—Tío Karl, ¿odias a mi padre?
—Lo desprecio profundamente. No se lo digas a nadie, pero debes saber que tiene una amante turca. Lo sé todo de él. Siente debilidad por el cabello negro y los ojos oscuros.
La mujer era una trabajadora inmigrante que provenía de Alemania. Incapaces de mantener su pasión en secreto, mi padre y su amante se pasaban el día intercambiando miradas insinuantes.
—¿Qué crees que haría mamá si lo supiera?
Karl compuso una mueca de dolor. Sin duda le preocupaba en igual medida lo que haría si supiera lo nuestro. Karl y yo; mi padre y su amante turca… Parecía que teníamos muchos secretos que ocultarle a mamá. Pero no había nadie allí dispuesto a contárselos. Había perdido a todos sus amigos al trasladarse a Suiza, y era incapaz de aprender alemán, de modo que se encerró cada vez más en sí misma y rechazó salir de su caparazón.
—Lo mejor es que no lo sepa —dijo Karl.
—Pero ¿está bien que lo sepa yo?
Karl me miró sorprendido. Yo aparté la mirada y la dirigí arriba, hacia el techo oscuro de la cabaña.
Mi madre me odiaba. Cuando dio a luz a una niña que se parecía tan poco a ella, había caído en un pozo del que nunca había podido salir. Todavía estaba conmocionada. Cuando crecí, todo empeoró, y en el momento en que decidimos mudarnos a Suiza, ella se convirtió en el único miembro asiático de la familia. Por consiguiente, empezó a sentirse más cerca de mi hermana mayor, que todavía estaba en Japón y era más asiática que yo, o al menos eso pensaba mi madre. Le preocupaba su bienestar. Continuamente decía:
—Me preocupa esa niña. ¿Crees que piensa que la he abandonado?
Pero a mi hermana eso no le preocupaba en absoluto. Si mi madre había abandonado a alguien, era a mí. Yo no me parecía a nadie de la familia. Me habían soltado de la mano para que me las arreglara sola, y las únicas personas que me prestaban atención eran los hombres que me deseaban. De niña me di cuenta de que mi existencia tenía un propósito cuando fui consciente de que los hombres me codiciaban. Y ésta es la razón por la que yo los desearé a ellos siempre. Incluso antes de que empezara a preocuparme por los deberes o cualquier cosa del colegio, comencé a tener lazos secretos con los hombres. Y son ellos quienes me dan la prueba que necesito para sentirme viva.
Una noche llegué tarde a casa. Karl me había dejado en un callejón cercano, por miedo a que lo vieran si detenía el coche delante de nuestro bloque de apartamentos. Caminé a solas hasta casa en la oscuridad. Cuando llegué a nuestro apartamento, abrí la puerta y fui directa a mi habitación. Sólo eran las diez, pero el piso estaba a oscuras, lo que me extraño. Eché un vistazo en la cocina y no vi rastro de comida. No había pasado ni un día sin que mi madre preparara algún plato típico japonés. Como me pareció raro, fui a su habitación y asomé la cabeza por la puerta entreabierta. Allí pude verla a media luz; parecía estar durmiendo, así que cerré la puerta en silencio sin decir nada.
Media hora después, cuando papá volvió, yo estaba en la bañera lavándome tras haber pasado la tarde con Karl. Llamó a la puerta con violencia. ¡Nos habían descubierto! Ése fue el primer pensamiento que se me pasó por la cabeza. Pero no era eso. Papá había venido para decirme que a mamá le ocurría algo. Lo vi muy afligido y cuando corrí hacia su habitación, ya sabía que ella había muerto.
En Japón, mi madre y mi hermana nunca se habían unido para enfrentarse al malhumor de mi padre pero, una vez en Suiza, mamá únicamente pensaba en mi hermana. Yo despreciaba la falta de carácter de mi madre y odiaba su indolencia.
Esto es lo que ocurrió una vez. Invité a varios compañeros de clase a casa para pasar el rato. Mi madre se negó a salir de la cocina.
—Me gustaría presentártelos —supliqué mientras le tiraba de la mano.
Pero ella se zafó y me dio la espalda.
—Diles que soy la sirvienta. Tú no te pareces en absoluto a mí, e intentar explicárselo a la gente es un fastidio.
Un fastidio. Ésa era la palabra favorita de mamá. Aprender alemán era un fastidio. Hacer algo nuevo era un fastidio. Se había adaptado tan poco a Berna que cuando se aventuraba a salir por la ciudad se perdía fácilmente. No pasó mucho tiempo, por tanto, hasta que su personalidad sufrió una especie de colapso, aunque aún no entiendo qué la llevó a desear quitarse la vida. Por entonces, estaba tan desesperada que incluso una tontería era suficiente para llevarla al límite. ¿Había sido el arroz al vapor que no cocinó bien el otro día? ¿El elevado precio de la soja fermentada? ¿O acaso era la amante turca de mi padre? ¿Quizá mi lío con Karl? La verdad es que no me preocupaba en absoluto; para entonces ya no sentía interés alguno por mi madre.
