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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (21 page)

Aquella noche estaba tan agotada que tuve hasta fiebre. La casa de Johnson se encontraba detrás de la oficina de impuestos de Nishi-Azabu, y la habitación que Masami me había preparado estaba en el segundo piso. Las cortinas, el cubrecama, incluso las almohadas eran de la misma tela estampada Liberty, que sin duda ella misma había escogido. No me interesaba lo más mínimo el diseño de interiores, y todo ese asunto me parecía demasiado quisquilloso, pero ¿qué importaba? En el mismo instante en que me metí bajo las mantas, me dormí de inmediato. Me desperté en medio de la noche, sintiendo la presencia de alguien. Johnson estaba de pie junto a mi almohada, vestido con una camiseta y unos pantalones de pijama.

—Yuriko, ¿cómo te encuentras? —preguntó con un susurro.

—Estoy muy cansada.

Él inclinó su alta figura y me musitó al oído:

—Apresúrate en ponerte bien. Al fin te he cazado.

Cazada. Eso era yo: una mujer a la que los hombres consideraban una presa. A menos que aceptara mi destino, nunca sería feliz. De nuevo, la palabra «libertad» flotaba en mi cabeza. Tenía quince años y, en un instante, me había convertido en una mujer mayor.

A la mañana siguiente, recibimos la noticia de que me habían aceptado en la escuela Q. Masami estaba fuera de sí de alegría. Después de llamar a Johnson a su despacho para darle las buenas nuevas, se volvió hacia mí muy emocionada y dijo:

—¡Tenemos que decírselo a tu hermana!

Le había dado a Masami el número de teléfono de mi abuelo. Sabía que tendría que ver a mi hermana tarde o temprano porque, después de todo, ahora las dos vivíamos en Japón. Aun así, sabía que ella me odiaba, y yo, por mi parte, también la odiaba a ella. No nos parecíamos en nada, éramos como las dos caras de una misma moneda, y mi hermana reaccionó como era de esperar.

—Si por casualidad nos cruzamos en el colegio, no te atrevas a dirigirme la palabra. Seguro que debes de estar encantada de recibir tantas atenciones, pero yo estoy obligada a hacer cualquier cosa para sobrevivir.

Yo también estaba haciendo cualquier cosa para sobrevivir. Pero era imposible explicárselo a mi hermana.

—Tú eres la afortunada aquí —añadió.

—Quiero ver al abuelo.

—Pues él no quiere verte. Te odia, dijo que no tenías inspiración, que no tienes lo que se necesita para perseguir algo con una intensidad desbocada.

—¿Qué es inspiración?

—Mira que eres estúpida. ¡Tu cociente intelectual ni siquiera debe de alcanzar los cincuenta!

Y así acabó la conversación con mi hermana. Al empezar las clases tras el verano fingió no conocerme, y cuando dejé los estudios en el último año de instituto corté toda relación con el sistema escolar Q. Luego, durante años, ni siquiera tuve oportunidad de verla. Sin embargo, desde hace poco he estado recibiendo todas esas llamadas suyas. Me intriga saber qué se lleva entre manos.

5

C
uando me acogieron, Masami tenía treinta y cinco años y Johnson cinco menos que ella. El único objetivo en la vida de Masami era controlar a su marido y cerciorarse de que jamás dejaba de interesarse por ella. Dado que Johnson se preocupaba por mí, Masami se tomó como un asunto personal asegurarse de que él sabía que ella me estaba cuidando. Parecía que le preocupara que el amor de Johnson se debilitara si, por lo que fuera, se le pasara algo por alto en mi custodia.

Aunque yo no estuviera de acuerdo con la actitud de ella, no podía quejarme a Johnson. E incluso si lo hubiera hecho, era poco probable que él se hubiera enfadado con su mujer. Ambos buscaban una gratificación personal. Para Masami, al no tener hijos propios, yo era una especie de mascota; para Johnson en cambio, era como un juguete. En eso se resumía mi vida: había nacido para que otros me usaran.

