La esposa del señor Johnson era una japonesa que respondía al nombre de Masami y, al parecer, se habían conocido en un avión, ya que ella era azafata. Era una mujer hermosa y efervescente, pero aun así tenía tiempo para ser amable con Yuriko y conmigo. Siempre iba impecablemente maquillada y en una mano llevaba un enorme anillo de diamantes, incluso cuando salía a pasear por las montañas. Lo llevaba como si de una armadura se tratara, lo que a mí me parecía un comportamiento verdaderamente extraño.
Cuando llegamos a la fiesta observé que las mujeres japonesas, en vez de estar en el salón, se hallaban apelotonadas en la diminuta cocina, algo que me pareció bastante raro. Una a una se jactaban de su destreza en los fogones, y casi daba la impresión de que se pelearan entre sí.
A veces, alguna mujer extranjera visitaba a una de las familias de la urbanización. Cuando lo hacían, se sentaban en el sofá del salón y conversaban con distinción, mientras los hombres occidentales se quedaban de pie frente a la chimenea y hablaban en inglés. Era raro ver que cada grupo formaba una esfera completamente separada de la otra. Sólo una de las mujeres había conseguido entrar en el círculo de los hombres que reían: Masami. Se quedaba al lado de Johnson y, a veces, se oía el trino empalagoso de su voz aguda romper el monótono murmullo de los hombres.
Al llegar, mi madre se dirigió de inmediato a la cocina, como si tuviera ganas de reservarse un lugar. Los hombres llamaron a mi padre para que acudiera con ellos frente a la chimenea y le dieron un vaso con licor. Yo no sabía qué se suponía que debía hacer, así que seguí a mi madre hasta la cocina, abriéndome paso entre las mujeres que se apiñaban allí.
Yuriko, en cambio, se pegó a Johnson y se sentó en sus rodillas cuando el hombre tomó asiento frente a la chimenea. Hacía todo cuanto podía para adularlo. El anillo de Masami destelló a causa del resplandor del fuego y algunos rayos de luz llegaron hasta las mejillas de Yuriko. En ese momento se me ocurrió una posibilidad descabellada. ¿Y si Yuriko en verdad no era mi hermana? ¿Y si de hecho era la hija de Johnson y Masami? Los dos eran tan guapos. No puedo explicarlo claramente pero, si hubiera sido así, entonces podría haberla aceptado. Incluso su belleza monstruosa habría adquirido una dimensión más humana. ¿Qué quiero decir con «humana»? Es una buena pregunta. Supongo que lo que intento decir es que eso la habría hecho más normal, como si fuera sólo una niña pesada y taimada, como un topo o algo así.
Pero, por desgracia, Yuriko era hija de mis padres mediocres. ¿Acaso no era ésa precisamente la razón de que se hubiera convertido en un monstruo por su belleza demasiado perfecta? Yuriko me miró con aire de autocomplacencia. «¡No me mires, engendro!», pensé. Tenía un mal presentimiento. Cuando bajé la cabeza y dejé escapar un suspiro mi madre me lanzó una mirada severa. Imaginé que, desde lo más profundo del corazón, me decía: «¡No te pareces en absoluto a ella!»
Sin razón alguna, empecé a reírme como una histérica. Como no podía parar, las mujeres reunidas en la cocina se volvieron para mirarme, escandalizadas. «El problema no es que no me parezca a ella, sino que ella no se parezca a mí, ¿verdad?» Esta reacción, estaba segura, era la réplica perfecta a lo que había dicho mi madre. La existencia de Yuriko nos había forzado a mamá y a mí a ser enemigas. Me reí al darme cuenta de eso. (No tengo ni idea de si mi risa en secundaria era la misa risa grave a la que se refirió el señor Nonaka de la división de Sanidad o no.)
