—¿Queda algo de agua caliente? —he preguntado.
—Sí. —El de media jornada ha señalado los termos—. Acabamos de llenarlos.
Me he servido agua caliente en el café instantáneo que había comprado. Ellos han dejado de hacer lo que hacían y han empezado a observarme. Parecía que les molestara. Se me ha caído un poco de agua en la encimera, pero la he dejado ahí y he vuelto a mi escritorio. Una vez allí, Kamei me ha mirado y me ha dicho:
—Señorita Sato, por favor, no se ofenda por lo de antes. Yo también debo de hacer mucho ruido.
No he contestado y me he refugiado detrás de mi montaña de papeles. Ya llevaba cuatro tazas de café y, cada vez que acababa una, le hacía un lugar en la mesa y la dejaba allí. Todas tenían manchas de pintalabios rojo en los bordes. He pensado que las llevaría todas de golpe a la cocina cuando acabara de trabajar. Eso parecía lo más lógico. Kamei ha empezado a teclear suavemente, y el sonido se ha ido abriendo camino hasta comenzar a perforar mi cabeza. Puede que fuera guapa y que se hubiera licenciado en la Universidad de Tokio, pero no podía hacer lo que yo hacía, y eso me hacía sentir superior. ¿Qué diría si viera la caja de condones que llevaba en mi bolso? Sólo pensarlo me producía placer.
El tren del metro asciende a nivel de calle en la estación de Shibuya. Ése es el momento del día que más me gusta: subir de las profundidades a la superficie. Me proporciona un inmenso sentimiento de alivio y liberación. Ah. De allí me dirijo a las calles en penumbra y me adentro en un mundo que Kamei nunca podría pisar, un mundo en el que el tipo que trabajaba a media jornada y el ayudante temblarían de miedo, un mundo que el director no podría siquiera imaginar.
He llegado a la agencia de contactos justo antes de las siete; la oficina estaba en un pequeño apartamento propiedad del hotel, entre las tiendas de la avenida de Dogenzaka. Consistía en una pequeña cocina, un lavabo y una ducha minúscula, y una habitación de unos veinte metros cuadrados con un sofá y un televisor. El escritorio desde el que un hombre respondía llamadas estaba en un rincón, y su cabeza rubia platino asentía con aburrimiento mientras hojeaba una revista. Iba vestido como un adolescente, a pesar de que ya rondaba la treintena. Al llegar, había unas diez chicas en la sala, viendo la televisión mientras esperaban que alguien llamase. Algunas jugaban a la videoconsola o leían revistas. Esta noche ha llovido y, cuando llueve, el negocio es más flojo. Todas se estaban preparando para tener que aguardar un buen rato.
Aquí es donde dejo de ser Kazue Sato y me transformo en Yuri, mi «nombre artístico». Tomé el nombre de la Yuriko que conocí en el instituto, una chica guapa pero con muy pocas luces. Me he sentado en el suelo y he extendido el diario económico que aún no había leído sobre la mesita de cristal.
—¡Eh! ¿Quién ha dejado su paraguas mojado aquí? ¡Se están empapando los zapatos de todo el mundo! —ha gritado enfadada una mujer con una sudadera gris desaliñada y el pelo recogido en una trenza.
No llevaba maquillaje, y su cara —sin cejas— se veía esperpéntica. Aun así, cuando se maquilla es una mujer razonablemente atractiva, de modo que está muy solicitada, lo que hace que sea mandona y engreída. Me he disculpado y me he levantado porque había olvidado que el paraguas debía dejarse en el pasillo. En el momento que ha sabido que era culpa mía, la Trenza ha empezado a armar escándalo con la esperanza de que el hombre que atiende los teléfonos le prestara atención.
—Has dejado tu paraguas encima de mis zapatos y ahora están tan empapados que es imposible llevarlos. Tendrás que pagarme algo por esto, ¿no crees?
