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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (45 page)

Por aquella época conocí a una mujer que trabajaba en Kabuki-cho. Acabo de decir que Hirata fue la primera mujer que conocí en Japón, pero, de hecho, antes fui con esa mujer taiwanesa a ver la película Yellow Earth. Tenía diez años más que yo y dos hijos que había dejado en Kaohiung. Mientras trabajaba como madame en un club, iba a una escuela a aprender japonés y ahorraba dinero para enviárselo a sus hijos. Era una persona muy amable y me cuidó mucho en un momento en que yo me sentía desesperado.

Pero no importa lo amable que sea una persona si el medio en el que ha crecido ha sido diferente del tuyo; no puede saber cómo te sientes realmente. Ella no podía comprender qué suponía haber nacido en un pueblo tan pobre, haber tenido que sufrir luego las penurias del trabajo como inmigrante y, por último, padecer el martirio de haber perdido a una hermana. Esto me molestaba, y al final me separé de ella. Fue en ese momento cuando decidí emigrar a Estados Unidos.

Un perdido no tiene más elección que vivir como un perdido. Aunque compartía el alojamiento con otros hombres en un apartamento de Shinsen, todos éramos, de una forma o de otra, solitarios. Ni siquiera sabía que Chen-yi y Huang eran fugitivos hasta que me lo dijo el inspector Takahashi, porque, si hubiera sabido que eran criminales, sin duda no me habría mezclado con ellos. La razón por la que empecé a discutir con los otros hombres con los que vivía fue porque estaba planeando en secreto mi viaje a Nueva York. No era simplemente un desacuerdo por dinero.

El inspector Takahashi me ha echado en cara que me aprovechase del alquiler de mis compañeros, pero yo era el responsable de haber alquilado el apartamento a Chen, tenía que asegurarme de que el lugar estaba limpio y ordenado y debía pagar los gastos, de modo que era natural que ellos pagaran más. ¿Quién creen que limpiaba el baño? ¿Quién sacaba la basura? Yo hacía todo eso, y también me aseguraba de tender las sábanas para que se secaran.

Que los hombres con los que vivía me traicionaran me hirió profundamente, sobre todo por parte de Huang. Todo lo que dijo era mentira: que yo conocía a Kazue Sato desde hacía tiempo, que los tres habíamos mantenido relaciones sexuales con ella… No son más que mentiras desvergonzadas. Debía de tener sus propias razones para hacerme cargar con la culpa. Por favor, piensen sobre ello, inspector Takahashi, señoría, se lo ruego. Sé que ya he dicho esto muchas veces, pero nunca conocí a Kazue Sato. Esa acusación contra mí es falsa.

Conocer a Yuriko Hirata fue una desgracia para los dos. El inspector Takahashi me contó que antaño la señorita Hirata era muy hermosa y que incluso había trabajado como modelo. El inspector Takahashi prosiguió diciendo que «a medida que se hizo mayor y se volvió fea, se convirtió en una prostituta callejera». Pero yo pensé que todavía era hermosa cuando la conocí.

Cuando la vi por primera vez en Kabuki-cho, me atrajo su belleza y su juventud. No me importaba que fuera tarde aquella noche, que venía de Futamomokko, y me propuse ir por Kabuki-cho de camino a casa. Al ver a la señorita Hirata de pie bajo la lluvia, esperándome, me puse muy contento. Ella me miró y sonrió ligeramente.

—¡Casi me congelo esperándote! —me dijo.

Aún puedo recordar esa noche lluviosa a la perfección: la señorita Hirata se resguardaba bajo un paraguas y el cabello negro que le caía por la espalda, casi hasta la cintura, era igual que el de Mei-kun. El corazón empezó a latirme con fuerza. Su perfil también era igual que el de mi hermana, y ésa fue la principal razón por la que me sentí atraído por ella, puesto que llevaba tiempo buscando a Mei-kun. Los hombres con los que me relacionaba solían decirme: «Tu hermana está muerta. ¡Supéralo!» Pero yo no podía dejar de pensar que todavía estaba en este mundo y que me la iba a encontrar cualquier día.

