Masticaba el pescado frito con sus dientes pequeños y cortos, la gruesa capa de rebozado cayendo en el plato con un sonido crujiente y sordo. Me hizo algunas preguntas inocentes y superficiales acerca de la cantidad de trabajo que tenía en mi media jornada, a las que yo respondí de manera escueta. Luego, de repente, me dijo con un tono de voz más grave:
—Me he enterado de lo que le ocurrió a su hermana pequeña; debió de ser terrible.
Eso fue lo que dijo, pero lo que quería decir en realidad era que, a causa de Yuriko, yo debía de ser especialmente sensible a lo que los otros decían o hacían. He conocido a muchos hombres de ese tipo, la clase de hombres que piensan que pueden salir airosos fingiendo saber cómo te sientes. Hice a un lado las cebollas blancas que flotaban en mi sopa con los palillos y no dije nada. Odio el olor a cebolla.
—No sabía nada de lo ocurrido; madre mía, ¡me ha impresionado! El asesino, ¿no era el mismo que arrestaron el año pasado por el «Asesinato de la ejecutiva»?
Lo fulminé con la mirada. Las comisuras de sus ojos se inclinaron hacia abajo, llenos de curiosidad. Para entonces, la hija que hubiera tenido con el jefe de sección se había vuelto fea y ordinaria.
—Todavía lo están investigando. No han llegado a ninguna conclusión.
—Me han dicho que era su amiga, ¿es cierto?
—Era una compañera de clase.
¿Alguna vez habíamos llegado a ser amigas Kazue y yo? Habría necesitado más tiempo para sacar una conclusión.
—Me interesa mucho el «A. de la e.», como lo llaman. Supongo que mucha gente se lo dice, porque es para quedarse de piedra. ¿Qué llevaría a una mujer a hacer algo así? ¿Por qué tenía impulsos tan siniestros? Me refiero a que trabajaba en una especie de comité de expertos en una empresa dedicada a la construcción en Otemachi, una mujer licenciada en la Universidad Q, la primera de su promoción. ¿Por qué una profesional de éxito como ella se metería en la prostitución? Quizá usted tenga alguna idea…
¡Así que era eso! De pronto se había olvidado por completo de Yuriko. Si una mujer hermosa, sin ningún otro punto a su favor, vendía su cuerpo hasta que era vieja nadie le buscaba tres pies al gato. Pero que alguien como Kazue se dedicara a la prostitución intrigaba sobremanera a todo el mundo. Profesional de éxito de día, prostituta de noche. Los hombres se devanaban los sesos intentando comprenderlo. El hecho de que mi jefe de sección mostrara tan abiertamente su curiosidad me sorprendió de un modo particularmente ofensivo. Él debió de notarlo, porque de inmediato empezó a farfullar una disculpa:
—Vaya, lo siento, me estoy entrometiendo… —Y luego añadió, bromeando—: ¡No es acoso, se lo prometo! No se enfade, por favor.
Cambiamos de tema de conversación y hablamos de sus partidos de béisbol de los domingos. Cuando me invitó a que alguna vez acudiera a ver uno, yo asentí con educación y seguí comiendo mi
ramen
, esforzándome por parecer indiferente. Al final, lo entendí: no era yo quien le interesaba al señor Nonaka, sino el escándalo de Yuriko y Kazue. Vaya a donde vaya, ambos escándalos me persiguen.
Y justo cuando pensaba que había encontrado un trabajo que valía la pena. Me cansa esta preocupante sucesión de acontecimientos en la oficina, pero no estoy dispuesta a dimitir. No es sólo por el empleo, sino porque llevo un año allí y el horario de trabajo me resulta muy cómodo.
Después de licenciarme en la universidad y antes de conseguir el puesto en la oficina del distrito P, hice todo tipo de trabajos. Trabajé durante un tiempo en un pequeño supermercado y fui de puerta en puerta intentando vender suscripciones para una guía de estudios mensual. ¿Matrimonio? No. No lo he pensado ni por un momento. Estoy contenta de ser una mujer autónoma y soltera, de mediana edad, que trabaja a tiempo parcial.
