Querida Mitsuru:
En una carta que me enviaste desde la cárcel me confesaste que te habías sentido atraída por mí. La carta me sorprendió y me alegró al mismo tiempo. Para ser sincero, cuando era tu profesor en el instituto, mi corazón estaba cautivado por la bella señorita Hirata. Era mucho más hermosa que ninguna otra mujer que hubiera visto antes, de manera que sólo verla me llenaba de felicidad. Supongo que eso era lo que me volvía impotente frente al tremendo peso que todos sentíamos, aquella necesidad de querer ser mejores que los demás. O, mejor, debería decir que ese peso se volvió totalmente insignificante, porque la belleza natural crea tal embargamiento que la existencia del peso se niega. Y, una vez se ha negado, es más difícil soportarla. Por tanto, todos odiábamos a Yuriko Hirata por el mero hecho de existir, así que no nos quedaba más remedio que querer expulsarla del colegio.
Tal vez lo que he escrito es un poco exagerado. Pero ¿me equivoco acaso? No lo sé. Durante estos días que paso aquí en Oiwake, recuerdo retazos del pasado. Si hubiera hecho tal cosa, esa persona no estaría muerta ahora, me digo. O si al menos hubiera dicho tal y tal cosa, esa persona no se habría comportado así. Me avergüenzo profundamente.
Queridísima Mitsuru:
Puedo ver la parte buena y la parte mala en lo que hicisteis tú y tu marido, aunque, por supuesto, lo que hicisteis es totalmente imperdonable. Digo esto porque creo que vuestra fe religiosa fue parte del misino problema. La fe religiosa no es buena ni mala por sí misma, pero ¿cómo os pudo llevar a pensar que estaba bien matar a otras personas? Tú eras una estudiante sobresaliente; a tu manera, estabas a la misma altura que la señorita Hirata. Pero perdiste la capacidad de razonar. ¿Y la señorita Hirata? ¿Pensaba de verdad que la única forma de vivir en este mundo era como prostituta, aceptando a cualquier hombre que pudiera comprarla? ¿Cómo era posible? ¿Cómo pudo desvanecerse tan fácilmente la educación que había recibido?
He escrito que me gustaría pedir perdón de rodillas a la familia de Kazue. De la misma forma, me gustaría disculparme ante la hermana mayor de la señorita Hirata por el tremendo desastre que causó mi capricho egoísta. Se ha perdido una vida preciosa, y es una tragedia.
Mientras siga estudiando mis insectos, me quedaré aquí en esta montaña helada e imperturbable. Creo que es lo mejor. Pero ¿qué haré para aliviar la tristeza que siento por ti, querida, por la hermana mayor de la señorita Hirata y por la familia de la señorita Sato? Ah, nunca podré deshacerme de los remordimientos.
Bueno, ya te he escrito otra carta larga y dispersa, justo ahora que has salido de la cárcel. Por favor, perdóname. Y, cuando te sientas más fuerte, ven a visitarme a Oiwake, me gustaría enseñarte mi trabajo de campo.
Atentamente,
TAKAKUNI KIJIMA
¿Qué os parece? ¿Acaso no son esas cartas del profesor Kijima una rebelión? Ahora ya es un poco tarde para arrepentirse, pero él sigue con sus convicciones tediosas. De verdad que no les encuentro ningún sentido. Había olvidado por completo que el hijo de Kijima se llamaba Takashi, de modo que cuando vi su nombre en las cartas, rompí a reír porque el marido de Mitsuru también se llamaba así, y ninguno de los dos me gustaba físicamente. ¡Y luego el profesor Kijima va y escribe que se había olvidado por completo de mí! «He olvidado su nombre, pero tú debes de acordarte de ella porque iba a tu clase; era una chica bastante gris.» ¡Joder! Qué maleducado, ¿no creéis?, sobre todo para alguien que fue profesor. ¡Menuda farsa! El viejo chocho debe de estar volviéndose senil. Todo cuanto soy ahora es «la hermana mayor de Yuriko».