No cabe duda de que desapareció aquella noche en el mar. Pero ¿y si la había rescatado un pesquero? Quizá aún estuviera viva. O tal vez había nadado hasta una isla cercana. Yo me aferraba a esa esperanza aunque Mei-kun había crecido en las montañas, igual que yo, y no sabía nadar. Pero era una mujer con una gran fuerza de voluntad, tenía talento. Todavía recuerdo cuando me la encontré en la piscina en Guangzhou: «¡Zhe-zhong!», gritó entonces con los ojos llenos de lágrimas. Así que paseaba por las calles esperando, deseando encontrármela.

La señorita Hirata me hizo un cumplido la primera vez que me vio:

—Tienes una cara bonita.

Y yo le respondí:

—Tú eres igual que mi hermana pequeña. Ambas sois preciosas.

—¿Cuántos años tiene tu hermana? —me preguntó mientras caminaba a mi lado. Tiró el cigarrillo que había estado fumando a un charco y se volvió para mirarme.

La miré directamente a los ojos. No, después de todo, no era Mei-kun. Estaba decepcionado.

—Está muerta —repuse.

—¿Murió?

Se encogió de hombros. Parecía tan triste que enseguida me sentí atraído por ella. Era la clase de persona con la que podría desahogarme. Luego dijo:

—Me gustaría que me lo explicaras. Vivo aquí cerca. ¿Por qué no vamos allí y tomamos unas cervezas?

El inspector Takahashi me informó de que ésas son precisamente la clase de cosas que dicen las prostitutas. Él no me cree pero, cuando conocí a la señorita Hirata, no fue el típico encuentro con una prostituta; estaba con una persona cuyo cabello y cuyo perfil eran como los de mi hermana pequeña. En mi opinión, el hecho de que la señorita Hirata comprara las cervezas y los pastelitos de soja cuando nos detuvimos en el colmado es la prueba que demuestra la veracidad de mi declaración, ¿no creen? Pienso que ella estaba interesada en mí. Claro que negociamos un precio, es verdad, pero, dado que bajó de los treinta mil yenes hasta los quince mil, creo que es obvio que yo le gustaba.

Cuando la señorita Hirata entró en su apartamento de Okubo, se volvió hacia mí y me dijo:

—¿Qué te gustaría hacer? Haremos lo que más te apetezca, sólo tienes que decírmelo.

Le dije lo que me había estado repitiendo a mí mismo una y otra vez:

—Quiero que, con lágrimas en los ojos, me mires y grites: «¡Hermano!»

Ella hizo lo que le pedí. Instintivamente, extendí los brazos y la abracé.

—¡Mei-kun, qué ganas tenía de verte!

Mientras la señorita Hirata y yo manteníamos relaciones sexuales, no cabía en mí de alegría. Supongo que es algo retorcido, pero el acto lo confirmaba todo: yo no quería a mi hermana como a una hermana; la quería como a una mujer. Y me di cuenta de que, mientras estaba viva, era eso exactamente lo que habíamos querido hacer. La señorita Hirata era muy sensible. Me miró y preguntó:

—¿Qué te gustaría que hiciera a continuación?

Aquello me volvió loco.

—Di: «Ha sido terrible», y mírame.

Le enseñé las palabras en chino. Su pronunciación era perfecta. Pero lo que me sorprendió realmente fue que en sus ojos había lágrimas de verdad. Me di cuenta de que la palabra «terrible» resonaba de manera especial en el corazón de la señorita Hirata, y lloramos juntos en la cama, abrazados. Por supuesto, yo no quería matarla, al contrario. Aunque éramos de razas distintas y de países diferentes, sentí que nos entendíamos. Cosas que no pude explicarle a la mujer de Taiwan se las pude explicar a la señorita Hirata, aunque acabara de conocerla. Fue increíble, y ella parecía compartir mis sentimientos, puesto que le cayeron unas lágrimas por las mejillas mientras la abrazaba. Luego se desabrochó la cadena de oro del cuello y la puso alrededor del mío. No sé por qué hizo algo así.