Esa noche, antes de irme a la cama, fantaseé con el hijo que podría tener con el señor Nonaka. Incluso hice un dibujo de él en el dorso de un folleto publicitario. Era un niño con la piel muy seca. Tenía los labios gruesos y parlanchines del señor Nonaka, y unas piernas fornidas que lo hacían avanzar a duras penas cuando caminaba. De mí, le correspondieron los dientes blancos, grandes y relucientes, y las orejas estrechas. Me gustó ver que los rasgos le conferían un aspecto demoníaco. Luego pensé en lo que el señor Nonaka me había dicho: «Cuando usted habla, su voz es aguda, pero cuando ríe es grave. “Jo, jo, jo”, así suena su risa.»
Su observación me había dejado desconcertada; nunca antes había prestado atención al sonido de mi risa. Así que traté de reír. Y probablemente no fue una sorpresa que la risa no sonara natural. Me pregunté de quién había heredado la risa, pero como no recuerdo haber oído reír nunca ni a mi padre ni a mi madre, no hay forma de saberlo. Ninguno de los dos reía mucho, la verdad. Yuriko tampoco tenía una risa sonora; sólo sonreía misteriosamente, quizá porque sabía que al sonreír su belleza se veía realzada. ¡Qué familia tan rara! De repente acudió a mi memoria un invierno de hacía algunos años.
V
eamos, ahora tengo treinta y nueve, así que debió de ocurrir hace veintisiete años. Pasamos las vacaciones de Año Nuevo en la cabaña de la montaña de Gunma; supongo que debería llamarla nuestra «casita de vacaciones». Era una casa normal, igual que las fincas que había alrededor, pero mi padre y mi madre siempre se referían a ella como la «cabaña de la montaña», de modo que yo también la llamaré así.
De pequeña, siempre me moría de ganas de ir allí a pasar las vacaciones pero, cuando empecé secundaria, se convirtió en un verdadero fastidio. Odiaba que la gente del lugar hablara de mí y de mi hermana, comparándonos veladamente. Sobre todo lo hacían los granjeros del lugar. Sin embargo, no podía quedarme sola en Tokio durante las vacaciones de Año Nuevo, así que iba a Gunma —de mala gana— en el coche que conducía mi padre. Era mi primer año en secundaria; Yuriko estaba en sexto.
La cabaña se encontraba en un pequeño enclave en el que había unas veinte casas de veraneo, de diferentes estilos y tamaños, apiñadas a los pies del monte Asama. Con la excepción de una familia japonesa de pura cepa, casi todas las casas eran propiedad de empresarios extranjeros cuyas esposas habían nacido en Japón. Aunque no estaba prohibido, era como si a la gente originaria del país no se le permitiera vivir allí. En suma, era un pueblecito donde los occidentales que estaban casados con japonesas podían tomarse un respiro de las agobiantes empresas de Japón. Seguro que en algún momento debía de haber habido algunos otros niños con padres extranjeros como mi hermana y yo, pero o bien ya eran mayores o bien ya no vivían allí, porque apenas veíamos a gente joven. Aquellas vacaciones de Año Nuevo éramos las únicas niñas, como de costumbre.
El día de Nochevieja fuimos a una montaña cercana para esquiar. En el camino de vuelta a casa paramos en un manantial de agua termal con unos baños en el exterior. Como siempre, fue idea de mi padre, que parecía disfrutar sorprendiendo a las personas con su aspecto extranjero.
Los baños exteriores se habían construido junto al río. La piscina del medio era mixta, pero había dos piscinas separadas a lado y lado para uso exclusivo de hombres o mujeres. La de las mujeres estaba cercada con cañas de bambú, de manera que no podía verse desde fuera. Tan pronto como empezamos a cambiarnos de ropa en el vestuario comencé a oír comentarios:
—Mira a esa niña.
