—¡Taxi! —grité con impaciencia al portero.
Y de esta forma ambos conseguimos salir a duras penas de Guangzhou.
De acuerdo, el inspector Takahashi me acaba de reprender por escribir demasiado sobre asuntos que no tienen nada que ver con el caso. Me han dado una oportunidad preciosa para escribir sobre el crimen que he cometido. Asesiné a una mujer que ni siquiera conocía y en esta declaración debería estar reflexionando sobre mi propia estupidez, pero sin embargo aquí estoy, dando cuenta de mi educación banal y de todas las actividades vergonzosas en las que me he visto envuelto. Pido disculpas al inspector Takahashi y a su señoría por obligarlos a leer esta perorata larga e insignificante.
No obstante, si he escrito sobre la vida que llevaba en mi país natal es porque quiero que entiendan que todo cuanto quería era tener la oportunidad de ganar el dinero que necesitaba para vivir de forma independiente y confortable sin tener que recurrir a un comportamiento indecoroso. Aun así, estoy en la cárcel de todas formas, obligado a resistir día y noche los interrogatorios de los inspectores, e incluso a tener que sufrir la humillación de que me acusen por el asesinato de Kazue Sato. No tuve nada que ver con su muerte. Lo he dejado claro varias veces. Pero déjenme decirlo para que quede constancia: no tuve nada que ver con el asesinato de Kazue Sato. No sé nada de ella, de modo que no puedo escribir nada de ella aquí. El inspector Takahashi me ha ordenado que escriba sobre lo que sé de los asesinatos en cuestión, de modo que me voy a apresurar para acabar mi relato.
Se necesitaba un pase para entrar en la zona económica especial de Shenzhen, un pase que por supuesto nosotros no teníamos. Así que decidimos instalarnos primero en Dongguan, un municipio pequeño que no está muy lejos, y nos dispusimos a buscar trabajo. Conocida como la segunda zona fronteriza, Dongguan es una ciudad próspera, y los chinos que trabajan en Shenzhen van allí a gastarse su dinero. Curiosamente, los chinos que viven en Hong Kong piensan que los precios en Shenzhen son baratos, y acuden a la ciudad para ir de compras y disfrutar. Los chinos que viven en Shenzhen tienen la misma opinión de Dongguan, porque está cerca de una de las zonas económicas especiales. Mei-kun encontró trabajo cuidando a los hijos de algunas mujeres que trabajaban como chicas de alterne, y yo me empleé en una fábrica de latas.
Creo que ése fue el período más feliz de mi vida. Ambos vivíamos en armonía, ayudándonos el uno al otro como si fuéramos marido y mujer, y después de casi dos años de duro trabajo habíamos ahorrado suficiente dinero para comprar dos pases a Shenzhen. Nos trasladamos allí en 1991.
Tuvimos la suerte de encontrar empleo en el mejor club de karaoke de Shenzhen: Mei-kun como chica de alterne y yo como subencargado. Mei-kun fue quien me ayudó a conseguir el trabajo. La habían seleccionado antes, y dijo que sólo trabajaría si también me contrataban a mí, aunque por mi parte no me entusiasmaba especialmente que ella trabajara como chica de alterne, ya que sentía que podría ser muy fácil que volviera a caer de nuevo en la prostitución. A Mei-kun, en cambio, le preocupaba que yo me enamorara de alguna de las chicas del club. De modo que no nos quitábamos ojo el uno al otro, una situación muy peculiar entre hermano y hermana.
¿Por qué vine a Japón? Es algo que me preguntan a menudo. Mi hermana pequeña fue, como siempre, quien determinó mi destino. Yo, por mi parte, siempre había querido viajar a Estados Unidos, pero Mei-kun se oponía tajantemente. En Estados Unidos se aprovechaban de los trabajadores chinos y sólo les pagaban un dólar por hora. Pero en Japón íbamos a poder ganar más, ahorrar y luego trasladarnos a Estados Unidos con ese dinero. La lógica de Mei-kun siempre se imponía sobre mi voluntad débil e indecisa. Yo no estaba de acuerdo con ella pero, como de costumbre, tampoco podía oponerme.