Debía llevar la ropa que me compraba Masami como si estuviera encantada con ella, aunque a menudo eran prendas rosas, con volantes o estampadas con logotipos de marcas tan estridentes que me avergonzaban; eran tan ridículas que la gente no dejaba de mirarme. La propia Masami disfrutaba llevando vestidos tan extravagantes que atrajeran la atención de todo el mundo.

No obstante, por alguna razón, nunca me compró ropa interior o calcetines. Sentía que únicamente debía comprarme cosas que Johnson pudiera ver; el resto debía comprármelo yo con mi miserable paga. A veces, cuando me cansaba de escatimar con tal de ahorrar, respondía a las peticiones que me hacían los hombres que se me acercaban para sonsacarles algo de dinero. Erijo Kosai, «quedar por interés», eso era lo que hacía. En aquel tiempo no había una palabra para eso, como ahora.

Masami era una persona fácilmente manipulable. Si los demás le hacían un cumplido diciéndole: «Oh, qué hija tan guapa tiene usted», ella de inmediato se ponía su máscara maternal y actuaba con una felicidad delirante. Cuando mis profesores le informaban de que «Yuriko-san no tiene disciplina», ella se defendía con su mejor voz de mártir: «Ha tenido una etapa difícil; su madre se suicidó, ¿sabe?» Cuando llevaba amigos del colegio a casa, volvía a sus años de azafata de vuelo y nos trataba como si todos estuviéramos en primera clase. Cuanto tenía que hacer yo era actuar de forma sumisa y así todo iba bien.

Comía cualquier cosa que ella preparara, mientras proclamaba en voz alta sus excelencias como cocinera, lo cual era cierto en el caso de las rosquillas, por ejemplo, sobre las que espolvoreaba tanto azúcar en polvo que parecían estar cubiertas de nieve. Una vez por semana Masami acudía a clases de cocina, donde había aprendido a elaborar diversos platos franceses muy selectos. Luego estaban los almuerzos que preparaba todas las noches para el día siguiente, que eran ridículamente ostentosos. Ya lo he dicho varias veces, pero sólo en mi corazón podía disfrutar verdaderamente de la libertad, una libertad que nadie más podía ver. Supongo que ésa era la razón por la que sentía tal placer —tal sensación secreta de afirmación— engañando a Masami mientras estaba con Johnson.

Él era magnífico haciendo el papel de esposo abnegado. Cuando estaba con Masami, se le acercaba por la espalda y le rodeaba la cintura con los brazos. Después de cenar siempre la ayudaba a fregar los platos. Las noches del fin de semana me dejaban a mí en casa y la llevaba a cenar fuera. Cuando regresaban, se encerraban en su dormitorio y pasaban el resto de la noche juntos y a solas. Masami no tenía ni la más mínima idea de lo que sucedía entre Johnson y yo. Hasta el día que se enteró, claro está.

Johnson siempre me hacía el amor a primera hora de la mañana. Puesto que su mujer tenía la presión baja, le costaba levantarse, y era tarea de Johnson preparar el desayuno. Se metía sigilosamente en la cama a mi lado mientras yo dormía. A mí me encantaba que acariciara mi cuerpo adormilado. Primero se despertaban mis dedos, y luego las puntas de mi pelo; poco a poco, el ardor se encendía en mi interior hasta que quemaba con tanta intensidad que apenas podía soportarlo, y mi cuerpo se inflamaba. Cuando acababa, olisqueaba mi cabello y me decía:

—No crezcas nunca, Yuriko.

—¿Acaso es malo crecer?

—No es eso; sólo es que me gustas mucho como eres ahora.

