—¿Tienes hermanos o hermanas?
—Tengo una hermana pequeña —respondí con resentimiento. El mero hecho de pensar en Yuriko me hacía sentir amargura. Kazue tragó saliva. Parecía que iba a seguir haciendo preguntas, pero yo me adelanté a ella:
—Esta noche no teníais previsto cenar soba. ¿Qué habríais cenado si yo no hubiese venido?
—¿Eh? —Kazue echó la cabeza hacia atrás, como diciendo: «¿Por qué me haces esas preguntas tan raras?»
—Por curiosidad.
Me interesaba saber qué tipo de comida habrían preparado Kazue y su madre. ¿Habrían hecho pastelitos de judías con barro, puré de hojas de hortensia y una ensalada de hojas verdes de dientes de león? La madre de Kazue parecía el tipo de mujer a la que le gustaba jugar a papás y mamás. Daba la sensación de estar alejada del mundo real al desempeñar las tareas del hogar, más parecida a un robot que a una persona de carne y hueso.
—Mi padre, tú y yo somos los únicos que cenamos soba esta noche. Mi madre me ha dicho que ella y mi hermana comerán sobras. Casi nunca pedimos que nos traigan comida; por un poco de soba te cobran trescientos yenes. Es un derroche estúpido, sólo los hemos pedido porque has venido tú.
Observé las lámparas del techo y me di cuenta de que la oscuridad de la tarde estaba invadiendo lentamente la habitación. En el techo enchapado y amarillento se veía la misma luz fluorescente y descarnada que suele haber en los edificios de oficinas. Cuando Kazue la encendió, se oyó un leve zumbido, como el sonido de un insecto volador batiendo las alas, y la luz imprimió al perfil de Kazue un contorno oscuro. Incapaz de resistirme, pregunté:
—Y, ¿por qué sólo hay soba para ti, para tu padre y para mí?
Sus diminutos ojos echaron chispas.
—Porque en nuestra casa hay un orden para las cosas. Como en aquella prueba que se hace con los perros, ¿sabes? Todos los miembros de la familia se ponen en fila y se le muestra al animal quién va primero. Y el primero es el jefe. Pues esto es lo mismo. Todo el mundo sabe de manera automática el orden de las cosas, es decir, quién tiene más prestigio y autoridad, y se acepta ese orden como corresponde. No hay necesidad de explicarlo, pero todo el mundo lo sigue. Todo se decide según ese orden, como quién tiene el derecho de tomar un baño primero o de comer la mejor comida. Mi padre siempre es el primero, pero eso es natural, ¿no? Luego voy yo. Mi madre solía ser la segunda, pero cuando conseguí quedar entre las mejores en la clasificación académica nacional, automáticamente pasé a ser la segunda aquí. De modo que ahora mi padre va primero, yo soy la segunda, luego va mi madre y, por último, mi hermana. Pero si mi madre no se anda con cuidado, mi hermana pronto la adelantará.
—¿Decidís el orden jerárquico de los miembros de vuestra familia según las notas académicas?
—Bueno, digamos que el orden depende del esfuerzo de cada uno.
—Pero, puesto que tu madre nunca va a volver a hacer ningún otro examen de ingreso, ¿no lo tiene un poco negro?
La madre y las hijas debían competir entre sí. Todo aquello me parecía muy absurdo, pero Kazue hablaba completamente en serio.
—Es lo que hay. Al casarse con mi padre, mi madre salió perdiendo; no hay nadie en la familia que pueda superarlo. He estudiado tanto como he podido desde que tengo memoria, y mi mayor motivo de felicidad en la vida es mejorar mis notas. Hace mucho tiempo me propuse superar a mi madre. ¿Sabes?, ella siempre dice que nunca ha tenido aspiraciones profesionales, pero yo creo que cuando era joven quería ser médico. Su padre no se lo permitió y, además, no era lo bastante inteligente para ingresar en la facultad de medicina. Sin embargo, siempre se ha arrepentido de ello. Que te eduquen para ser una mujer es patético, ¿no crees? Eso es lo que ella siempre dice. Utiliza la excusa de que es una mujer para no avanzar en la vida, pero yo creo que si de verdad lo intentas con todas tus fuerzas, puedes alcanzar el éxito independientemente de tus circunstancias personales.