¿Por qué la maté, entonces?, me preguntan. Ni siquiera yo lo entiendo. Quizá porque se quitó la peluca con la misma naturalidad que si de un sombrero se tratara y vi que el cabello que había debajo era castaño claro con canas. ¡La señorita Hirata era una especie de extranjera que no se parecía en nada a mi Mei-kun!

—De acuerdo, se acabó el juego.

De pronto, se volvió fría. Me asustó.

—¿Es que sólo era un juego?

—¿Qué pensabas? Así es como me gano la vida. Es hora de que te vayas.

Un escalofrío me recorrió la columna mientras sacaba el dinero de mi bolsillo. Ahí fue cuando empezaron los problemas. La señorita Hirata me dijo que le diera todo lo que llevaba, veintidós mil yenes. Cuando le pregunté por qué había cambiado el precio, me respondió disgustada:

—Los juegos incestuosos cuestan más dinero. Quince mil yenes no es suficiente.

¿«Incestuosos»? La palabra me enfureció. Empujé a la señorita Hirata sobre el futón.

—¿Qué coño estás haciendo?

Se puso de pie y cargó contra mí, loca de furia. Empezamos a forcejear con violencia.

—¡Maldito cabrón! ¡¿Por qué me habré follado a un chino?!

Yo no estaba enfadado por el dinero. Lo que me sacaba de mis casillas era que sentía que Mei-kun había sido mancillada. Mi preciosa Mei-kun. Supongo que aquello era hacia lo que nos habíamos dirigido durante todo el tiempo, desde el momento en que huimos de casa; lo que nos esperaba era la tragedia. Nuestro sueño inalcanzable, nuestro sueño imposible que tan rápidamente se había convertido en una pesadilla. El Japón que Mei-kun había deseado ver. Qué cruel. Pero yo tenía que sobrevivir, tenía que continuar viviendo en el país al que mi hermana nunca pudo llegar con vida, y tenía que soportar toda su fealdad. Lo que me había dado fuerzas para seguir era la esperanza de encontrar a una mujer como Mei-kun. Y, cuando al final la encontré, todo cuanto quería hacer era ponerse a jugar por dinero. Qué estúpido había sido por no verlo venir. Me sentí como si me hubiera arrastrado una corriente implacable, incapaz de entender nada de lo que estaba ocurriendo. Cuando volví en mí, me percaté de que había estrangulado a la señorita Hirata. No la maté porque quisiera robarle el dinero, pero cometí un error que no puedo enmendar. Me gustaría dedicar el resto de mi vida a rezar por el reposo del alma de la señorita Hirata.

ZHANG ZHE-ZHONG

SEXTA PARTE
Fermentación y putrefacción
1

E
staba decidida a acudir a la primera audiencia pública del «Caso de los asesinatos de los apartamentos», de modo que solicité un día libre en mi empleo de la oficina del distrito. ¿Os sorprende? La sala del tribunal era como cualquier otra, pero era la más grande del juzgado, y me impresionó que tuvieran que sortear las entradas por la cantidad de espectadores que querían ver el proceso: casi doscientas personas hicieron cola para tener la posibilidad de entrar. Eso puede dar cuenta de lo fascinado que estaba todo el mundo con Yuriko y con Kazue. Muchos reporteros y otras personas de los medios de comunicación acudieron a cubrir el caso, pero no permitieron la entrada a las cámaras. Al pedirle a mi jefe que me diera un día libre, frunció los labios. Sabía que se moría de ganas por preguntarme sobre el caso.