Pero crecí. Para cuando entré en el Instituto Q, ya era más alta. Mis pechos se habían hinchado y mi cintura se veía más definida. Casi de forma repentina, había pasado de ser una niña a ser una jovencita, y temía que Johnson se cansara de mí porque había perdido mi aspecto aniñado. No obstante, sucedió todo lo contrario. Empezó a acudir a mi cama tan pronto como caía la noche; me deseaba tanto que no podía evitarlo. Masami, constantemente sometida a dietas de adelgazamiento, no conseguía satisfacer su deseo con su aspecto horripilantemente flaco.

Mi cuerpo —por aquel entonces muy femenino— seducía a los jóvenes, por no hablar de los hombres de mediana edad. De camino a la escuela, se me acercaban a menudo. Yo no rechazaba a nadie. Tenía un sentido de la autonomía profundamente arraigado en mi interior, aunque nunca lo manifestaba ante los demás.

Vaya, me he vuelto a adelantar. Las vacaciones de verano terminaron y empezó un nuevo año escolar. Ingresé en la división del primer ciclo de secundaria del sistema escolar Q y me colocaron en el grupo Este de las alumnas de tercer año. El maestro a cargo de mi grupo era Kijima, el profesor de biología que había dirigido las entrevistas de admisión. Di por supuesto que andaba detrás mí; con su camisa blanca perfectamente almidonada, me clavaba la mirada con tanta intensidad que podría haberme atravesado.

—Confío en que te adaptarás rápidamente a nuestro sistema de enseñanza y que aprovecharás tu tiempo en la escuela Q. Si hay algo que no entiendas, cualquier cosa, no dudes en preguntarme.

Levanté la mirada hacia sus ojos, que brillaban detrás de las gafas de montura metálica. Kijima bajó entonces la vista como si estuviera aterrorizado y preguntó:

—¿Así que también tienes una hermana mayor en esta escuela?

Asentí y le dije su nombre. Pensé que Kijima buscaría de inmediato en las fichas del instituto y que se sentiría decepcionado al comprobar que no teníamos nada que ver la una con la otra. O quizá desconfiaría y empezaría a examinar en busca de defectos. Como ella no se parecía en nada a mí, la gente se sorprendía cuando se enteraba de que éramos hermanas.

Tan pronto como acabó la primera clase, los chicos y las chicas (el sistema Q era mixto hasta el bachillerato) se arremolinaron a mi alrededor para mirarme sin disimular en lo más mínimo su curiosidad. Me quedé perpleja por su espontaneidad infantil. Se suponía que eran la élite de los niños, pero en lo único que destacaban era en la curiosidad que demostraban.

—¿Cómo eres tan guapa? —preguntó un chico, muy serio.

—¡Tu piel es como la de una muñeca de porcelana! —exclamó una chica mientras me pasaba la palma de la mano por la mejilla—. Tiene el mismo color que una de esas muñecas alemanas de porcelana Meissen.

La chica puso su mano junto a la mía para compararlas. Otra me tocó el pelo. Incluso hubo una que intentó abrazarme.

—¡Oh, eres tan bonita! —gritó.

Los chicos no dejaban de mirarme, formando un círculo cada vez más cerrado a mi alrededor, hasta que sentí cómo me ruborizaba por el calor. Sin embargo, no importaba lo que les gustara a los chicos porque, después de todo, no eran más que chicos.

En ese momento decidí que fingiría ser una niña inocente mientras fuera a ese colegio. Me di cuenta de que lo mejor sería no entablar conversaciones con los demás alumnos. Miré a un lado y dejé escapar un largo suspiro, ya que supe que allí nadie me entendería nunca. Al bajar la vista al suelo, crucé la mirada con un chico de pelo corto que estaba sentado a un lado, lejos del grupo. Tenía la frente arrugada, lo que le daba un aspecto sabio y experimentado. Por la forma de observarme, parecía que me censurara. Era el hijo del profesor Kijima, el jefe de estudios.

