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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (10 page)

Una ardilla. Me vino de repente a la cabeza: una ardilla lista que busca piñones en las ramas de los árboles y luego los entierra en el suelo para evitar el hambre en invierno. Una ardilla era exactamente lo que yo no era. Yo era un árbol. Un árbol yermo, de semillas desnudas, de ovarios carentes de semillas, una gimnosperma. Sería un pino, quizá, o un cedro. En cualquier caso, no sería el tipo de árbol florido que da la bienvenida a los pájaros y a los insectos para que se congreguen entre sus ramas como si de flores se tratara. Era un árbol que existía por sí mismo, solo. Era un árbol viejo, grueso y duro, y cuando el viento soplaba entre mis ramas el polen almacenado se esparcía motu proprio. Qué analogía tan apropiada. Al darme cuenta de eso, sonreí.

—¿Qué te divierte tanto?

Oí una voz enojada detrás de mí. Kazue estaba de pie al lado de la fuente, mirándome. Me di cuenta de que llevaba observándome desde hacía rato, y eso me molestó un poco. No pude evitar imaginármela como un árbol ralo.

—No tiene nada que ver contigo, sólo estaba recordando algo divertido.

Kazue se secó el sudor de la frente y dijo con una mirada triste:

—Estabas allí sentada hablando con esa tal Mitsuru, y todo el tiempo me mirabais y os reíais.

—Pero eso no quiere decir que nos riéramos de ti.

—No me importa si lo estabais haciendo. Es sólo que me enfurece que gente como vosotras se mofe de mí.

Kazue escupió estas últimas palabras con un veneno particular. Al darme cuenta de que se estaba burlando de mí, contesté con seriedad, ocultando hábilmente mis verdaderos sentimientos.

—No tengo ni la menor idea de qué estás hablando. No nos estábamos mofando de ti ni nada parecido.

—Es que me pone de los nervios. Son tan malvadas… ¡Unas niñatas, eso es lo que son!

—¿Acaso te han hecho algo?

—Creo que sería mejor si hubiera sido así.

Kazue golpeó la raqueta contra el suelo con una fuerza sorprendente y levantó una nube de polvo que le cubrió las zapatillas. Las chicas que estaban sentadas en el banco se volvieron para mirarla pero de inmediato bajaron los ojos al suelo. Presumiblemente no tenían ningún interés en la conversación de dos insulsas gimnospermas (Kazue también pertenecía a las especies sombrías del pino o el cedro, incapaz de producir flores). Después de que Kazue les clavó la mirada con una hostilidad contenida, me preguntó:

—¿Vas a ingresar en algún club? ¿Lo has decidido ya?

En silencio, negué con la cabeza. Había soñado con seguir las actividades de algún club, pero una vez que supe cómo funcionaban de verdad las cosas en el instituto, reconsideré la idea. No era que me importaran las exigencias mezquinas que las socias más antiguas pedían a las nuevas; eso era inevitable en cualquier club. Pero allí los clubes no eran sólo jerárquicos, sino que poseían una estructura interna complicada que también trazaba líneas verticales, ya que había clubes para estudiantes del círculo íntimo, clubes para las que estaban en la órbita y clubes para todas las demás.

—No, vivo con mi abuelo, de modo que no necesito participar en ninguno.

Sin haberlas pensado, éstas fueron las palabras que salieron de mi boca. Mi abuelo y sus amigos adquirieron el rol de hombres de clase alta, y ayudarlo en sus chapuzas se había convertido en mi actividad extraescolar.

—¿Qué quieres decir con eso? Explícate —dijo Kazue.

—No tiene importancia. Además, no te incumbe.

Ella me miró, furiosa.

—¿Me estás diciendo que estoy luchando por luchar? ¿Que me estoy partiendo los cuernos por nada?

Me encogí de hombros. Ya estaba harta de Kazue y de su manía persecutoria. Por otro lado, si ya había supuesto tantas cosas, ¿qué sentido tenía que me lo preguntara?