Al principio no tenía el más mínimo interés en saber si ese hombre chino llamado Zhang había asesinado realmente a Yuriko y a Kazue, y ahora sigo sintiéndome igual. Es decir, esas dos eran prostitutas callejeras, continuamente se encontraban con tipos raros y pervertidos, y tenían que saber que, si las cosas se torcían, podían acabar muertas. Y, justamente porque sabían eso, supongo, sentían que lo que hacían era muy emocionante, pasando de un cliente a otro sin saber si ese día sería el último, saliendo de casa sin estar seguras de que iban a volver. Luego, cuando acababa la noche y de hecho volvían a casa sanas y salvas, debían de sentir un gran alivio mientras contaban el dinero que habían ganado. Fuera cual fuese el peligro que hubiesen corrido, aquella noche u otras, lo almacenaban en su memoria para sacarle provecho y aprender a sobrevivir gracias a su inteligencia.

La principal razón por la que fui al tribunal fue porque había leído una copia de la deposición de Zhang que me había proporcionado el inspector Takashi. «Mis crímenes», la había titulado. Menudo relato tan ridículo y aburrido. Zhang no hablaba en él más que de temas irrelevantes: las penurias que pasó en China, todo lo que hizo su querida hermanita, y otras cosas por el estilo. Me lo salté prácticamente todo.

Pero en el informe, Zhang se refería varias veces a sí mismo como un hombre «inteligente y atractivo», e incluso una vez decía que se parecía a Takashi Kashiwabara, de modo que me entró curiosidad por saber qué clase de hombre era. Según Zhang, el día que asesinó a Yuriko, ella le dijo: «Tienes una cara bonita.» Durante toda su vida, fue a Yuriko a la que alabaron por su belleza. Si ella pensó que Zhang tenía una cara hermosa, yo debía verla.

La verdad es que nunca he sido capaz de olvidar a la pequeña Yuriko, en la cabaña de la montaña, encaramada a las rodillas de Johnson. Uno de los hombres más guapos del mundo con una de las chicas más hermosas. No es de extrañar que se sintieran atraídos el uno por el otro y que no fueran capaces de separarse mientras vivieron. ¿Cómo? No, no es que esté celosa. Es sólo que parece que la belleza funciona como una brújula: la belleza atrae a la belleza, y una vez que ha habido una conexión permanece tal y como está de por vida, la aguja inmóvil, apuntando hacia la dirección contraria. Yo también soy mestiza pero, por desgracia, el cielo no me obsequió con una belleza tan espectacular. Más bien, he sabido que mi papel en la vida es observar a aquellos a los que el cielo ha bendecido.

Para el juicio, tomé prestado un libro de fisonomía y me lo llevé conmigo: quería estudiar las facciones de Zhang. Una cara redonda indica una personalidad mundana: alguien fácil de contentar, que no arma un escándalo por una nimiedad, pero que es indeciso y que pronto pierde interés en las cosas. Una cara angulosa indica que se tiene una personalidad calculadora, físicamente robusta, que odia perder y que es tan obstinada que le conlleva problemas relacionarse con los demás. Por otro lado, aquellos que tienen la cara triangular son delicados y sensibles; son físicamente frágiles y tienden hacia las actividades artísticas. Estas categorías se dividen luego en tres posiciones —superior, central e inferior—, empezando en la frente. Leyendo estas posiciones diferentes se puede determinar el futuro de alguien. Por ejemplo, yo creo que me correspondo con la «personalidad sensible». Tengo un físico delicado, me atrae la belleza y encajo en el tipo artístico, y la parte de no ser sociable me define a la perfección.

Luego tenemos los cinco rasgos principales, las áreas más importantes o definitorias del rostro: cejas, ojos, nariz, boca y orejas. Un rasgo especialmente significativo es el brillo de los ojos: cuanto más penetrante sea la mirada, más sustancial es la fuerza vital de un individuo. Una nariz con un puente alto indica una vanidad equivalente, y una boca grande sugiere agresividad y seguridad.

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