Un día ocurrió algo que me convenció de que lo mejor era ir a Japón cuanto antes. El dueño del club me llamó a su despacho.
—Ha venido un hombre de Guangzhou buscando a un tipo llamado Zhang de Sichuan. Parece ser que ha estado preguntando por todas partes. ¿Es a ti a quien buscan?
—Hay mucha gente de Sichuan que se llama Zhang —respondí con indiferencia, sin parpadear siquiera—. ¿Qué quería ese hombre?
—Me dijo que tenía algo que ver con Tiananmen. Ofrecía una recompensa.
—¿Qué aspecto tenía?
—Iba con una mujer. El tipo era un cabrón con aspecto mezquino y la mujer tenía unos ojitos redondos y brillantes.
El dueño del club, a quien no le gustaban los problemas, me miró con desconfianza. Lou-zhen había enviado a Yu Wei y a Bai Jie tras nosotros. Sentí que mi cara perdía el color y me esforcé por mantener la compostura. Si ofrecía una recompensa, no pasaría mucho tiempo antes de que alguien nos delatara, puesto que todos los que trabajaban en Shenzhen necesitaban dinero.
Aquella noche, cuando volví al apartamento, se lo comenté a Mei-kun. Ella enarcó las cejas.
—No te lo dije, pero la verdad es que el otro día vi a un tipo delante de la estación que era igual que Jin-long, y me aterroriza la idea de que un día aparezca en el club. Puede que se nos haya acabado la suerte aquí.
El club de karaoke donde trabajábamos era caro y conocido. No era la clase de sitio al que fueran los trabajadores del interior, sino que, en su mayoría, los clientes eran de Hong Kong o de Japón. Creía que era improbable que Jin-long lo encontrara, pero Shenzhen tampoco era muy grande. Tarde o temprano sin duda nos cruzaríamos con él. Las cosas allí se estaban complicando.
Al día siguiente me puse a buscar a un contrabandista que nos ayudara a pasar a Japón. Si íbamos a Shanghai, seguro que encontrábamos a muchos contrabandistas que nos ayudarían a escapar de Jin-long, pero de Lou-zhen, eso era otra historia. Su hermano pequeño vivía en Shanghai, y lo más probable es que no hubiera muchos que quisieran llevarle la contraria.
No iba a ser un asunto fácil. Poco después, una chica de alterne de Changle, en la provincia de Fujian, me dijo que allí conocía a un contrabandista. Lo llamé de inmediato y le pedí que nos introdujera en Japón.
El contrabandista quería un pago inicial de un millón de yenes sólo para cubrir el coste de dos pasaportes falsos. El resto del dinero lo pagaríamos al llegar a Japón y empezar a trabajar, dos millones más por persona. En total, por tanto, cinco millones de yenes. Suspiré aliviado. Desde que sabía que andaban detrás de nosotros, volvía la cabeza tan a menudo para ver si me seguían que tenía tortícolis permanentemente.
9 de febrero de 1992: mientras viva nunca olvidaré esa fecha, porque fue el día en que partimos en barco hacia Japón. Por pura coincidencia, era el mismo día que tres años antes Mei-kun y yo habíamos huido de nuestro pueblo. Sólo alguien que haya hecho el mismo viaje hacia este país puede entender todos los peligros que tuvimos que sortear mis compatriotas y yo. Y, cuando pienso en la muerte de mi hermana, me abruma el dolor. Nunca he querido hablar de esto con nadie, de modo que mi relato será breve y no muy detallado.
Subimos al barco cuarenta y nueve personas, la mayoría hombres jóvenes de la provincia de Fujian, y también había unas pocas mujeres de la edad de Mei-kun. Supuse que estaban casadas porque se sentaban cabizbajas muy cerca de sus compañeros. Les aterrorizaba el viaje que tenían por delante, pero se las veía decididas a no ser una carga para sus maridos. Mei-kun, en cambio, estaba imperturbable, y sacaba una y otra vez el pasaporte marrón y lo sacudía feliz en el aire, el pasaporte que pensaba que nunca iba a conseguir.