El profesor Kijima había escrito acerca de la intensificación de la conciencia individual de cada uno y de los cambios que produce en las formas de vida, pero yo no creo que se trate realmente de eso. Mitsuru, Yuriko y Kazue no mutaron; sólo se pudrieron. Un profesor de biología debería ser capaz de reconocer los signos de fermentación y putrefacción. ¿No fue él quien nos lo enseñó todo acerca de dichos procesos orgánicos? Para dar pie a un proceso de putrefacción se necesita agua, y creo que, en el caso de las mujeres, los hombres son el agua.
L
a siguiente vista se celebró un mes más tarde. Debía empezar a las dos, de modo que le dije a mi jefe que me dejara salir antes. Yo trabajaba a tiempo parcial, y al jefe no le hacía mucha gracia que llegara tarde y me marchara antes. Pero cuando le dije que se lo pedía porque quería asistir al juicio, su tono cambió por completo. «Está bien, de acuerdo —me dijo—. Entonces puedes irte.»
El juicio de Zhang era una buena excusa para salir antes del trabajo, aunque, en realidad, no me gustaba mucho asistir a las audiencias. Cada vez tenía que ver el rostro lúgubre del acusado, y empezaba a resultarme molesto tener que zafarme de la prensa. Sin embargo, Mitsuru me había hecho prometer que le devolvería las cartas de Kijima en la siguiente vista. Además, tenía ganas de ver con qué modelito extravagante aparecía esa vez. Digamos que diversas formas de curiosidad me llevaron al juzgado.
Llegué temprano a la sala del tribunal y vi que una mujer con el pelo corto me saludaba con la mano. Llevaba un jersey de cuello alto amarillo, una falda marrón y una bufanda elegante enrollada con estilo sobre los hombros. Ladeé la cabeza, bastante segura de que no conocía a nadie que vistiera tan bien.
—¡Soy yo, Mitsuru!
Entonces vi sus prominente incisivos y sus ojos alegres. ¿Qué le había ocurrido a aquella mujer de mediana edad, que vestía de una forma tan rara?
—Estás cambiada —dije.
Dejé mis cosas con brusquedad sobre el asiento que tenía detrás y, al hacerlo, sin querer le di un golpe al bolso de Mitsuru, que cayó al suelo. Ella se agachó para recogerlo con el ceño fruncido. En vez del bolso de tela desaliñado, vi que ahora llevaba uno negro de Gucci.
—¿De dónde has sacado ese bolso?
—Lo he comprado.
¿No me había dicho la última vez que nos vimos que no tenía dinero? Y yo pagué a medias estúpidamente como si estuviera repartiendo caridad. Con todo el dinero que se había gastado en aquel bolso Gucci, yo me podría haber comprado al menos diez bolsos como el que llevaba. Aunque quería cantarle las cuarenta, me limité a asentir.
—Es bonito. Te queda muy bien.
—Gracias. Cada vez me siento más centrada. —Mitsuru sonrió ligeramente—. La última vez que te vi tenía los nervios destrozados. Creo que estoy empezando a habituarme a vivir de nuevo en sociedad, aunque durante un tiempo me he sentido un poco como Rip Van Winkle. Todo era tan diferente. El vecindario había cambiado, los precios habían subido. Cada una de mis células era consciente de cómo habían cambiado las cosas durante los seis años que había estado fuera. De hecho, la semana pasada fui a visitar al profesor Kijima a la residencia. Hablamos largo y tendido, y después de ello me sentí mejor. Voy a empezar de nuevo.
—¿Viste al profesor Kijima?
¿Por qué —me pregunté— de repente se le enrojecieron las mejillas a Mitsuru?
—Sí. Pensé en las cartas que te había prestado y empecé a sentirme tan nostálgica que decidí ir a verlo. Lo aprecio muchísimo. Paseamos juntos por los bosques de Karuizawa. Hacía un frío tremendo, pero me sorprendió sobremanera darme cuenta de que en el mundo realmente había personas tan cálidas como él.