—¿Estás diciendo que lo único que tienes que hacer es intentarlo con todas tus fuerzas y entonces tendrás éxito?
—Pues claro. Si lo intentas de verdad, al final obtendrás tu recompensa.
«¿Ah, sí? Pues ahora estás en el mundo del Instituto Q para Chicas, querida, y por mucho que lo intentes, ¡nunca obtendrás tu recompensa! Vivimos en un mundo en el que casi cualquier cosa que intentes conseguir está destinada al fracaso. ¿O acaso me equivoco?»
Me entraban ganas de decirle eso a Kazue. Además, quería darle una lección. Si alguna vez tuviera que competir con alguien como Yuriko y su belleza monstruosamente perfecta, los esfuerzos de Kazue —no importa lo prodigiosos que fueran— serían irrisorios por completo. Sin embargo, ella seguía observando los lemas que colgaban de la pared con profunda determinación.
—¿Crees que es cierto sólo porque lo dice tu padre?
—Es como si fuera el código de nuestra familia. Mi madre también cree en ello. Y los profesores del instituto te dirán lo mismo. Simplemente es la verdad.
Kazue me miró sorprendida, sus pequeños ojos mofándose de mí.
—Hablando de madres, ¿sabes lo que me ha pasado hoy?
Parecía el momento oportuno para soltárselo. Miré el reloj con la idea de irme a casa. Ya eran más de las siete.
—Todo lo que sé es que ha sido el cumpleaños de Hana-chan —repuso Kazue con una sonrisa y, luego, como si recordara lo que había sucedido en clase, arrugó la cara.
—Mi madre ha muerto —dije.
Se levantó de la silla de un brinco.
—¿Tu madre ha muerto? ¿Hoy?
—Sí. Bueno, técnicamente, fue ayer.
—Y, ¿no tienes que irte a casa?
—No debería tardar mucho. ¿Me dejas hacer una llamada?
Sin decir palabra, Kazue señaló hacia afuera. Bajé lenta y silenciosamente la escalera oscura caminando en dirección al tenue haz de luz que salía por debajo de una puerta cerrada. Se podía oír una televisión. Llamé a la puerta.
Respondió la voz de un hombre irritado.
—¿Qué? —Su padre.
Abrí la puerta. La única característica destacable en la pequeña sala de estar eran las paredes revestidas con tablones de madera. La hermana de Kazue, la madre y un hombre de mediana edad estaban sentados en el sofá delante de la televisión, y se volvieron a la vez para mirarme. La vajilla en la estantería del fondo era como las que podían comprarse en el supermercado. La mesa, el sofá y las sillas eran baratos, del tipo que debe montar uno mismo. Si supieran eso en el instituto Q, harían su agosto, pensé. ¡Se cargarían a Kazue!
—¿Podría llamar por teléfono?
—Claro.
La madre de Kazue señaló en dirección a la cocina a oscuras. Allí, junto a la puerta, había un teléfono negro de disco pasado de moda y, al lado, una pequeña caja de fabricación casera en la que podía leerse: «Diez yenes.» Los padres de Kazue permanecieron sentados donde estaban mientras me miraban con expectación. No se molestaron en decirme que no me preocupara por el coste de la llamada, así que rebusqué en los bolsillos de la falda de mi uniforme escolar y al final encontré una moneda de diez yenes que introduje en la caja. La moneda hizo un sonido seco al caer. Al parecer, tenían pocos invitados en esa casa. Cobrar por el teléfono era una broma de mal gusto, pensé mientras marcaba los números en el dial rígido y observaba con atención a la familia.