El primer barco al que subimos era un pesquero normal y corriente. Salimos del puerto de Changle hacinados en la bodega, el mar estaba en calma y la temperatura era cálida.
Suspiré de alivio. Pero cuando nos alejamos de la costa y estuvimos en mar abierto, el viento empezó a soplar con más fuerza y unas violentas olas comenzaron a zarandear la embarcación. Finalmente llegamos a un gran carguero y el capitán de nuestro barco nos dio un destornillador y nos ordenó que subiéramos al mercante. Yo no tenía ni idea de qué se suponía que debíamos hacer con el destornillador, pero trepé hasta la cubierta.
Cuando estuvimos todos a bordo del carguero, nos condujeron a un contenedor de madera muy estrecho. Lo cerraron de tal forma que nadie desde el exterior podía saber que dentro había gente. El interior estaba oscuro como boca de lobo y, con cuarenta y nueve personas embutidas en tan poco espacio, el aire enseguida se enrareció y empezó a escasear.
—Haced agujeros en los costados con los destornilladores —gritó alguien.
Todos nos pusimos a hacer agujeros frenéticamente en los costados del contenedor; yo agujereé con todas mis fuerzas, pero no importaba cuánto lo intentara, sólo conseguí hacer un agujero de medio centímetro. Pegué la boca junto a él y respiré aire fresco. No iba a morir. Poco a poco, el pánico a ahogarme desapareció, aunque no pasó mucho tiempo hasta que el contenedor se llenó de fetidez. Al principio habíamos establecido una esquina donde cada uno podría hacer sus necesidades personales pero, al segundo día, casi todo el suelo ya estaba lleno de porquería. Mei-kun, que había empezado el viaje de tan buen humor, se volvió cada vez más taciturna. Se cogió a mi mano y rechazó separarse de mí. Mei-kun tenía claustrofobia.
Al cuarto día de viaje, el motor del barco se paró y oímos a la tripulación correr de un lado a otro de la cubierta. Habíamos arribado a Taiwan pero, como nadie nos decía nada, yo pensé que habíamos llegado a Japón.
Mei-kun, que había estado a mi lado apática, mareada y claustrofóbica, se incorporó de golpe y me tiró del abrigo con fuerza.
—¿Hemos llegado ya a Japón?
—Tal vez.
No estaba seguro, así que me encogí de hombros, pero ella se puso en pie de un salto y empezó a peinarse con esmero, apenas incapaz de reprimir su alegría. Si hubiese habido más oxígeno en el contenedor, seguro que incluso se habría maquillado. No obstante después de un día entero, el barco seguía anclado, nadie había venido aún por nosotros. Mei-kun no podía estarse quieta, se levantaba y pasaba las manos por las paredes del contenedor, dando golpes.
—¡Dejadme salir!
Uno de los hombres de la provincia de Fujian que estaba agachado en la oscuridad se dirigió a mí con voz ronca:
—Tienes que calmarla. Esto es Taiwan.
Cuando Mei-kun oyó la palabra Taiwan se horrorizó.
—¡Me da igual si es Taiwan! Tengo que salir. ¡Ya no lo soporto más! ¡Que alguien me ayude!
Empezó a golpear las paredes del contenedor y a gritar, histérica.
—Oye, haz algo con tu mujer. Si la oyen estaremos jodidos.
Podría haber sido más amable, pero sentí cuarenta y nueve pares de ojos clavados en mi nuca, de manera que le di una bofetada a Mei-kun para que se callara. Cuando la golpeé, se derrumbó como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Cayó en la zona del suelo que estaba sucia con vómitos y heces, y se quedó tendida, boca arriba, mirando la oscuridad con los ojos abiertos. Me preocupé al ver que no se movía, pero no podía permitir que Mei-kun pusiera en peligro la vida de todos los demás. Mientras estuviera quieta, pensé que lo mejor era dejarla donde estaba. Más tarde, cuando he recordado esa horrible tragedia, no podía creer que podría haberla matado de un solo manotazo en la cara. A otra persona quizá, pero no a Mei-kun. Ella era fuerte, decidida.
