Si es posible predecir la personalidad y el destino de alguien con sólo observar su cara y sus atributos físicos, ¿cómo es que la bella Yuriko tuvo un final tan trágico? ¡La bella y descerebrada Yuriko! Supongo que esto sirve para demostrar que un rostro bello alberga una falta tremenda de profundidad moral.
Un inspector joven, claramente de parte de la acusación, se me acercó y me observó fijamente. Los ojos con los que me miraba, detrás de unas gafas de montura marrón, eran compasivos, como si ya me hubiera señalado como la afligida hermana de la víctima.
—Empezarán pronto. Siéntese en la primera fila a la derecha —me dijo.
Desde el principio me dispensaron un trato especial, y no tuve que hacer cola para conseguir una entrada ni tampoco para entrar. Fui directa a la parte de delante de la sala como la única pariente de Yuriko, lo que era de esperar, porque no le había dicho a mi abuelo que Yuriko había muerto. Ahora lo cuidan en la residencia de ancianos de Misosazai, donde está ausente persiguiendo los sueños del pasado, o quizá son las pesadillas del pasado las que lo persiguen a él. El presente ha desaparecido por completo de su memoria. El tiempo feliz y sencillo que pasé con él fue muy breve. Cuando ingresé en la universidad, él se trasladó a vivir con la madre de Mitsuru. A mí no me importaba si ella quería hacerse cargo de un viejo senil, pero cuando el abuelo empezó a dar señales de demencia, lo abandonó. Bueno, nada de esto importa ahora.
En cualquier momento iba empezar el proceso. Los espectadores hicieron mucho ruido al sentarse. Yo tomé asiento en la esquina de la primera fila con la cabeza baja, como correspondía a una pariente de la víctima. Con el cabello largo cayéndome sobre las mejillas, no creo que los espectadores pudieran ver mi cara.
Finalmente se abrió la puerta y apareció un hombre flanqueado por dos guardias gordos. Iba esposado y llevaba una cadena que iba de sus manos hasta su cintura: Zhang. Pero ¡un momento! ¿En qué se parecía aquel hombre a Takashi Kashiwabara? Me quedé horrorizada al observar al hombre desaliñado que tenía delante de mí. Era bajito, regordete y calvo, con la cara redonda y las cejas cortas y pobladas. Para colmo, tenía una nariz respingona. Lo más destacable era la expresión de sus ojos: estaban entornados y brillaban mientras miraba a los espectadores de un lado y de otro. Parecía desesperado, como si estuviera buscando a alguien que conociera, alguien que pudiera ayudarlo, y tenía una boca pequeña y constantemente entreabierta. Si tuviera que hacer un análisis fisonómico de la personalidad de Zhang, diría que se aburría con facilidad y que tenía dificultades para tratar con los demás porque era obstinado, aunque, a la vez, tuviera una voluntad débil. Decepcionada, dejé escapar un suspiro que se oyó en toda la sala.
Tal vez mi suspiro creó una onda en el aire que llegó hasta Zhang, porque se volvió y me miró directamente desde donde estaba sentado, tieso como un palo, en la silla del acusado. Quizá ya le habían dicho que estaría allí como pariente de Yuriko. Al devolverle la mirada, él apartó los ojos. «Tú mataste a Yuriko.» Le clavé una mirada acusadora que pareció sentir, se retorció en la silla y tragó saliva de forma tan sonora que pudo oírse en toda la sala.
Bueno, lo miré con ira pero, de hecho, no lo culpaba por su crimen. ¿Cómo puedo explicar eso? Si nos comparáramos Yuriko y yo con los planetas, ella sería el que está más cerca del sol, siempre deleitándose con sus rayos; yo, en cambio, sería el que está más alejado, en la oscuridad. El planeta Yuriko siempre iba a estar allí, entre el sol y yo, engullendo sus rayos. ¿Me equivoco? Aunque conseguí entrar en el Instituto Q para Chicas para intentar escapar desesperadamente de ella, no pasó mucho tiempo antes de que ella me siguiera y yo me hundiera de nuevo en la miseria de ser la hermana mayor de Yuriko, ya que de nuevo aparecieron las comparaciones poco halagadoras. La odiaba hasta la médula de mis huesos, y luego había llegado aquel pequeño hombre patético y la había matado casi sin pestañear.
