Empezó la presentación del nuevo curso. Las que veníamos de fuera prestábamos mucha atención a todo lo que se decía pero, por el contrario, las procedentes de los niveles elementales sólo fingían escuchar. Mascaban chicle, se susurraban cosas y actuaban como si todo aquello no fuera con ellas. Su comportamiento no tenía nada de serio, y se parecían más a gatitos juguetones, extremadamente preciosos. No se volvieron ni una sola vez para mirar a las nuevas.
Las recién llegadas, en cambio, al observar cómo actuaban las veteranas, se sentían aún más angustiadas porque intuían la complicada vida que les esperaba. Se les congelaba la expresión y sus caras se volvían más y más sombrías. Confundidas, empezaban a sospechar que las reglas que habían seguido hasta el momento no serían válidas allí, y que iban a tener que aprender un sistema nuevo por completo.
Quizá penséis que estoy exagerando. Si es así, os equivocáis. Para una chica, la apariencia puede ser una forma de opresión muy poderosa. No importa lo inteligente que sea ni las virtudes que tenga, ya que dichos atributos no son fácilmente distinguibles. La inteligencia y el talento no tienen nada que hacer frente a una chica cuyo físico es obviamente atractivo.
Yo, por ejemplo, sabía que era mucho más inteligente que Yuriko, y me molestaba sobremanera que no pudiera impresionar a nadie con mi mente. Ella, en cambio, que no poseía nada más que su rostro bello y espeluznante, causaba una impresión tremenda en cualquiera que la veía. Gracias a mi hermana, el cielo me bendijo con un talento especial: la habilidad intransigente para sentir rencor. Sin embargo, aunque mi talento superaba de largo el de los demás, sólo me impresionaba a mí misma. Me jactaba de él, y lo pulía cuidadosamente todos los días. Y puesto que vivía con mi abuelo y tenía la oportunidad de ayudarlo en las chapuzas que él hacía, era claramente diferente de las demás estudiantes que provenían de familias perfectamente normales. Por esta razón, podía disfrutar quedándome al margen, incluso a pesar de la crueldad de mis compañeras de instituto.
E
n los días que siguieron a la ceremonia de presentación, cada vez más chicas empezaron a ponerse faldas cortas.
Kazue fue una de las primeras. Pero los zapatos y la mochila que llevaba no pegaban en absoluto con la longitud de la falda, y la condenaban a seguir siendo una intrusa. Veréis, las alumnas veteranas no llevaban las mochilas habituales que suelen cargar las estudiantes: iban al colegio con unos finos bolsos de nailon colgando del hombro, o con unos elegantes bolsitos de noche que todavía era raro ver por entonces. Algunas usaban unas pequeñas mochilas importadas de América, mientras que otras preferían unos poco prácticos bolsos tipo Boston. ¿Qué si eran Louis Vuitton? Daba lo mismo, porque las chicas que los llevaban parecían inequívocamente universitarias de camino a clase. Para completar el conjunto, lucían mocasines marrones y unos calcetines azul marino de Ralph Lauren que les llegaban hasta las rodillas. Algunas utilizaban un reloj diferente todos los días. Otras dejaban entrever unas pulseras de plata —que sin duda les había regalado su novio— por debajo de la manga del uniforme. Luego estaban las que se sujetaban el pelo rizado con alfileres adornados y muy afilados y llevaban anillos de diamantes grandes y relucientes. Aunque se suponía que las alumnas no podían acicalarse con tanta libertad como hoy en día, se las apañaban para competir entre sí y ver de este modo quién estaba más a la moda.
Pero Kazue siempre llevó una mochila negra y las mismas zapatillas sin cordones, también negras. Los calcetines azul marino eran los típicos que llevaban todas las estudiantes, el tarjetero rojo donde guardaba el bono del tren era tremendamente infantil, y todo eso, unido a los clips negros con los que se sujetaba el pelo, hacía que su aspecto no fuera en absoluto guay. Se arrastraba por los pasillos de manera desgarbada intentando esconder sus piernas flacas, que sobresalían por debajo de la falda, mientras cargaba la mochila al hombro.
Su apariencia, a lo sumo, no superaba la de la media. El cabello espeso y negro se le pegaba a la cabeza como si de un casco se tratara, y lo llevaba tan corto que se le veían las orejas. Los pelos ásperos y sueltos que le quedaban en la nuca me hacían pensar en las plumas rebeldes de un polluelo. Tampoco es que tuviera el aspecto de ser especialmente aburrida. Tenía la frente ancha, un rostro inteligente, y sus ojos rebosaban de la misma confianza que tendría una estudiante del cuadro de honor, hija de una familia adinerada. Por esta razón yo me preguntaba cuándo y por qué habría empezado a mirar de reojo, con timidez, a cuantos la rodeaban.