Después de que dieron las doce y de que todo el mundo brindó por el nuevo año, mi padre nos dijo a Yuriko y a mí que volviéramos a casa por nuestra cuenta. Mi madre todavía estaba en la cocina y no dio muestras de querer mover un dedo. Tenía un aspecto tan estúpido que no cabía duda de que, si la clavaban en el suelo, sería capaz de vivir para siempre allí mismo. Me acordé de una tortuga que teníamos en clase cuando iba a la escuela de primaria. Siempre estiraba las patas acartonadas en el agua pantanosa del acuario, levantaba la cabeza y respiraba el aire polvoriento del aula, con una expresión idiota y las aletas de la nariz temblándole.
El aburridísimo programa de televisión «Year Out / Year In» empezó mientras estaba buscando mis botas enfangadas entre el montón de zapatos que habían dejado desperdigados por el amplio vestíbulo de entrada. Al deshacerse la nieve, las carreteras de las montañas se llenan de fango, e incluso los extranjeros siguen la costumbre japonesa de quitarse los zapatos cuando entran en casa de alguien. Mis viejas botas rojas de goma estaban frías como el hielo cuando metí los pies en ellas. Yuriko empezó a quejarse.
—A nuestra cabaña no se la puede llamar cabaña. Es una maldita casa vieja y vulgar. Ojalá tuviéramos una chimenea como los Johnson. Sería genial.
—¿A qué viene eso?
—Masami ha sugerido que el año que viene podríamos celebrar la fiesta en nuestra casa.
—No lo creo, papá es muy tacaño, ya lo sabes.
—Esto ha sorprendido al señor Johnson… No se podía creer que fuéramos a una escuela japonesa. ¿Por qué tenemos que vivir como los japoneses cuando tenemos una apariencia tan diferente de los demás? Johnson tiene razón. Siempre se burlan de mí, me llaman gaijin y me preguntan si hablo japonés y otras cosas por el estilo.
—Vale, pero ¿a mí qué me cuentas?
Abrí la puerta de un golpe y empecé a caminar delante de Yuriko hacia la oscuridad. No sé por qué estaba tan enfadada. Sentía el aire frío y punzante en las mejillas. Había dejado de nevar y estaba todo oscuro. Las montañas a nuestro alrededor nos amenazaban, nos aprisionaban, aunque no pudiéramos verlas porque se confundían con la noche. Pensé que, sin más luz que una linterna, los ojos de Yuriko debían de haberse convertido en aquellas dos lagunas negras. No pude armarme de valor para mirarla y me horroricé al pensar que estaba caminando sola en la oscuridad junto a un monstruo. Agarré con fuerza la linterna y eché a correr.
—¡Espera! —gritó Yuriko—. ¡No te vayas!
Al final mi hermana dejó de gritar, pero yo tenía demasiado miedo para volverme a mirar. Me sentí como si caminara de espaldas a un lago fantasmagórico del que salía algo arrastrándose y empezaba a perseguirme. Yuriko comenzó a correr detrás de mí, enfadada porque la había dejado atrás. Observé con detenimiento los rasgos blancos y esculpidos de su cara, iluminados por los reflejos de la nieve. Lo único que no podía verle eran los ojos, y eso me asustó.
—¿Quién eres? —le espeté—. ¿Quién diablos eres?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Eres un monstruo.
Eso la hizo enfurecer.
—¿Ah, sí? Pues tú eres una perra.
—Ojalá te mueras.
Y después de eso eché a andar de nuevo. Yuriko agarró la capucha de mi chaqueta y tiró con tanta fuerza que me hizo dar un paso atrás, pero pude arreglármelas para propinarle un buen empujón. Era más pequeña que yo, y la cogí con la guardia baja. Me dejó ir y retrocedió tambaleándose, agitó los brazos con frenesí y cayó en la nieve que había al borde del camino.
Corrí hacia casa sin mirar atrás ni una sola vez y, una vez dentro, eché el cerrojo. Después de unos minutos percibí un repiqueteo patético en la puerta, como si llamaran en una película de dibujos animados, y fingí no haberlo oído.