Yo no sabía qué decir; la miré, allí sentada y ruborizada, y le tendí el paquete con las cartas.
—Las cartas del profesor Kijima —dijo ella—. ¿Las has leído?
—Sí, las he leído, pero no he entendido mucho de lo que dice. ¿Estás segura de que no tiene demencia senil?
—¿Por qué? ¿Porque no recordaba tu nombre?
Mitsuru lo dijo muy en serio, lo que me molestó aún más.
—No, no lo digo por eso.
—Le conté al profesor Kijima que te había enseñado sus cartas y se inquietó mucho. Temía que pensaras mal del él por escribir determinadas cosas. Le preocupa que estés deprimida por lo que le sucedió a Yuriko.
—¡Pues no lo estoy! Incluso aunque no sea más que la hermana mayor de Yuriko.
Mitsuru dejó escapar un largo suspiro.
—Tal vez no debería decirlo, pero hasta donde alcanza mi memoria siempre has estado amordazada. Lo siento, de verdad que lo siento por ti. Ojalá pudieras escapar del embrujo de Yuriko. El profesor Kijima me dijo que lo que te ocurría era que estabas sometida a control mental.
—El profesor, el profesor… Pareces un disco rayado. ¿Ocurrió algo entre vosotros dos?
—No, no ocurrió nada. Pero sus palabras me tocaron la fibra sensible.
Daba la impresión de que Mitsuru estuviera enamorada del profesor Kijima, como en el instituto. Hay personas que cometen los mismos errores una y otra vez sin aprender nunca de ellos. Ya no soportaba más oír a Mitsuru, así que me volví para encarar el estrado del tribunal. Zhang estaba entrando en la sala flanqueado por dos guardias, las manos esposadas y atadas a un cable que le rodeaba la cintura. Me dirigió una mirada tímida y enseguida apartó la vista. Sentí cómo el resto de la sala me observaba. No querían perderse el enfrentamiento entre la familia de la víctima y el agresor, y yo no quería decepcionarlos. Con todas mis fuerzas, le lancé una mirada fulminante, pero entonces Mitsuru me interrumpió.
—Mira —dijo cogiéndome del brazo—. Mira a ese hombre.
Molesta, me volví para mirar. Dos hombres acababan de sentarse en la tribuna para los espectadores. Uno era gordo; el otro, un joven muy apuesto.
—Me pregunto si ése será Takashi Kijima.
Takashi Kijima tenía la misma mirada de perversidad precoz que yo siempre había despreciado, pero lo que era mortificante era que seguía siendo igual de juvenil y atractivo. Tenía un cuerpo largo y esbelto, como el de una serpiente, y la cabeza pequeña, compacta y bien formada. El rostro era de líneas delicadas, y su nariz fina me recordaba la hoja de un cuchillo recién afilado. Sus labios eran carnosos, de esos que las chicas encuentran atractivos y se derriten por ellos. Sí, chicas como Kazue Sato. Pero había algo que no encajaba: sin duda era demasiado joven. Además, Kijima nunca había sido tan atractivo como aquel chico. A duras penas podía apartar la mirada de él. Cuando el juez entró en la sala del tribunal, volví a mirar a los dos hombres, intrigada.
El hombre que suponía que era Kijima sostenía en la mano una trenca doblada con elegancia. Al entrar el juez, se levantó con torpeza y, cuando todo el mundo se sentó de nuevo, él permaneció de pie mirando al vacío. El hombre gordo lo agarró e hizo que se sentara. Los huesos de sus hombros y los músculos de su pecho, que se podía adivinar detrás del sencillo jersey de color negro que llevaba, estaban perfectamente equilibrados. Estaba en aquella edad entre la adolescencia y la juventud en la que se crece como un árbol joven, y tenía un rostro adorable, con unos rasgos tan apropiados para un hombre como para una mujer. La forma de sus cejas negras era hermosa, un arco perfecto, como si lo hubiesen hecho a mano. No, no era Kijima, de eso estaba segura.