Tanto papá como Karl sintieron un breve momento de alivio al morir mamá pero, luego, a ambos empezó a preocuparles que hubiera sido el conocimiento de los crímenes que ellos habían cometido lo que la hubiera llevado al suicidio. Tuvieron que vivir el resto de sus vidas luchando contra sus sentimientos de culpa.
Para mí, en cambio, no fue igual, ya que su muerte me proporcionó una comprensión clara de las consecuencias del egoísmo de los adultos. No era culpa mía que mis padres hubiesen engendrado una especie de milagro, una niña con mi belleza. Aun así, intentaron forzarme para que llevara esa carga, pero yo ya había tenido suficiente. Sin duda no quería que me endilgaran la responsabilidad de la muerte de mi madre. De modo que cuando mi padre trajo a su amante turca al apartamento, me sentí aliviada, puesto que eso me proporcionaba una excusa para regresar a Japón. No importaba si no veía a mi hermana mayor. De todos modos, ella me odiaba. Además, Johnson había terminado con sus negocios en Hong Kong y me estaba esperando. ¿Por qué no me quedaba con él? Ya no era virgen, y quería comprobar cómo sería el sexo con Johnson. Tenía tantas ganas que casi no podía esperar.
P
ara una ninfómana como yo, supongo que no hay trabajo mejor que la prostitución; es el destino que Dios tenía reservado para mí. No importa lo violento que pueda llegar a ser un hombre, o su aspecto físico: cuando estamos juntos en la cama no puedo evitar amarlo. Es más, cumplo todos sus deseos, independientemente de lo vergonzosos que sean. De hecho, cuanto más retorcidas sean las peticiones de mis amantes, más me atraen, ya que mi capacidad para cumplirlas es la única forma que tengo de sentirme viva.
Ésa es mi virtud, y es también mi mayor defecto: no puedo rechazar a un hombre. Soy una vagina encarnada, la personificación de la esencia femenina. Si alguna vez rechazara a un hombre, dejaría de ser yo.
He intentado imaginarme varias veces de qué moriré. ¿Sufriré un ataque al corazón? ¿Padeceré una enfermedad atroz? ¿Me asesinará un hombre? Tendrá que ser una de esas tres opciones. No digo que no tenga miedo pero, puesto que no puedo dejarlo, supongo que seré la responsable de mi propia destrucción.
En el momento en que fui consciente de eso, decidí recoger mis vivencias en un cuaderno. No es ni un diario ni un listado de amantes, sino un documento para mí misma. Ni una sola página de lo que escribo aquí es ficción. Ni siquiera sé cómo escribir ficción, está fuera de mis capacidades. No sé quién leerá este cuaderno, pero creo que lo dejaré abierto sobre mi escritorio con una nota que diga «Para Johnson». Excepto él, nadie más tiene una llave de mi apartamento.
Johnson viene a verme cuatro o cinco veces al mes. Es el único hombre al que veo gratis, y también el único con el que he tenido una relación duradera. Si me preguntaran si lo he amado, fácilmente podría responder que sí. Pero también sería muy fácil decir que no. De hecho, ni yo misma lo sé. Lo que es seguro es que de alguna manera Johnson me sustenta. ¿Es quizá el anhelo de una figura paterna? Quizá. Johnson es incapaz de dejar de amarme, de modo que en cierta forma es como mi padre. Mi verdadero padre, por supuesto, no me quería. O, al menos, el amor que sentía por mí estaba podrido.
Recuerdo cuando le pedí permiso para regresar a Japón. Era una noche a última hora, una semana después de que muriera mamá. Se podía oír el agua goteando del grifo de la cocina, gota tras gota. No recuerdo si el grifo empezó a gotear por la misma época en que mamá murió, o si había goteado siempre y ella se preocupaba de cerrarlo bien cada vez que lo utilizaba. Sin embargo, yo tenía la impresión de que, de repente, el grifo estuviera siempre goteando. Me aterrorizaba, como si mamá intentara decirnos «Todavía estoy aquí». Hice un montón de llamadas telefónicas pero nunca conseguí que ningún fontanero viniera a arreglarlo; al parecer, estaban todos demasiado ocupados. Cada vez que una gota caía en el fregadero, mi padre y yo nos volvíamos para mirar hacia la cocina.
—¿Quieres volver a Japón por mi culpa? —me preguntó mi padre sin mirarme.
Era evidente que se sentía un poco culpable por haber traído a casa a su novia turca —Úrsula, se llamaba, ¡y no me preguntéis por qué tenía un nombre que sonaba tan alemán!—, pero, por otro lado, no me perdonaba que hubiese informado sobre ella a las autoridades.
Había llamado a la policía sólo porque estaba furiosa con él. Mi madre estaba allí, todavía de cuerpo presente, y él se presentó en casa con su novia embarazada. Yo cuestionaba su insensibilidad, pero ni una sola vez puse en duda su inocencia. Mi padre no era lo bastante valiente para ensuciarse las manos con un crimen semejante. Su deseo no era suficientemente fuerte como para cometer un asesinato. De modo que tampoco fue una sorpresa que se quedara al margen y se limitara a observar cómo mi madre se hundía lentamente. Cuando ya no pudo soportarlo por más tiempo, corrió a los brazos de otra mujer y, cuando la dejó embarazada, no tuvo más remedio que aceptar la carga. Mi padre era un cobarde.