—¡Por favor, abre! ¡Hace frío aquí fuera! —Yuriko lloraba—. ¡Abre la puerta, por favor, tengo miedo!
—¡Tú eres la que da miedo! ¡Así aprenderás!
Me fui a mi habitación y me metí en la cama. Podía oír a mi hermana en la puerta, golpeándola con la fuerza suficiente como para echarla abajo, pero me enrollé la sábana alrededor de la cabeza. «¡Que se muera congelada!», fue lo que pensé. De verdad. Lo deseaba desde lo más profundo de mi corazón.
No tardé mucho en dormirme, pero me despertó un olor a licor avinagrado. ¿Qué hora era?, me pregunté. Mis padres estaban frente a la puerta de mi dormitorio, discutiendo. Mi padre estaba borracho. A contraluz, no podía discernir bien sus expresiones, pero él quería sacarme de la cama para castigarme, mientras que mi madre se oponía.
—Quería dejar que su hermana se congelara hasta morir —se quejaba él.
—No, no quería eso. Además, al final no ha pasado nada.
—Bueno, pero quiero saber por qué ha hecho algo así.
—Tiene un complejo de inferioridad respecto a su hermana, eso es todo —arguyó mi madre en tono grave. Al oírla decir eso maldije por haber nacido en esa familia, y rompí a llorar.
Quizá os preguntéis por qué no desmentí lo que había dicho madre, ¿no es así? Bueno, tal vez no pudiera negar que me sentía inferior. En ese momento no comprendía mis sentimientos, y quizá no quería admitir que de verdad odiaba a Yuriko. Quiero decir, era mi hermana pequeña, ¿no se suponía que debía quererla? Durante mucho tiempo me vi paralizada por ese sentido del deber, que me decía que tenía la obligación moral de querer a mi hermana.
Pero, luego, el espectáculo que contemplé aquella noche en los baños termales, y de nuevo en la fiesta, me liberó de la presión que había estado sintiendo. No podía cargar con ello durante más tiempo: tenía que decir lo que sentía.
Cuando me levanté a la mañana siguiente no había ni rasan de Yuriko. Mamá estaba abajo llenando la estufa de queroseno con expresión de amargura. Mi padre estaba sentado a la mesa, desayunando, pero al verme se levantó y pude oler su aliento, que apestaba a café.
—¿Le dijiste a tu hermana «Ojalá te mueras»?
Como no respondí de inmediato, me soltó un bofetón. El sonido que produjo fue tan agudo que me pitaron los oídos. La mejilla me escocía. Me cubrí la cara con las manos para evitar más tortas, aunque por supuesto ya esperaba una reacción parecida. Mi padre me había pegado desde que era niña; primero me pegaba y luego me soltaba una retahíla de insultos. A menudo, los golpes eran lo bastante fuertes como para que luego tuviera que acudir al médico.
—¡Reflexiona sobre tus pecados! —me ordenó.
Siempre que mi padre castigaba a mi madre, a Yuriko o a mí, nos ordenaba que reflexionáramos sobre nuestros pecados. No creía en absoluto en las disculpas.
En el parvulario aprendí que, cuando hacías algo mal, tenías que decir «Lo siento», y la parte agraviada respondía: «Está bien, no pasa nada.» Pero en mi casa no funcionaba así. Esas palabras ni siquiera existían para nosotros, de modo que el castigo que recibíamos siempre era peor que el anterior. Yuriko tenía un aspecto diabólico. ¿Por qué era yo quien debía «reflexionar sobre mis pecados»? Supongo que la indignación se me reflejaba en la cara, porque mi padre me abofeteó de nuevo con todas sus fuerzas. Al caer al suelo vi de reojo el perfil angustiado de mi madre, que ni siquiera intentó salir en mi defensa. En vez de eso, fingió estar concentrada llenando de queroseno la estufa sin salpicar una gota. Me puse de pie a duras penas, subí la escalera y me encerré en la habitación.