—¡Caray, si parece una muñeca!
En el vestuario, en el pasillo que conducía a los baños e incluso a través del vapor de las aguas, las mujeres cuchicheaban entre sí. Las viejas miraban abiertamente a Yuriko sin ocultarlo, y las jóvenes ni siquiera intentaban disimular su sorpresa mientras se propinaban codazos unas a otras. Las niñas se acercaban a ella y, boquiabiertas la observaban desnuda. Siempre ocurría lo mismo.
Desde que era un bebé, Yuriko se había acostumbrado a que perfectos desconocidos la miraran descaradamente. Ella se desnudaba sin vacilar. Su cuerpo todavía no se había desarrollado, y parecía el de una niña porque aún no habían empezado a crecerle los pechos. A pesar de ello, con su carita y su tez blanca, era igual que una muñeca Barbie. A mí, sin embargo, me parecía como si llevara una máscara.
Mi plan era quitarme la ropa, doblarla cuidadosamente y luego bajar por el estrecho pasillo hasta los baños exteriores mientras todos los demás estaban absortos con Yuriko.
—¿Es ésa su hija? —le preguntó de repente a mi madre una mujer de mediana edad que estaba sentada en una silla. Debía de haberse remojado durante demasiado tiempo en el agua, ya que parecía tener calor allí sentada mientras se abanicaba la piel rosácea con una toalla húmeda.
Mi madre se estaba desvistiendo, y sus manos se detuvieron de repente en mitad de un movimiento.
—¿Su marido es extranjero?
La mujer me miró. Yo bajé los ojos y no dije nada. La idea de quitarme la ropa interior me resultó de pronto perturbadora: yo no era como Yuriko. Estaba más que harta de ser el objeto de miradas curiosas. Si hubiera estado sola, no habría sido tan evidente. Pero, dado que estaba allí con el monstruo de Yuriko, yo no podía pasar desapercibida. La mujer insistió:
—Así que su marido no es japonés…
—Exacto.
—¡Bueno, eso lo explica todo! Nunca había visto a una niña tan guapa.
—Gracias —una oleada de orgullo cruzó el rostro de mi madre.
—Aunque debe de ser raro tener una hija que no se parece en nada a ti.
La mujer murmuró esto como quien no quiere la cosa, como si estuviera hablando sola, pero resultó evidente que a mi madre se le cayó el alma a los pies.
—Date prisa —me dijo al tiempo que me daba un empujoncito en la espalda. Cuando la miré, supe que las palabras de la mujer le habían dolido.
Afuera había caído la noche y se veían las estrellas. El aire se había vuelto frío y una nube de vapor blanco flotaba sobre los baños. No se podía ver el fondo de la piscina; parecía fantasmagórica, como un estanque negro, pero había algo blanco y resplandeciente en el centro.
Yuriko estaba flotando boca arriba en el agua vaporosa mientras miraba al cielo. Las mujeres y los niños, sumergidos en el agua hasta los hombros, la rodeaban observándola sin decir palabra. Miré la cara de Yuriko y me horroricé porque nunca antes la había visto tan hermosa: casi parecía una diosa. Fue la primera vez que sentí algo parecido. Tenía un aspecto más cercano al de una efigie que al de un ser humano, demasiado hermosa para ser una criatura de este mundo.
—¿Yuriko, eres tú? —dijo mamá.
—¿Madre?
La voz cristalina de mi hermana pequeña resonó en el agua. Todas las miradas se dirigieron entonces hacia nosotras, volvieron a Yuriko y de nuevo se dirigieron a mí: unas miradas que nos comparaban, desbordadas por la curiosidad. Sabía que no les iba a llevar mucho tiempo decidir cuál de nosotras era mejor y cuál peor. Yuriko quería que los que estaban a su alrededor vieran que no se parecía en nada ni a su madre ni a su hermana, y por esa razón había respondido cuando mamá la llamó. Así era mi hermana. Sí, tenéis razón, nunca he querido a Yuriko. Y sin duda mi madre tenía que luchar a menudo contra esa «rara sensación» que acababa de mencionar la mujer del vestuario.