Kijima hijo era el primer hombre que no sentía deseos por mí, lo noté enseguida, y fue la segunda persona que me odió; la primera, por descontado, fue mi hermana. Tanto ella como Kijima eran capaces de hacerme sentir con su mera presencia que mi vida no tenía sentido y, puesto que mi única razón de existir era el hecho de que los demás me desearan, poco a poco empecé a resistirme a la mirada de Kijima. «Tu padre me ama», pensé. Siempre me había faltado la fuerza necesaria para enfrentarme a alguien de esa manera, pero en ese momento canalicé mis emociones hasta que por primera vez tuvieron un objetivo: el joven Kijima.

Llegó la hora del almuerzo. Un grupo de estudiantes salieron juntos de clase y se tomaron su tiempo en volver. Yo me senté sola y comí el almuerzo que me había preparado Masami pero, no importaba cuánto comiera, el almuerzo parecía no acabarse nunca. Miré a mi alrededor en la clase en busca de un cubo de basura.

Entonces oí una voz por encima de mí:

—¡Vaya, qué almuerzo más completo! ¿Esperas a alguien?

Una chica con el pelo rizado teñido de color caoba estaba mirando mi fiambrera. Intentó coger una porción de mousse de gamba y aceitunas que había en una esquina, pero se le escapó entre los dedos, cayó en el pupitre y quedó allí brillando a la luz del sol de mediados de septiembre. Bastante penoso, la verdad. Cogió la aceituna.

—¡Un poco salada!

—Cómetelo todo si quieres.

—No, no me gusta mucho.

La chica me dijo que se llamaba Mokumi, un nombre raro, pero que todos la llamaban Mokku. Su padre era el presidente de una empresa que se dedicaba a la fabricación de salsa de soja. Mokku parecía más descarada y presuntuosa que el resto de mis compañeros de clase.

—¿Así que tu padre es blanco, o algo así?

—Sí.

—Pues si las mestizas son tan guapas como tú, buscaré un marido extranjero cuando quiera tener hijos —dijo Mokku, muy seria—. Aunque tu hermana mayor no es nada guapa, ¿no? Todos los de la clase hemos ido al instituto para verla. ¿De verdad es tu hermana?

—Sí, lo es.

Mokku cerró la tapa de mi fiambrera de golpe sin preguntarme si me importaba.

—Es increíble. Cuando fuimos a verla, nos hizo una mueca. Es una auténtica perra, fea a rabiar. Nos llevamos un chasco al ver que no se parecía nada a ti. Tú también debes de estar decepcionada, ¿no?

No era la primera ocasión que me encontraba en una situación parecida. Cuando alguien me veía por primera vez, se le ocurrían todo tipo de fantasías sobre mí. Imaginaba que llevaba una vida al estilo Barbie, en una casa de ensueño con un padre apuesto, una madre preciosa, y un hermano mayor bien parecido y una hermana guapísima que me protegía. Pero luego, cuando veían a mi hermana mayor y comprobaban que su fantasía no tenía nada que ver con la realidad, se sentían desilusionados. Pasaban a despreciarme y me convertía en el hazmerreír de todo el mundo.

Miré a mi alrededor. Los alumnos que tanto se habían emocionado cuando había llegado por la mañana volvieron a sentarse a sus pupitres. Todos evitaban mirarme. Ahora, mi vida entera era un misterio para ellos, y me había convertido en una criatura sospechosa.

En ese momento algo aterrizó en mi pupitre y rodó sobre él. Era una bola de papel. La cogí y la metí en el bolsillo de mi uniforme al tiempo que me preguntaba quién la habría tirado. La chica que estaba sentada al otro lado tenía el libro de inglés abierto y lo estudiaba con detenimiento, pero Kijima hijo, que estaba sentado delante de ella, se volvió para mirarme. Así que había sido él. Saqué la bola de papel de mi bolsillo y se la tiré de vuelta. No necesitaba leerla para saber qué decía. Había visto a mi hermana y sabía que éramos una y la misma.

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