El procedimiento acabó enseguida. Volvieron a esposar y encadenar a Zhang y se lo llevaron de la sala. Yo me sentía como si me hubiera engañado un zorro y, durante un rato, fui incapaz de moverme de mi sitio.
No sé de dónde sacó el zoquete de Zhang aquella sarta de mentiras…, cosas como: «Mi hermana y yo éramos guapos», y «Me parezco a Takashi Kashiwabara». Eran las mentiras más flagrantes que jamás había oído. Y cuanto más se empeñaba en declararse inocente respecto al asesinato de Kazue Sato, más me parecía a mí que era culpable. Quiero decir, pensadlo. Si una persona es tan incapaz de verse a sí misma de manera objetiva, si está convencida de que es atractiva cuando no lo es, obviamente saldrá con toda clase de mentiras escandalosas.
—Disculpe, ¿puedo hablar con usted un minuto?
En el pasillo frente a la sala del tribunal me acorraló una mujer con rostro repulsivo. Mi libro de fisonomía afirmaba que las personas con una tez pálida y enrojecida tienen problemas renales, así que me preocupé un poco por ella. Luego me dijo que era de un canal de televisión, algo de lo que parecía sentirse bastante orgullosa.
—Creo que usted es la hermana mayor de la señorita Hirata, ¿es correcto? ¿Qué le han parecido los trámites judiciales de hoy?
—He sido incapaz de quitarle los ojos de encima al acusado.
La mujer anotó todo lo que yo decía frenéticamente en su cuaderno, asintiendo para alentarme mientras lo hacía.
—Odio a ese hombre por haber matado a mi única her…
—El acusado ha admitido sin reparos haber asesinado a la señorita Hirata —me cortó sin dejarme acabar—. El problema está en el caso de Kazue Sato. ¿Qué opina del hecho de que una mujer con su nivel académico se dedicara a la prostitución? Después de todo, eran ustedes compañeras de clase, ¿no es así?
—Creo que a Kazue, quiero decir, la señorita Sato, le gustaban las emociones fuertes. Le encantaba, vivía para ello. Imagino que el acusado era uno de sus clientes, y creo que él tiene una personalidad mundana o…, bueno, no sé.
Mientras balbuceaba mi explicación fisonómica, la periodista me observaba, perpleja. Seguía asintiendo, aunque ahora sólo fingía tomar notas. Poco después perdió interés en cualquier cosa que le dijera. A nadie le importaba la muerte de Yuriko porque no tenía nada de escandaloso, pero ¿Kazue? Ella había trabajado para una empresa importante. ¿Acaso la atención que recibía ahora no era justo lo que siempre había deseado?
La mujer me dejó sola, de pie en el pulido pasillo de mármol del juzgado. Luego, una mujer flaca con unos ojos inusualmente grandes me abordó. Parecía que hubiera esperado a que me quedara sola. Miró a su alrededor con atención, asegurándose de que no había nadie cerca. El cabello largo le caía por la espalda, y llevaba un vestido parecido a un sari indio aunque de algodón almidonado, no de seda. Me clavó la mirada y luego sonrió levemente.
—¿Qué ocurre? ¿No te acuerdas de mí? —Al acercarse, me llegó el olor a chicle de su aliento—. Soy Mitsuru.
Me sorprendió tanto que me quedé de piedra. Claro que, últimamente, los diarios no paraban de escribir sobre ella. Mitsuru había sido una de las cabecillas de una organización religiosa cuyos miembros se habían visto involucrados, varios años antes, en diversas actividades terroristas y habían sido encarcelados.
—¡Mitsuru! ¿Ya has salido de la cárcel?
Mis palabras la estremecieron.
—Ah, claro. Todo el mundo está al corriente, ¿no?
—Parece ser que sí.
Mitsuru miró hacia atrás, por el pasillo, con expresión irritada.
