi padre, pero la mayoría eran seres insignificantes en la empresa. Kabano no era una excepción, pero no pude evitar sentir que, de alguna forma, intentaba denigrar a mi padre.
—Fue una pena lo de su padre, con lo joven que era, pero tener una hija tan excepcional como usted debía de hacerle muy feliz. Estoy seguro de que estaba muy orgulloso de usted.
No dije nada y volví a trabajar. A Kabano debió de sorprenderle que yo no respondiera, y se fue de la oficina de inmediato. Aquella tarde, cuando me preparaba para marcharme, un compañero de trabajo que tenía cinco años más que yo se me acercó. Era el que me había acusado de haber obtenido mi empleo por enchufe en la fiesta de la oficina.
—Sato, sé que no es asunto mío, pero me gustaría hablar con usted. ¿Tiene un momento?
Hablaba en susurros, mirando nervioso a su alrededor todo el rato.
—¿De qué se trata?