Miré el rostro de Yuriko. El cabello castaño se le adhería a la frente excepcionalmente blanca. Las cejas se arqueaban como si hicieran una reverencia, y sus ojos oscuros eran ligeramente convexos. Aunque aún era una niña, el caballete de su nariz era recto y estaba perfectamente formado. Sus labios eran carnosos, como los de una muñeca. Incluso entre los hijos de padres extranjeros, un rostro proporcionado a la perfección como el de Yuriko era difícil de encontrar.
En lo que a mí respecta, tengo los ojos cóncavos y la nariz aguileña como la de mi padre. Para colmo, mi cuerpo es bajo y rechoncho como el de mi madre. ¿Por qué éramos tan diferentes? Nunca comprendí cómo Yuriko había podido heredar un rostro tan superior al de cualquiera de sus progenitores. Busqué como una loca cualquier rastro de ellos en los rasgos de mi hermana, pero no importaba cuánto me esforzara, pues al final sólo pude llegar a la conclusión de que era una especie de mutación.
Yuriko se volvió para mirarme.
—¿Qué pasa?
—¡Mamá, Yuriko tiene una cara espeluznante!
De repente me di cuenta de qué era lo que la hacía tan especial: sus ojos no brillaban. Incluso los ojos de una muñeca tienen un punto blanco pintado en el centro para sugerir brillo, ¿no?, lo que hace que su cara sea dulce y encantadora. Pero los ojos de Yuriko eran como dos lagunas negras. La razón por la que parecía tan hermosa al flotar en la piscina era que las estrellas se reflejaban en ellos.
—¡Ésa no es forma de hablar de tu hermana pequeña!
Mi madre me pellizcó con fuerza el brazo bajo el agua, y el dolor me hizo gritar otra vez, incluso más fuerte.
—Si eso es lo que piensas —dijo con un odio palpable—, la espeluznante eres tú.
Mi madre estaba enfadada. Se había convertido en la esclava de Yuriko: adoraba a su hermosa niña porque estaba terriblemente asustada de que el destino le hubiera concedido a una hija tan encantadora. Si mi madre hubiese admitido que Yuriko era espeluznante, no sé si la habría creído. Pero, en todo caso, ella no pensaba así, de modo que yo no tenía ni un solo aliado en la familia. De este modo veía yo las cosas cuando estaba en secundaria.
Aquella noche se celebraba una gran fiesta de fin de año en la cabaña de los Johnson. Por regla general, a nosotras no nos dejaban acudir a las fiestas de los adultos pero, puesto que éramos las únicas niñas aquella noche en la urbanización, nos dejaron ir. Yuriko, mis padres y yo caminamos por el sendero oscuro que conducía a la casa de nuestros vecinos. Había empezado a nevar un poco. El recorrido nos llevó algunos minutos, y Yuriko, a quien le encantaban las fiestas, se pasó todo el camino brincando y jugando alegremente con la nieve.
El señor Johnson era un empresario estadounidense que tenía la cabaña desde hacía poco tiempo. Su cara estaba hermosamente cincelada y su cabello era de un castaño dorado. Era el tipo de hombre al que le sientan bien unos simples pantalones vaqueros, como al actor Jude Law, pero había oído que le faltaba algún tornillo.
Así, por ejemplo, un día cogió un hacha y taló todos los arbolillos que habían plantado frente a la ventana del dormitorio porque, según decía, no le dejaban ver el monte Asama. Luego arrancó unos tallos pequeños de bambú y los sembró en el lugar donde habían estado los arbolillos, sin preocuparse siquiera por plantarlos bien. El paisajista de la comunidad se puso como una furia. Johnson, por supuesto, estaba encantado por cómo habían quedado los bambúes. Recuerdo que oí a mi padre decir con mofa: «¡Sólo un norteamericano puede contentarse con los remedios a corto plazo!»