—Nunca olvidaré este juzgado. Mi caso se dirimió en la sala cuarta, no, en la sexta. Tuve que venir al menos veinte veces, y nadie apareció para apoyarme. Mi único aliado fue mi abogado defensor pero, incluso él, en el fondo de su corazón, pensaba que yo era culpable. No entendía nada —se quejó—. Todo cuanto podía hacer era quedarme sentada a esperar que pasara todo. —Luego me cogió con suavidad del brazo—. Mira, si tienes tiempo, vayamos a tomar una taza de té. Me gustaría hablar contigo.
Sobre el sari, llevaba una chaqueta negra. A mí no me hacía gracia que me vieran con ella porque iba vestida de una forma bastante extraña, pero al ver lo feliz que parecía, no tuve valor de decirle que no.
—Hay una cafetería en el sótano que debe de estar bien. Ah, qué lujo éste, ¡el de poder moverse con libertad! —La voz de Mitsuru era optimista, aunque seguía mirando a su alrededor con nerviosismo—. Me siguen por seguridad, ¿sabes?
—Eso es terrible.
—Pero ¿de qué me quejo? Eres tú quien de verdad lo está pasando mal —me dijo con compasión.
Luego me dio un apretón en el brazo mientras entrábamos en el ascensor. Tenía la mano caliente y húmeda, y me sentí incómoda, de modo que me solté.
—¿Por qué dices eso?
—Pues por Yuriko. Es tan horrible… que te pase algo así. Es que no me lo puedo creer. ¡Y Kazue! ¡Quién lo iba a decir!
Al llegar al sótano me adelanté para salir y choqué con Mitsuru, que había dado un paso delante de mí. Se detuvo de golpe en la entrada, demasiado nerviosa para dar un paso más.
—¡Vaya, lo siento! Todavía no me he acostumbrado a estar en público.
—¿Cuándo te soltaron?
—Hace dos meses. Estuve seis años dentro —susurró.
La miré desde atrás. No quedaba ni la más mínima huella de la estudiante brillante que había sido en el instituto. ¡La ardilla, la sagaz Mitsuru! Ahora estaba delgada y débil y era áspera como una lima. Era igual que su madre, tan sincera y patética, aquella mujer que había traicionado a mi abuelo. Oí que había sido su madre quien había animado a Mitsuru
—y también su marido, que era médico— a que se uniera a aquel grupo religioso. Pero me preguntaba si aquello era verdad.
—¿Cómo está tu marido?
—Todavía está dentro. Además, tengo dos hijos, ¿sabes? Los está criando la familia de mi marido, y a mí me gustaría ocuparme de su educación.
Mitsuru dio un sorbo al café. Se le derramaron algunas gotas que mancharon su sari, pero ella no se dio cuenta.
—¿Así que todavía está dentro?
—En prisión. Supongo que deberá cumplir la pena íntegra. Es de esperar, vaya. —Me miró, algo avergonzada—. Pero ¿y tú? ¿Cómo te va todo? No me puedo creer lo que le pasó a Yuriko. Y a Kazue. Nunca habría imaginado que Kazue haría algo así. Se esforzaba mucho en los estudios. Tal vez se hartó de su vida.
Mitsuru sacó un paquete de tabaco del bolso de tela que llevaba y encendió un cigarrillo. Empezó a fumar, pero no parecía hacerlo a menudo.
—¡Los años nos han pasado factura! —comenté—. Creo que el hueco entre tus dientes es más grande ahora.
Ella asintió.
—Tú también has envejecido. Ahora la maldad se refleja en tu cara.
Sus palabras me recordaron lo que había sucedido en la sala del tribunal, porque si a alguien se le reflejaba la maldad en la cara, ¡ése era Zhang! Si había alguna, aquélla era la cara de un canalla mentiroso. Su deposición ridícula estaba llena de mentiras, y estaba claro que había matado a un montón de personas en China para robarles el dinero, que había violado y matado a su propia hermana y, por supuesto, que había asesinado a Yuriko y a Kazue.