La he fulminado con la mirada, he recogido el paraguas y he salido para dejarlo en el pasillo. Había un cubo de plástico azul junto a la puerta donde todas habían dejado sus paraguas; he dejado el mío ahí también. Para vengarme, he decidido que al salir cogería otro paraguas, más grande y más bonito, como por equivocación. Al volver a la oficina, la Trenza todavía me miraba con malicia.
—No sé quién te has creído que eres, haciendo todo ese ruido con tu estúpido periódico cuando sabes que las demás estamos viendo la televisión. Y ¿por qué supones que puedes desparramar todas tus cosas por aquí? Este espacio lo usa más gente, ¿sabes? Trata de ser un poco más considerada y deja de comportarte como si fueras la única aquí. Y lo mismo digo respecto al trabajo: debes esperar tu turno.
Las chicas de allí no tenían nada que ver con Kamei: decían exactamente lo que pensaban. He asentido de mala gana, pero lo que estaba claro es que la Trenza estaba celosa de mí. Sospechaba que yo tenía una buena educación y que trabajaba en una gran empresa. «Exacto, putilla, de día tengo un trabajo decente. Me licencié en la Universidad Q y puedo escribir ensayos inteligentes y sagaces. En pocas palabras: no me parezco en absoluto a ti.» En fin, al menos puedo decirme eso durante todo el día, aunque de noche, en la calle, sólo hay una cosa que le sirve a una mujer. Y, cuando ha superado los treinta y cinco, no puede más que lamentarse por el hecho de que ya la ha perdido. Las exigencias de los hombres son excesivas: quieren una mujer culta, con una educación adecuada y una cara bonita, y quieren además que tenga un carácter sumiso y apetito por el sexo. Lo quieren todo. Es difícil que alguien cumpla todas esas exigencias, y es difícil vivir en un mundo donde esas exigencias tienen prioridad. Es más, resulta ridículo esperar que alguien pueda cumplirlas. Aun así, a las mujeres no les queda otra elección más que intentar salir airosas mientras buscan unos valores redentores para sus vidas. Mi habilidad más destacable es mi capacidad para conseguir un equilibrio…, y para ganar dinero.
El teléfono ha sonado. Me he vuelto para mirar con esperanza al operador porque quería que me diera el trabajo a mí, pero ha señalado a la Trenza. Ella se ha ido al tocador de la esquina, ha sacado su estuche de maquillaje y ha empezado a aplicárselo en la cara. Las demás mujeres han seguido viendo la televisión o leyendo revistas, comportándose como si no les importara haber perdido el cliente. He empezado a comerme lo que había comprado en un colmado, fingiendo que a mí tampoco me importaba, y he seguido leyendo el periódico. La Trenza se ha dejado el pelo suelto y se ha contoneado en su vestido rojo y ajustado. Tiene las piernas rectas pero gruesas, y unas caderas muy anchas. Pedazo de cerda. He apartado la mirada; odio a la gente gorda.
Ya eran casi las diez y el teléfono aún no había vuelto a sonar. Hacía ya un rato que había regresado la Trenza. Estaba tumbada en el suelo, mirando la televisión con expresión de cansancio. En la sala se respiraba un aire de resignación. Yo me había deprimido, porque ya era muy tarde, pero, justo entonces, sonó el teléfono. Todas prestamos atención y miramos al operador. Con una mirada preocupada, puso la llamada en espera.
—Es para un domicilio particular, en un apartamento de Gotanda que no tiene baño. ¿Hay alguien que quiera ir?
Una mujer con cara de caballo, cuyo único punto a favor era su juventud, ha encendido un cigarrillo y ha dicho:
—Lo siento, pero tengo vetados a los hombres que no tienen baño en casa.
La Trenza ha abierto una bolsa de patatas y se ha mostrado de acuerdo.
—Menudo idiota. No tiene baño en su apartamento y llama a una chica de compañía.
Aquí y allá se han levantado voces enojadas que eran de la misma opinión.