La hermana pequeña de Kazue —a la que habían privado de su silla por mi culpa— estaba ahora sentada a la mesa del comedor, muy ocupada escribiendo en un cuaderno que tenía abierto delante de ella. Mirándola por encima del hombro, su madre le comentó algo en voz baja. Ambas alzaron la vista para controlarme y luego volvieron a mirar el cuaderno con atención. El padre estaba viendo una especie de concurso en la tele y parecía bastante relajado, vestido con una camiseta interior y unos pantalones de pijama. No obstante, me resultó evidente que acababa de cambiar de canal para ver ese programa en particular y, aunque estaba mirando la pantalla, realmente no le estaba prestando atención al concurso. Movió las piernas arriba y abajo con nerviosismo. Parecía rondar los cincuenta. Era bajo, de tez rubicunda, y su cabello, muy corto, empezaba a clarear. A primera vista parecía un paleto regordete y pequeño. Me sentí estafada. El único hombre japonés que conocía era mi abuelo, por lo que tenía curiosidad por saber cómo eran los padres japoneses. Además, me moría de ganas de ver qué clase de persona era el padre de Kazue, más aún sabiendo que dominaba a su mujer y a sus hijas desde su destacada posición de Número Uno en la clasificación familiar. No obstante, allí estaba, un tipo deprimente de mediana edad. Menudo chasco.
El teléfono sonó una y otra vez hasta que al final alguien descolgó al otro lado de la línea.
—¿Abuelo?
—¿Dónde te has metido?
La persona que hablaba no era mi abuelo. Era una vecina, la mujer que trabajaba vendiendo seguros.
—Tenemos un problema. A tu abuelo se le ha puesto la presión por las nubes y lo hemos metido en la cama. Parece que tu padre y tu hermana han discutido, han llamado un montón de veces y él se ha exaltado. Ya sabes que tu abuelo siempre ha sido un verdadero estúpido. Al final parece ser que lo han arreglado, pero luego tu abuelo ha empezado a sentirse mal y, para colmo, tú no volvías a casa, por lo que estaba muy preocupado.
—Lo siento. ¿El abuelo está bien?
—Sí. Le ha dicho al conserje que me avisara, y he venido enseguida. Le he ayudado a calmarse. Ahora duerme como un bebé. Es una pena lo que ha pasado con tu madre. Es en momentos como éste en los que se necesita un seguro, ¿sabes?
Tuve la impresión de que la charla iba a durar indefinidamente, así que me apresuré a replicar «Ahora mismo voy para allá». Pero llegar a casa desde Setagaya significaba cruzar todo Tokio. Me iba a llevar una eternidad.
—¿Cuánto vas a tardar?
—Al menos una hora y media.
—En ese caso, lo mejor será que llames a tu hermana antes de salir.
—¿A Yuriko? ¿Es urgente?
—Sí. Me comentó que tenían que ir a la funeraria. En cualquier caso, dijo que tenía que hablarte de un asunto.
—Pero es que ahora estoy en casa de otras personas.
—¿Y? Diles que les pagarás la llamada. No puede esperar a que llegues a casa.
—De acuerdo.
¿De qué diablos podían haber estado discutiendo mi padre y mi hermana? Lo único que se me ocurría es que había pasado algo terrible.
—Lo siento, pero debo hacer una llamada internacional a Suiza —le dije a la madre de Kazue—. Ha surgido una emergencia.
—¿Una emergencia?
La mujer me miró con recelo, entornando los ojos por detrás de la montura plateada de sus gafas.
—Mi madre murió anoche, y debo hablar con mi hermana pequeña.
La madre de Kazue se quedó de piedra, y se volvió para observar la reacción de su marido, que me miró abruptamente. Luego puso los ojos en blanco; parecía estar muy molesto, y yo tenía la impresión de que podía saltar en cualquier momento.
—Es terrible —dijo en un tono lúgubre y malicioso—. Quizá deberías hablar primero con la operadora, así podrá decirte el coste de la llamada cuando hayas acabado. Será lo mejor para todos.
Cuando la telefonista estableció la llamada, el primero en responder fue mi padre; todavía estaba conmocionado.