—Lo que intento decir es: ¿por qué la gente aquí tiene que ser tan injusta? ¡Es todo una gran farsa! Ya han escogido a la ganadora antes de que se haya jugado la partida.

—¿De qué estás hablando? —Me había llegado el momento de preguntar a mí.

—Quería entrar en el equipo de animadoras, así que entregué mi solicitud, pero la rechazaron sin ni siquiera mirarla. ¿No crees que es injusto?

Todo lo que podía hacer era mirar a Kazue estupefacta. Estaba tan perdida en lo que respectaba a ella y al instituto. Se cruzó de brazos con una expresión malhumorada y se quedó mirando la fuente. Un chorro de agua constante brotaba a trompicones de la espita.

—¡El grifo está abierto! —gritó enojada.

Pero era ella la que había olvidado cerrarlo.

Tuve que reprimir una carcajada. Aunque aún no éramos adultas, ya intentábamos protegernos de las heridas potenciales por medio del ataque. Sin embargo, era agotador ser un objetivo constante, y aquellos que se aferraban a sus heridas sin duda no estaban destinados a vivir mucho tiempo. De modo que yo me esforzaba por refinar mi maldad y Mitsuru se esforzaba en ser inteligente. Para bien o para mal, desde el principio Yuriko estaba imbuida de una belleza monstruosa. Pero Kazue…, ella no tenía nada a lo que aferrarse. No sentía ni la más mínima compasión por ella. ¿Cómo podría decirlo sin rodeos? Kazue era una persona ignorante, insensible, no estaba preparada, y no encajaba en absoluto en la brusca realidad a la que se enfrentaba. ¿Por qué diablos no se daba cuenta?

Seguro que de nuevo pensaréis que lo que afirmo es especialmente brutal, pero es cierto. Incluso si se tiene en cuenta que todavía era joven, en Kazue había una insensibilidad grande. Carecía de la habilidad para comunicarse de Mitsuru y tampoco poseía mi crueldad. En definitiva, había algo en ella que era terriblemente débil. Kazue no albergaba ningún demonio; en ese sentido era parecida a Yuriko. Ambas estaban a merced de cualquier cosa que se cruzara en su camino, lo que era tremendamente previsible. Lo que yo más quería en el mundo era sembrarles un demonio en el corazón.

—¿Por qué no presentas una queja? —le dije a Kazue—. ¿Por qué no lo comentas en clase de tutoría?

El tutor de clase no hacía más que pasar lista y repasar el horario de cada día. Apenas tenía sentido que hubiera clase de tutoría. Y no era nada guay que una alumna instigase un debate sobre cualquier asunto para intentar llegar a algún tipo de consenso. Sin embargo, Kazue aceptó mi sugerencia con prontitud.

—¡Claro! Qué buena idea. Te debo una.

Justo entonces oímos la sirena que indicaba el final de las clases. Kazue se fue sin decirme siquiera adiós.

Me alivió que se marchara, y me sentí afortunada de que hubiera pasado la clase de tenis sin tener que hacer nada más que hablar. Las clases de gimnasia y de economía doméstica eran bastante relajadas en el instituto, ya que los profesores sólo se preocupaban de aquellas que prestaban atención.

Ésa era la doctrina pedagógica de los docentes del Instituto Q para Chicas: «Independencia, respeto y confianza en una misma.» Se animaba a las estudiantes a que hicieran lo que quisieran porque sólo ellas eran las responsables de su crecimiento personal. Las normas no eran muy estrictas y se confiaba en gran medida en la propia capacidad de las alumnas para decidir por sí mismas. En su mayoría, casi todos los profesores eran licenciados en Q. Al haber sido tutelados por la pureza prístina de aquel lugar, la doctrina pedagógica que predicaban era más bien abstracta. Nos inoculaban con cuidado la creencia de que todo era posible. Una lección maravillosa, ¿no creéis? Tanto Mitsuru como yo nos aferrábamos secretamente a esa enseñanza. Yo poseía mi maldad y Mitsuru su inteligencia. Juntos, nuestros talentos se expandían y crecían, y nosotras los alimentábamos y luchábamos por mantenernos firmes en ese mundo corrupto.