Vi una foto de Kazue en una de esas revistas semanales poco después de su muerte. En ella aparecía junto a un hombre en un hotel del amor, y la imagen sugería muchas cosas. Kazue mostraba sin remilgos su cuerpo flaco y desnudo, mientras su enorme boca se abría en una sonrisa. Observé con atención la fotografía, intentando encontrar los rasgos de la Kazue que había conocido, pero todo cuanto pude distinguir fue lascivia, y no la clase de lascivia que se desprende de una lujuria excesiva, ni siquiera del sexo. Era el morbo de un monstruo.
Cuando empezamos a ir al Instituto Q para Chicas, yo no sabía el nombre de Kazue y tampoco tenía ningún interés en saberlo. Al principio, las nuevas se apiñaban en grupitos, y parecían tan apocadas y torpes que era imposible distinguir a una de otra. Para una estudiante que se ha esforzado tanto por ingresar en el Instituto Q y que espera ser reconocida por su inteligencia, aquello era bastante desalentador. Creo que ahora puedo entender cómo debió de sentirse Kazue. Llegó a la mayoría de edad sumida en la humillación, y eso debió de confundirla terriblemente.
¿Queréis saber cómo nos conocimos? Vale, pues os lo voy a contar. Fui consciente de la existencia de Kazue gracias a un incidente. Era un día lluvioso de mayo y estábamos en clase de gimnasia. Se suponía que nos tocaba jugar a tenis ese día, pero por culpa de la lluvia tuvimos que quedarnos en el gimnasio y practicar danza. Nos estábamos cambiando de ropa en el vestuario cuando una alumna levantó un calcetín en el aire.
—¿De quién es esto? ¿Quién ha perdido un calcetín? —preguntó.
Era un calcetín azul marino parecido a los que utilizábamos la mayoría, solo que ése tenía un logo rojo de Ralph Lauren en lo alto.
No hubo ninguna reacción. A nadie, excepto a mí, le preocupaba perder algo, ya que siempre podían comprarlo de nuevo. Por eso me pareció raro que aquella chica estuviera armando tanto alboroto por un miserable calcetín. Lo levantó más para que lo vieran sus amigas y exclamó:
¡Eh, mirad!
Empezaron a oírse risas. Otras chicas se acercaron para ver el calcetín y rodearon a la que lo sostenía.
¡Vaya, si casi ha logrado copiarlo a la perfección!
—¡Una obra maestra!
La propietaria había cogido un calcetín normal y había tratado de imitar el logotipo de Ralph Lauren bordándolo con hilo rojo en la parte superior
La chica que lo sujetaba en el aire no buscaba a la dueña para devolvérselo caritativamente, sino que sólo quería saber a quién pertenecía; ésa era la razón por la que gritaba tanto. Pero nadie lo reclamó. Las nuevas se cambiaron de ropa en silencio y las veteranas tampoco abrieron la boca. Aun así, sus rostros delataban la satisfacción por la escena que sin lugar a dudas tendría lugar cuando comenzara la siguiente clase.
Después de gimnasia teníamos inglés. La mayoría de las alumnas se apresuraron a cambiarse de nuevo de ropa y luego se dirigieron al aula con aire despreocupado. En ese tipo de situaciones, no importaba si eras nueva o veterana: cuando
se trataba de reírse de alguien, todas éramos iguales.
Sólo tres alumnas permanecimos más tiempo en el vestuario: una veterana menuda, Kazue y yo. Kazue se estaba entreteniendo más que de costumbre, y fue entonces cuando me di cuenta de que era ella quien había cosido el logotipo al calcetín, la veterana le dio a Kazue un par nuevo.
—Toma, los necesitarás —le dijo.
Eran unos calcetines azul marino sin estrenar. Kazue se mordió el labio y compuso una expresión de preocupación. Supongo que se dio cuenta de que no tenía más opción que aceptarlos.
—Gracias —dijo en un tono apenas audible.
Cuando las tres entramos en el aula, nuestras compañeras hicieron como si no pasara nada. Quizá la identidad de la propietaria del calcetín no se descubriría nunca, pero había sido divertido. Y todavía podía serlo más, porque incluso un pequeño incidente como ése se engrandecía y rodaba por el instituto como una bola de nieve, hasta que se convertía en una grosería incontrolable.
Una vez superado el aprieto, Kazue adoptó una expresión indiferente. Ese día, como de costumbre, alzó la mano y la profesora le pidió que se levantara para leer el libro de texto en voz alta. Había alumnas que habían vivido en el extranjero, y muchas otras en la clase que eran buenas en inglés, pero eso no apocaba a Kazue. Segura de sí misma, levantaba la mano sin pensarlo dos veces. Miré a la chica que le había prestado los calcetines. Parecía adormilada frente al libro, con la barbilla apoyada en la mano. No sabía su nombre, pero era una chica mona con unos incisivos algo prominentes. ¿Por qué habría ayudado a Kazue? Sentía curiosidad. No es que a mí me pareciera especialmente bien la burla o la crueldad para con las compañeras, y tampoco odiaba a Kazue; sólo era que la encontraba un poco molesta. Había hecho algo estúpido y, aun así, allí estaba, como si nada. Se comportaba de una forma muy audaz. ¿Era inteligente? ¿Se hacía la interesante? No lo sabía.