—Los motivos tienen más que ver conmigo que contigo —dije.
—¿Qué se supone que significa eso?
Mi padre me miró confundido. En sus ojos azul claro se había consumido la vida.
—No quiero quedarme en esta casa.
—¿Porque Úrsula está aquí?
Mi padre bajó la voz porque Úrsula estaba durmiendo en la habitación de invitados. Cualquier tensión podía desencadenar un aborto, y nos habían recomendado que no la molestáramos. Úrsula había venido sola de Bremen con un visado de trabajo, y mi padre no tenía el dinero que haría falta para hospitalizarla durante un largo período.
—No es por ella.
Úrsula estaba más aterrada por la muerte de mi madre que mi propio padre, y eso la hacía sufrir. Creía que mamá se había suicidado por su culpa. Sólo tenía diecisiete años, y siempre que hablaba con ella percibía su sinceridad y su sencillez infantil. Yo no estaba enfadada con Úrsula. Todo cuanto tenía que hacer era decirle que ella no tenía nada que ver con la muerte de mi madre y eso la colmaba de alegría. Mi padre suspiró de alivio cuando oyó mi respuesta, pero ni siquiera entonces fue capaz de mirarme a los ojos.
—Eso está bien. Temía que pensaras que mi culpa era demasiado grande para ser perdonada.
Bueno, él no era el único que cargaba con una gran culpa. Entre la infidelidad de Karl y la muerte de mi madre, yo me había hecho mayor de golpe.
—No es una cuestión de perdón. Sólo es que quiero volver a Japón.
—¿Por qué?
No era solamente porque quisiera volver a ver a Johnson. Yo quería a mamá, y ahora que ella ya no estaba en Suiza no existía ningún motivo para quedarme.
—Mi madre ha muerto, así que ya no hay ninguna razón para quedarme aquí.
—Entiendo. Entonces, ¿has decidido vivir como una japonesa? —masculló mi padre, sin intentar esconder que estaba ofendido—. Puede que sea duro para ti, por tu apariencia occidental, ya sabes.
—Quizá. Pero soy japonesa.
A esas alturas mi destino ya estaba casi escrito. Viviría como una japonesa en aquel húmedo país. Los niños me señalarían y gritarían: «¡Gaijin! ¡Gaijin!» A mis espaldas las chicas murmurarían: «De jóvenes, las mestizas quizá sean guapas, pero envejecen más rápidamente que nosotras.» Y los chicos del instituto me martirizarían. Todo eso lo sabía, y por eso necesitaría construir una muralla a mi alrededor tan gruesa como la que había levantado mi hermana para sí. Y, dado que no era capaz de construirla yo misma, pensé que Johnson podría ayudarme.
—¿Adónde irás? ¿A casa del abuelo?
Mi hermana ya vivía con mi abuelo y, una vez que ponía las manos sobre algo, no dejaba que nadie se lo arrebatara así como así. Se atrincheraría frente a la puerta antes de dejarme poner un pie en el mundo que ambos compartían.
—Le he pedido al señor Johnson que me deje quedarme en su casa.
—¿El americano? —Mi padre hizo una mueca—. No es mala idea, pero necesitarás dinero.
—Me dijo que no tenía que pagarle por la habitación ni por la comida. Así que, ¿puedo? Por favor…
Mi padre no respondió.
—¡Dejaste que mi hermana se quedara en Japón! —insistí.
Él se encogió de hombros con resignación.
—Nunca me he llevado bien con ella.
Eso era porque los dos se parecían mucho. Permanecimos unos instantes sentados sin decir nada. Tan sólo el incesante goteo del grifo de la cocina rompía el silencio. Finalmente, como si ya no pudiera soportar oírlo por más tiempo, mi padre espetó:
—¡Vale, vale! Puedes volver a Japón
—Así tú podrás ser feliz aquí, con Úrsula.
No tenía intención de acabar nuestra conversación con esas palabras, pero no pude evitar decirlas y una expresión triste se instaló en el rostro de mi padre.
Al día siguiente falté al colegio y llamé a Johnson a su despacho. Él ignoraba por completo mis intenciones de alojarme en su casa. Me pareció que estaba encantado de recibir una llamada mía.
—¡Yuriko! Me alegra mucho oírte. Cuando me trasladaron de nuevo a Tokio, pensé que tal vez podríamos vernos. Me entristeció saber que te habías mudado a Suiza. ¿Cómo está tu familia?
—Mi madre se ha suicidado y mi padre vive con su amante. Lo que más deseo es volver a Japón, pero no tengo ningún lugar en el que vivir, y preferiría morir antes que estar con mi hermana. No sé qué hacer.
Intentaba que me compadeciera. Intentaba seducirlo. ¡Una chica de quince años seduciendo a un hombre de treinta! Johnson respiró profundamente y luego expuso su plan.
—En ese caso, ¿por qué no te quedas aquí… con nosotros? Sería como en la cabaña: la niña pequeña que busca refugio del acoso de su hermana mayor. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.