3

U
na mañana lluviosa de julio, temprano, sonó el teléfono y supimos que mi madre había muerto. Yo había acabado de preparar el almuerzo, me disponía a ir al colegio y estaba empezando a prepararme el desayuno. Tostadas con mermelada y té. Todas las mañanas desayunaba lo mismo.

Mi abuelo, por su parte, estaba en la galería hablando con sus bonsáis, como de costumbre. En plena estación lluviosa, los bonsáis tendían a atraer hongos e insectos, de modo que había que prestarles una atención especial. El abuelo estaba tan ocupado cuidándolos —sin hacer caso de la lluvia— que no oyó el teléfono.

Cuando la mantequilla se hubo fundido en la tostada, empecé a untar la mermelada de fresa. Intentaba hacerlo de forma que las semillas negras se distribuyeran por igual, y con cuidado de que no rebosara por los lados. Era importante respetar el proceso. También era esencial que introdujera dos veces la bolsita de té Lipton en la taza y luego la sacara. Como estaba muy ocupada con todo esto, le grité a mi abuelo cuando el teléfono empezó a sonar:

—¿Es que no vas a responder?

Él se volvió para mirarme por encima del hombro. Le señalé el aparato.

—Coge el teléfono. Si es mamá, dile que ya me he ido al colegio.

Afuera, el cielo se veía gris y llovía tanto que no podían distinguirse los últimos pisos del bloque que había enfrente; la niebla lo ocultaba. Como estaba tan oscuro, teníamos las luces encendidas desde que nos habíamos levantado. El ambiente, entre el día y la noche, era espeluznante. No se me ocurrió preguntarme por qué iba mi madre a llamarme a esa hora. La diferencia horaria con Suiza era de siete horas; debía de ser medianoche allí. Puesto que mi familia nunca llamaba a esa hora tan temprana pensé que quizá Yuriko había muerto, y mi corazón se aceleró ante aquella posibilidad.

El abuelo descolgó.

—Sí, yo mismo… Ah, hola, cuánto tiempo. Gracias por todo lo que habéis hecho últimamente.

El abuelo parecía no saber qué decir. Al verlo tan cohibido supuse que la llamada era del instituto. Saqué con rapidez la bolsita de té y la dejé en el platillo, aunque me había precipitado, ya que el té aún era muy suave. El abuelo me dijo entonces que me pusiera al teléfono con una mirada desconcertada.

—Es tu padre. Quiere hablar contigo. No entiendo ni una palabra de lo que dice; es un galimatías. Pero al parecer hay algo importante que no puede decirme a mí.

Nunca antes me había llamado mi padre. Temí que me dijera que no podía enviarme más dinero para los gastos de escolarización, y me preparé para una discusión.

—Lo que vas a oír seguramente supondrá un duro golpe para ti, pero debes saberlo. Es algo terrible, pero tenemos que superar esta… esta tragedia para nuestra familia.

Mi padre siguió y siguió con su preámbulo. Solía ser muy escrupuloso en decir las cosas en el orden adecuado para que sus palabras tuvieran el efecto deseado en su interlocutor. Pero quizá porque llevaba tiempo fuera de Japón y ahora estaba acostumbrado a hablar en su propia lengua, su japonés había empeorado. Al final, exasperada, lo interrumpí:

—¿Qué quieres decirme?

—Tu madre ha muerto.

Hasta ese momento su voz había sonado melancólica, pero al decir eso la levantó, revelando la confusión que sentía. Luego todo quedó en una calma profunda al otro lado de la línea. No se oía la voz de Yuriko de fondo ni nada en absoluto.