Después de la clase, mientras sacaba el libro de literatura clásica, Kazue se me acercó.
—Con respecto a lo que ha pasado antes…
—¿A qué te refieres?
Cuando fingí no saber de lo que me estaba hablando, el rostro de Kazue enrojeció de ira. «Sabes exactamente a qué me refiero», debía de estar pensando.
—Supongo que pensarás que mi familia es pobre.
—En realidad no es algo que me importe.
—Lo dudo. Pero es sólo que odio tener que escuchar toda esa mierda acerca de si tus calcetines tienen o no un logotipo estúpido.
Comprendí que el motivo por el que Kazue había bordado sus calcetines no era porque su familia no tuviera dinero para comprarle unos auténticos, sino más bien por una cuestión práctica. Sin embargo, pensé que el sentido práctico de Kazue, que intentaba adaptarse a la estética de las demás chicas, era ridículo. Poseía un sentimiento de inferioridad muy arraigado en ella, y ésa era la razón por la que no me gustaba.
—Eso es todo —añadió, y volvió a su asiento.
Todo cuanto yo podía ver eran sus calcetines nuevos cubriéndole las pantorrillas. Ése era el símbolo de la riqueza, el símbolo del Instituto Q para Chicas: un logotipo rojo. Me preguntaba qué era lo que Kazue planeaba hacer después. La chica que le había prestado los calcetines estaba riéndose con sus amigas, pero cuando la miré bajó la vista como si la hubiera sorprendido haciendo algo vergonzante.
Empecé a hablar con ella de vez en cuando. Me enteré de que se llamaba Mitsuru y de que había ingresado en el sistema Q en secundaria
Así, tanto las nuevas como las veteranas, empezamos el año escolar sin ceder en nuestra polaridad. Las veteranas siempre estaban juntas en clase, pintándose las uñas y riendo a carcajadas. Cuando llegaba la hora del almuerzo, iban todas a algún restaurante fuera el recinto y disfrutaban de una libertad fabulosa. Al término de las clases, los alumnos del Instituto Q para Chicos las esperaban en la puerta. Las que tenían novios universitarios desaparecían montadas en BMW, Porches o cualquier otro coche caro de importación. Los chicos se comportaban igual que ellas: vestían con estilo y exudaban una seguridad que respaldaba la riqueza. Eran un grupo licencioso.
Un mes después de que empezaron las clases, tuvimos nuestro primer examen. Las nuevas estaban decididas a no dejarse superar en los estudios, y sufrían bastante a causa de la constante presión a la que las sometían las veteranas. Las más aplicadas —que se dedicaban sin descanso a las tareas del colegio, ya que ansiaban superar a las veteranas— le ponían un empeño especial, pero no eran las únicas. Todas las nuevas se habían esforzado mucho para prepararse los exámenes. Además, la determinación de aprobar fue todavía más acuciante cuando oímos que el nombre de las diez primeras se colgaría en el tablón de anuncios. Las nuevas vieron esto como una oportunidad de redimir su honor y de tener el derecho de reivindicar un lugar entre las más inteligentes.
Desde el principio yo había decidido que no valía la pena esforzarse por eso, ya que todavía estaba saboreando mi reciente liberación de Yuriko y, por tanto, no me preocupaba mucho lo que ocurriera en el colegio. Mientras no quedara la última, no me inquietaba el examen, y por esa razón no estudié mucho. De hecho, ni siquiera me importaba quedar la última si no me echaban por ello de la escuela; eso era lo único que me importaba. Así que seguí con mi vida de antes —de la misma manera que hacían las veteranas—, sin preocuparme mucho por el examen.
El domingo antes de la prueba, las veteranas fueron a la casa de verano de una de ellas para contrastar sus apuntes, o al menos eso fue lo que se rumoreó. De nuevo, la clase quedó dividida en dos grupos por completo diferentes.
Una semana después colgaron las notas del examen en el tablón de anuncios. La mayor parte de las diez mejores, como ya habían imaginado las nuevas, pertenecían a su propio grupo. Lo extraño fue que, entre las tres primeras, había una que había ingresado en el primer ciclo de secundaria, el quinto lugar fue para una estudiante que llevaba en el sistema Q desde primaria, y la nota más alta la obtuvo Mitsuru. Este orden en la lista causó una profunda impresión en las nuevas porque, aunque habitualmente sus resultados eran mejores que los de las estudiantes que estaban en el sistema desde la escuela elemental, ¿a qué se debía que no pudieran superar a las que habían entrado en el primer ciclo de secundaria? Las alumnas más guays eran las que estudiaban en el centro desde primaria. Las que tendían a mantenerse en un segundo plano, y que al mismo tiempo eran las mejores estudiantes, habían ingresado en el primer ciclo de secundaria, y las peor preparadas eran las que habían empezado en el ciclo superior del instituto. Pero la lista no cuadraba con las expectativas de este último grupo de alumnas, que se miraban entre sí con expresiones de reproche.