A última hora de la tarde, la casa se sumió en un profundo silencio. Parecía que mi padre se había ido a alguna parte, así que salí de puntillas de mi habitación. Tampoco vi a mi madre y, aprovechando la oportunidad, entré a hurtadillas en la cocina y me comí los restos de arroz directamente de la cacerola, con las manos. Saqué el zumo de naranja del frigorífico y me lo acabé de un trago. Luego reparé en la olla con bigos que había sobrado del día anterior. La grasa de la carne se había solidificado formando grumos blancos en la superficie. Escupí dentro. Mi escupitajo con mezcla de zumo de naranja se quedó adherido a los restos de col recocida. Me agradó la sensación. A mi padre le encantaban esos bigos.
Alcé la mirada al oír que la puerta de fuera se abría. Yuriko había vuelto. Llevaba la misma chaqueta que la noche anterior y una gorra de moer que nunca le había visto y que debía de pertenecer a Masami. Era un poco grande y le cubría la frente hasta casi taparle los ojos. El perfume de Masami llenó la habitación. Miré de nuevo a Yuriko para confirmar mi anterior descubrimiento: era una chica hermosa con unos ojos espeluznantes. Ella no hizo el menor ademán de hablar conmigo antes de subir a saltos la escalera. Encendí la televisión y me acomodé en el sofá. Estaba viendo un concurso de Año Nuevo cuando Yuriko entró en el salón con una mochila y su querido peluche de
Snoopy
.
—Me voy a casa de los Johnson. Les he contado lo que hiciste anoche y me han dicho que es demasiado peligroso que me quede aquí contigo y que debería irme a vivir con ellos.
—Fantástico. Entonces no vuelvas nunca más.
Me sentía aliviada. Al final, Yuriko pasó el resto de las vacaciones de Año Nuevo con los Johnson. Una vez me encontré con el señor Johnson y con Masami por el sendero. Ambos me saludaron con la mano y dijeron «Hola» con una mueca que parecía una sonrisa. Yo, a mi vez, les devolví el saludo sonriendo abiertamente. Sin embargo, en el fondo pensaba: «Eres un idiota, Johnson. Y tú, Masami, ¡menuda vaca estúpida!»
No me importaba lo más mínimo que Yuriko no volviera a casa. Por mí, podía convertirse en la hija idiota de los idiotas Johnson.
A
l año siguiente la tienda de mi padre se fue a pique. Bueno, no sólo la tienda, sino el negocio entero. A medida que los japoneses se volvieron más prósperos, también se volvieron más exigentes y pedían productos de importación de mejor calidad, de modo que los dulces baratos en los que estaba especializado mi padre dejaron de interesarles. Cerró la tienda y tuvo que venderlo todo para hacer frente a las deudas pendientes. Y, claro está, también tuvo que deshacerse de la cabaña de la montaña, incluso de la pequeña casa que teníamos en Shinagawa, de nuestro coche, de todo.
Con el negocio liquidado, mi padre decidió volver a Suiza para empezar de nuevo. Su hermano menor, Karl, tenía una fábrica de calcetas en Berna y necesitaba ayuda con la contabilidad, de modo que se decidió que nos mudáramos todos a Suiza. Esto ocurrió justo cuando yo estaba preparándome para los exámenes de ingreso al bachillerato. Me había propuesto entrar en un centro de los más prestigiosos, la clase de escuela en la que nunca aceptarían a una tarada como Yuriko. Me refiero a la escuela a la que fuimos Kazue y yo. Llamémosla Instituto Q para Chicas, ¿qué os parece? Era la escuela preparatoria de élite adscrita a la Universidad Q.
Le pedí permiso a mi padre para irme a vivir con mi abuelo, que tenía un apartamento en el distrito P, e intentar aprobar al menos el examen de ingreso. Si lo conseguía, podría ir al colegio desde allí. Fuera como fuese, estaba decidida a frustrar cualquier intento de que me llevaran a Suiza con Yuriko.