—Vale, entonces supongo que tengo que decirle que no —ha dicho el operador mientras me miraba.
Pero yo me he levantado.
—Yo iré. A mí no me importa.
—¿De verdad, Yuri? Genial, ahora lo arreglo, entonces.
El operador ha parecido aliviado, pero al decirle al hombre al otro lado del teléfono que no había problema, lo he visto sonreír para sí. He notado que tal vez agradecía mi predisposición desde un punto de vista empresarial, pero desde un punto de vista personal estaba claro que me odiaba.
He sacado la polvera y me he retocado el maquillaje mientras las demás me miraban asqueadas. Sabía lo que estaban pensando: «¡Vaya, vaya, sin duda debes de visitar a muchos hombres sin baño!»
«No seáis tan aprensivas, chicas —quería decirles—. Sois demasiado finolis. Si hacéis negocios con un tipo que no tiene baño en casa, sacad provecho de la situación: entregaos menos y cobradle más por las molestias. Reíos de mí ahora si queréis, pero ya me lo diréis cuando tengáis treinta y siete. Entonces lo entenderéis.» No estaba dispuesta a permitir que aquellas chicas me deprimieran.
Dentro de tres años, tendré cuarenta. Entonces dejaré de venir aquí. Tendré que hacerlo, hay una edad límite en la agencia de contactos. Si logro encontrar empleo en los hoteles, me venderé como «mujer madura»; si no, empezaré a hacer la calle y a buscar a mis propios clientes. Y si no consigo salir adelante, tendré que abandonar. Pero una vez que no tenga un trabajo nocturno que me libere de las tensiones, me parece que mi trabajo diurno también se irá al traste. Eso es lo que me da miedo, pero no puedo hacer más. Mi mayor obstáculo es mi propia inseguridad. Si no puedo mantener el equilibrio, tendré que ser más dura.
Tras entrar en el pequeño lavabo me he puesto un traje con minifalda. Lo compré en la sección de gangas de los grandes almacenes Tokyu por 8.700 yenes. Luego, me he puesto la peluca de cabello largo, que cae hasta mi cintura: Kazue Sato se estaba convirtiendo en Yuri. Me sentía como si pudiera hacer cualquier cosa en el mundo. El operador me ha dado el papelito con la dirección y el número de teléfono del cliente y he salido al pasillo, donde he buscado en el cubo el que probablemente era el elegante y largo paraguas de la Trenza, lo he cogido y me he metido en un taxi camino de Gotanda.
El apartamento estaba al lado de las vías del tren. He pagado al taxista y le he pedido un recibo. Algunas agencias de contactos disponen de vehículos propios para acompañar a las chicas a su lugar de destino, pero ése no es nuestro caso. Me reembolsarían el importe del taxi a la vuelta.
Señor Hiroshi Tanaka, apartamento 202, Mizuki Heights. He subido por la escalera exterior del edificio y he llamado a la puerta del apartamento 202.
—Gracias por venir —ha dicho el hombre que ha abierto.
Rondaba los sesenta y tenía las facciones duras de un obrero de la construcción, el rostro bronceado por el sol, el cuerpo recio. El apartamento olía a moho y a licor barato. He recorrido con la vista el interior para asegurarme de que no había más hombres. No debíamos tener estas precauciones cuando nos enviaban a un hotel del amor específico, pero en un domicilio particular era importante ir con cuidado. Por ejemplo, una chica que conozco fue a prestar un servicio a un hombre, pero luego resultó que había más; aparecieron uno detrás de otro y al final se lo hicieron los cuatro. Y, claro está, a pesar de ser cuatro, sólo pagó uno. Menuda jeta.
—No quiero parecer maleducado, pero esperaba que enviaran a alguien más joven.