—¿Cómo ha ocurrido? —le pregunté con tranquilidad.

—Se ha suicidado. Cuando he llegado a casa hace un rato, tu madre ya estaba durmiendo. Se había acostado ya. Me ha parecido extraño que no se despertara cuando he entrado en la habitación, pero tampoco era la primera vez. No hablaba mucho últimamente. Al acercarme he visto que no respiraba. Ya estaba muerta. El doctor cree que se ha tomado una gran cantidad de somníferos esta tarde y que ha muerto hacia las siete, sola en casa. Es tan triste que apenas puedo soportar pensar en ello. —Mi padre balbuceó esto último en japonés antes de echarse a sollozar—. No puedo creer que se haya suicidado. Ha sido por mi culpa. Debe de haberlo hecho por
despacho
.

Con «despacho», mi padre quería decir «despecho».

—Sí, ha sido culpa tuya —repuse con frialdad—. Tú la oblígate a mudarse a Suiza.

Estas palabras enfurecieron a mi padre.

—¿Me estás culpando porque tú y yo no nos llevamos bien? ¿Estás diciendo que el problema soy yo?

—Sea como sea, no eres del todo inocente.

Después de un momento de silencio, el enojo de mi padre se desinfló poco a poco y la tristeza pareció embargarlo.

—Hemos compartido dieciocho años de nuestra vida. No me puedo creer que ella haya muerto primero.

—Sin duda es un duro golpe.

—No obstante, tú no pareces triste porque tu madre haya muerto —dijo de repente, sorprendiéndome.

No estaba triste. Es raro, pero sentía que había perdido a mi madre hacía mucho tiempo. Ya había guardado luto cuando era pequeña, de modo que no me había sentido especialmente triste o sola cuando en marzo se había ido a Suiza. Cuando me enteré de su muerte, yo ya sentía que se había ido a un lugar muy lejano, así que no estaba realmente triste. Sin embargo, lo raro era que mi padre me lo hiciera notar.

—Claro que estoy triste.

Esto pareció satisfacerle. De repente su voz perdió fuerza.

—Estoy destrozado. Yuriko también. Acaba de llegar a casa. Está muy afectada. Creo que ahora está en su habitación llorando.

—Y, ¿cómo es que Yuriko vuelve a casa tan tarde? —pregunté sin pensar. Si hubiera estado en casa antes, quizá habría encontrado a nuestra madre a tiempo.

—Tenía una cita con un amigo del hijo de Karl. Yo he asistido a una reunión de trabajo que ha durado más de lo que esperaba y de la que no he podido escaparme.

Mi padre empezó a poner excusas, las palabras tropezando unas con otras. Yo sabía que él nunca había hablado sinceramente con mi madre. Seguramente se sentía sola, pero ése era su problema, porque si alguien no puede soportar estar solo, la única opción que le queda es morir.

—Celebraremos el funeral en Berna, te enviaremos un billete. Pero no voy a pagarle uno a tu abuelo. Quiero que se lo expliques.

—Lo siento, pero pronto tengo los exámenes trimestrales y no puedo irme así como así. ¿Por qué no va el abuelo en mi lugar?

—¿No quieres despedirte de tu propia madre?

Yo ya me había despedido de ella: hacía mucho tiempo, cuando era una niña.

—No, no especialmente. Espera. Te paso con el abuelo.

Él, que ya imaginaba de qué estábamos hablando, se puso al teléfono con una mirada afligida. Empezaron a hablar de todas las cosas de las que tenían que hacerse cargo. El abuelo rechazó asistir al funeral. Le di un bocado a la tostada —que ya estaba fría— y bebí un sorbo del insípido té. Mientras preparaba el almuerzo con las sobras de la noche anterior y lo metía en la mochila, el abuelo entró en la cocina. Tenía la tez pálida y contraída por la ira y la tristeza.

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