—Estamos muy confundidos, es
terrible
. —Esa última palabra la farfulló en inglés—. Ha venido la policía y han hecho todo tipo de preguntas; creen que es raro que tu madre muriera mientras yo no estaba en casa pero, en su situación, no es tan extraño, ¿no crees? Tu madre había perdido la cabeza, ¿sabes?, esto no tiene nada que ver conmigo. Me enfadé mucho y tuve que acabar discutiendo para protegerme a mí mismo. Fue una conversación horrible. Simplemente
terrible
. —De nuevo lo dijo en inglés—. Es muy triste y al mismo tiempo doloroso, muy doloroso. Resulta tan penoso estar bajo sospecha.
—Así que has tenido que discutir por tu propia inocencia…
—¿Inconsciencia? ¿Cómo?
—Olvídalo. ¿Por qué sospechan de ti?
—No quiero hablar de ello; no se habla de estas cosas con una hija. Han dicho que vendrá un inspector a las cuatro. Estoy verdaderamente furioso.
—¿Cómo van los preparativos del funeral?
—Lo celebraremos pasado mañana, a las tres.
Antes de que mi padre pudiera añadir nada más, Yuriko se puso al teléfono. Tuve la impresión de que se lo había arrancado de la mano; pude oírlo regañándola en alemán.
—Soy yo, Yuriko. Tan pronto como acabe el funeral volveré a Japón. Papá está imposible. Dice que esta situación puede provocarle un aborto a su novia turca, de modo qué la ha traído aquí…, ¡a esta casa! ¡Con mamá de cuerpo presente! Le he contado a la policía cosas sobre ella, y les he dicho que la amante de papá es la responsable de su muerte. Por eso va a venir el inspector. ¡A ver si les sirve de lección!
—Eso ha sido una estupidez, Yuriko. ¡Estás haciendo que esto parezca un culebrón!
—Quizá sí, pero es que esta vez se ha pasado.
Mi hermana rompió a llorar. Se había armado una buena desde que había hablado con ellos esa misma mañana.
—La muerte de mamá ha sido muy repentina; no es extraño que papá esté conmocionado. No importa cuántas mujeres lleve a casa, debes intentar animarlo. Al menos tiene a alguien para ayudarle a superarlo.
—¿De qué me estás hablando? ¿Es que te has vuelto loca? —Yuriko estaba indignada—. ¿Cómo puedes ser tan fría? ¡Mamá ha muerto! Tú no estás aquí y es imposible que entiendas lo que está pasando. Mamá se suicida y él va y trae a una mujer a casa. Dentro de pocos meses, tú y yo tendremos un hermanito o una hermanita. ¡Por supuesto que estoy furiosa! Puede que mamá se suicidara a causa del lío que papá tiene con la turca, ¿sabes? Es como si él mismo la hubiera matado, o como si lo hubiera hecho esa mujer. Es el colmo. ¡Voy a cortar mi relación con este hombre de una vez por todas!
La voz chillona de Yuriko recorrió los diez mil kilómetros que separan Suiza de Japón, escapó del auricular del teléfono negro y llegó a la lúgubre sala de estar de la casa de Kazue.
—Mamá murió a causa de sus propias circunstancias. —Me reí entre dientes—. Dices que vas a cortar toda relación con papá, pero no tienes dinero. Si vuelves a Japón no tendrás ningún lugar donde vivir y no podrás matricularte en la escuela.
Intentaba a toda costa evitar que Yuriko regresara. Pero ¿en qué demonios estaría pensando mi padre al llevar a su amante embarazada a casa el mismo día de la muerte de mamá? Incluso a mí me indignaba. Noté que la familia de Kazue estaba en el salón con la respiración contenida, sin quitarme los ojos de encima. Crucé mi mirada con el padre de Kazue y no la aparté. «¡No te da vergüenza mantener una conversación como ésa en mi casa!», parecía decirme con sus ojos acusadores. Me apresuré a terminar la llamada.