Tanaka me ha mirado de arriba abajo sin el menor reparo y, decepcionado, ha dejado escapar un sonoro suspiro. Los muebles de su casa eran baratos. ¿Cómo diablos esperaba conseguir a una chica joven y atractiva viviendo de aquella forma patética? Me he vuelto para mirarlo, con la gabardina aún sobre los hombros.
—¿Ah, sí? Yo también esperaba encontrar a un cliente más joven, la verdad.
—Pues entonces supongo que el chasco nos lo hemos llevado los dos.
Resignado, Tanaka ha intentado tomárselo a risa. Mientras, yo echaba un vistazo al apartamento sin sonreír siquiera.
—En tu casa no hay baño, por lo que nadie quería venir. Si yo lo he hecho, ha sido como un gesto de amabilidad. Deberías estarme agradecido.
Mi queja ha dado en el clavo. Tanaka se ha rascado la mejilla, claramente avergonzado. Debía tomar precauciones para que no intentara escaquearse de pagar, así que lo primero que he hecho ha sido llamar a la oficina para decirle al operador que había llegado y que todo estaba en orden.
—Hola, soy Yuri. Ya he llegado.
Le he pasado el teléfono a Tanaka.
—Ya me sirve, quiero decir que no tengo nada de lo que quejarme. Supongo que no puedo esperar mucho más, al no tener baño. Pero, la próxima vez, ¿podrían enviarme a alguien más joven?
Su descaro me reventaba, pero estaba acostumbrada, así que no me he ofendido. En vez de eso, he usado mi enojo para terminar cuanto antes el trabajo. Quería conseguir el dinero y largarme de allí. Obtendría mi venganza cobrándole más de la cuenta a aquel tipo.
—¿A qué te dedicas? —le he preguntado.
—Oh, hago un poco de esto y un poco de aquello. Principalmente, a la construcción.
«Pues yo trabajo para una empresa de arquitectura, gilipollas. Soy la subdirectora del departamento de investigación y gano diez millones de yenes al año», quería gritarle. Sentía cómo la ira crecía en mi interior; eso era lo que me mantenía a flote. Despreciaba a ese hombre. Los clientes pasivos y pusilánimes suelen resultarles muy divertidos a las prostitutas.
—Ahorrémonos la charla. Te pago por horas.
Tanaka ha mirado su reloj mientras hablaba y de inmediato ha extendido un futón fino como una oblea. El edredón que ha sacado luego había estado apretujado y estaba lleno de pelusas. He sentido que mi resolución se debilitaba. Para darle de nuevo alas a mi ánimo, le he preguntado con brusquedad:
—¿Puedes lavarte aquí?
—Sí, me lavo.
Tanaka ha señalado el fregadero.
—Hace un rato me la he lavado bien, de modo que, ¿qué te parece si me la chupas un poco?
—No, no, yo sólo follo —he respondido, cortante, y he sacado un condón del bolso—. Ponte esto.
—Oye, no puedo empalmarme así de repente —ha susurrado él, incómodo.
—Pues tendrás que pagarme lo hagas o no.
—Eres una maldita puta.
Me he quitado la gabardina y la he doblado con cuidado. Todavía tenía las manchas grises en la parte delantera. Me he humedecido el dedo con saliva y he intentado borrarlas.
—Oye, ¿por qué no te quitas la ropa? Hazme un striptease.
Tanaka se ha quitado la camiseta y sus pantalones de trabajo. «Los hombres son tan cerdos», he pensado mientras miraba su pene arrugado cubierto por un montón de vello púbico blanco. Gracias a Dios que era pequeña. No me gusta que la tengan grande porque duele.
—No, yo no hago ese tipo de cosas —le he recordado amablemente—. Sólo he venido para follar.
Me he quitado deprisa la ropa interior y luego me he tumbado en el fino colchón. Tanaka me ha mirado y ha empezado a meneársela. Ya habían pasado veinte minutos, según el reloj que había dejado al lado de la cama. Faltaba una hora y diez, pero mi intención era engañarle y acabar en cincuenta minutos.