—Ahora que lo miro más detenidamente, creo que no es Takashi Kijima —dije.
—Sí que lo es, es Kijima. Tiene que serlo —me susurró al oído Mitsuru cuando ya toda la sala estaba en silencio.
—Es imposible que Kijima sea tan joven. Además, él siempre tuvo un aspecto más desagradable.
—¡No, ése no, me refiero al gordo!
A punto estuve de caerme de la silla por la sorpresa. El hombre debía de pesar unos ciento diez kilos. Si se le extraía un poco de la grasa que tenía en la cara, quizá se encontrara un parecido con Kijima. El proceso había empezado pero yo estaba demasiado ocupada mirando a los hombres que tenía detrás y no prestaba atención. Además, la audiencia de ese día se centraba en la infancia y el entorno de Zhang, y las deliberaciones eran tan aburridas que pensé que me dormiría.
—Fui un estudiante excelente en la escuela primaria. Poseo una inteligencia natural.
¿Cómo podía estar allí sentado delante de todo el mundo y presumir de sí mismo sin sentir la más mínima vergüenza? No iba a poder soportar aquello mucho tiempo. Mientras intentaba reprimir un bostezo, pensé en Takashi Kijima, que estaba sentado detrás de mí. ¿Cómo se había vuelto tan feo? Parecía una persona por completo diferente. Había cambiado tanto que me entraron ganas de llamar al profesor Kijima y hacerle saber en qué se había convertido su hijo desde la última vez que lo había visto. ¡Eso era lo que iba a hacer! Le haría una foto y se la enviaría al padre con una carta.
Al término de la audiencia, cuando Zhang abandonó la sala, Mitsuru dio un leve suspiro y dejó caer los hombros hacia adelante.
—Asistir a este proceso me está constando más de lo que creía. Me recuerda a mi propio juicio. Nunca me había sentido más desnuda y expuesta al mundo. Al escuchar las preguntas que le hacen al acusado, todo ese pasado me vuelve a la cabeza. Mi vida entera fue expuesta para que todo el mundo la viera. Yo me sentía como si hablaran de otra persona, de alguien completamente diferente de mí. Fue extraño. Cuando me di cuenta de que toda aquella gente estaba muriendo durante las iniciaciones, tuve demasiado miedo para ayudarlos en sus últimos momentos. «Que el karma siga su curso», pensé. Pero cuando llegó mi hora, tenía tanto miedo y temblaba tanto que ni siquiera podía permanecer en pie. Yo era médico, había estudiado para salvar vidas humanas. ¿Cómo podía haber hecho algo tan cruel? El juicio siguió su curso en medio de la confusión. La única cosa que llegué a comprender fue a mi madre, que vino con un grupo de creyentes. Cuando entró en la sala del tribunal intercambiamos una mirada, fue muy sutil, pero con aquella mirada comprendí que me estaba diciendo que fuera fuerte, que no había hecho nada malo. Me estaban juzgando en aquella sala, delante de todo el mundo, pero yo apenas veía a nadie más que a mi madre.
—¿Quieres decir que no sientes remordimientos?
—No, no es eso. Lo que estoy diciendo es que todo era confuso. Era como un drama televisivo.
Levanté la mano para intentar que Mitsuru abandonara su cháchara de emociones enrevesadas. Si no estaba alerta, Takashi Kijima se iría, aunque quien de verdad me interesaba era el joven con quien estaba. Tenía que hablar con él: «¿Qué haces con Takashi Kijima? No es fácil encontrar a chicos tan guapos como tú.» ¿Era hijo de Takashi? Y, si no era así, ¿quién diablos era? Me moría de curiosidad. Si era el hijo de Kijima, no importaba lo odioso o lo feo que se hubiera vuelto el padre; el aprecio que sentía por él se había disparado. Pero parecía que Mitsuru todavía tenía cosas que decir.