—Dime una cosa —le dije a Mitsuru— si la maldad se refleja en la cara, ¿quiere decir eso que un karma negativo se aferra a esa persona? Me preguntaba qué clase de karma tengo yo, y pensaba que tú podrías decírmelo.
Mitsuru apagó el cigarrillo y frunció el ceño. Luego, mirando nerviosa a su alrededor, respondió en voz baja:
—Por favor, no digas esas tonterías. Ahora estoy fuera de la organización: prueba de ello es que estoy fumando. En cualquier caso, has malinterpretado las doctrinas de la religión que yo antes profesaba. Creer toda la basura que vomitan los medios de comunicación te hace menospreciar a personas que son de verdad sinceras con respecto a lo que creen.
—Ahora eres tú la que me está mostrando una cara que refleja maldad.
—Lo siento. Sigo haciendo lo mismo desde que salí. He perdido la confianza en mí misma, y no sé cómo se supone que debo actuar. Quiero decir que se me ha olvidado, así que tengo que empezar algún tipo de rehabilitación. He venido aquí específicamente porque pensaba que te vería, he utilizado el proceso de Yuriko y Kazue como una excusa para verte de nuevo. Dado que odio las reuniones de antiguos alumnos o eventos de ese tipo, imaginé que era mi única oportunidad.
Mitsuru levantó la cabeza como si de repente se hubiera acordado de algo.
—¿Recibiste las cartas que te envié desde la cárcel?
—Me llegaron cuatro: las tarjetas de Año Nuevo y las de San Juan.
—Enviar tarjetas de Año Nuevo desde un lugar como aquél fue duro. Pusieron el «Concurso de Canciones Rojas y Blancas» por la radio. Lo escuché sentada al estilo
zazen
, y lloré. «¿Qué diablos hago aquí mirándome el ombligo?», me decía. Pero tú nunca respondiste. ¿No te alegraba saber que la estudiante sobresaliente había acabado en prisión? Estoy segura de que pensabas que me lo merecía, debías de pensar que estaba justificado. —Su voz se tornó áspera—. Lo hice todo perfectamente mal y estoy segura de que todo el mundo disfrutó con ello.
—Mitsuru, cada vez te pareces más a tu madre, ¿lo sabías?
Cuando la madre de Mitsuru quería decir algo, sencillamente lo espetaba, pasara lo que pasase. Siempre tenía un efecto avalancha; las palabras empezaban a coger velocidad y, antes de que se diera cuenta, ya había dicho más de lo que debía y había acabado donde no esperaba. Zhang el mentiroso era exactamente lo contrario, pensé, y de nuevo me acordé de su cara astuta en la sala del tribunal.
—Sí, supongo que sí.
—Recuerdo que una vez tu madre me llevó en coche al colegio. Fue la misma mañana que supe que mi madre se había suicidado.
—Sí, lo recuerdo. ¡Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo! Si pudiera regresar a aquellos días, cuando podía vivir sin saber nada de lo que sé ahora. Si pudiera, no me pasaría todo el día estudiando como una loca. Tontearía igual que las otras chicas y me divertiría vistiéndome a la última moda. Me uniría al equipo de animadoras, o al de golf, o al club de patinaje sobre hielo, quedaría con chicos e iría a fiestas. Ojalá hubiese vivido la vida de una adolescente normal y feliz. Supongo que tú te sientes igual, ¿no?
No realmente. Ni una sola vez había pensado en volver al pasado, pero si hubiese tenido que elegir una época en el pasado a la que me habría gustado volver, habrían sido aquellos días tranquilos que pasé con mi abuelo cuando él estaba obsesionado con sus bonsáis. Sin embargo, luego se vio atrapado por la onda lujuriosa que emanaba Yuriko, se volvió loco por la madre de Mitsuru y todo cambió por completo. Así que no, no había realmente una época del pasado que me apeteciera revisitar. Supongo que Mitsuru había olvidado por completo la forma en que nos habíamos convencido cada una de nuestras virtudes para sobrevivir. Empezó a irritarme, una irritación muy parecida a la que había sentido por Yuriko y por su estupidez.