Al día siguiente el barco por fin zarpó de Taiwan y navegó lentamente por el embravecido mar invernal en dirección a Japón. Mei-kun seguía en el mismo lugar, prácticamente inmóvil, sin comer ni hablar. Al sexto día, por fin abrieron el contenedor. El aire del mar abierto era frío, casi helado, pero después de haber estado encerrados respirando el fétido olor del contenedor, la sensación era tonificante. Di unas grandes bocanadas de aire. Mei-kun se las arregló para ponerse en pie por su cuenta, aunque estaba muy débil. Me miró y sonrió levemente.
—Ha sido horrible.
Nunca en un millón de años hubiera imaginado que ésas iban a ser las últimas palabras de mi hermana, pero menos de veinte minutos después, cuando subimos a un pequeño barco que nos iba a llevar a través de la oscuridad hasta la costa japonesa, ocurrió el accidente. Por alguna razón, en el momento en que Mei-kun puso un pie en el barco, apareció una ola enorme que la arrojó al mar sin que nadie pudiera hacer nada. Yo había subido al barco antes que ella e intenté agarrarle la mano, pero todo ocurrió demasiado deprisa, porque mi mano ya sólo pudo agarrar aire. Mientras se hundía en el mar, Mei-kun me miró con una expresión muy asustada, y luego desapareció bajo las olas. Movió la mano hacia delante y hacia atrás durante un momento —como si estuviera diciendo adiós—, y todo lo que yo pude hacer fue mirarla mientras se desvanecía. Aunque hubiera intentado ayudarla, yo no sabía nadar. Grité su nombre pero no se podía hacer nada más. Sólo nos quedamos mirando el agua negra. Mi querida hermana pequeña murió en el mar de mediados de invierno, y el Japón con el que tanto había soñado desapareció frente a sus ojos.
Ya casi he acabado con mi relato largo y enrevesado. Inspector Takahashi, señoría, háganme el favor de leerlo hasta el final. El inspector Takahashi tituló esta declaración «Mis crímenes», y me ordenó que reflexionara sobre mi conducta errónea mientras escribía sobre mi educación y mis faltas del pasado. Ahora, cuando se me agolpan tantos recuerdos en la mente, los ojos se me llenan de lágrimas de arrepentimiento. Verdaderamente soy un hombre despreciable. Fui incapaz de salvar a Mei-kun, asesiné a Yuriko Hirata y he continuado viviendo como si nada. Ojalá pudiera volver atrás y empezar de nuevo, volver a ser el chico que era cuando me marché de casa con mi hermana pequeña. ¡Qué esplendoroso parecía el futuro entonces, cuán lleno de promesas! Y ahora todo lo que queda es este crimen. Un crimen horrible que únicamente un ser despreciable podría haber cometido. Maté a la primera mujer que conocí en este país. Creo que he acabado siendo la persona malvada que soy porque perdí a Mei-kun, mi verdadera alma.
Como inmigrante ilegal en Japón, he vivido como un gato perdido, constantemente huyendo de un lado a otro, siempre con miedo a llamar la atención de los demás. Los chinos están acostumbrados a las comunidades muy cerradas, a no vivir lejos de casa y a contar siempre con el apoyo y los consejos de los miembros de su familia. Pero aquí yo me encontraba a muchos kilómetros de mi casa, no había nadie que me ayudara a encontrar un trabajo o un lugar donde vivir; todo tuve que hacerlo solo. Y, cuando perdí a mi hermana, tampoco había nadie que me consolara. Después de trabajar duro durante tres años, por fin pude pagarle al contrabandista el dinero que me había fiado para que Mei-kun y yo pudiéramos viajar a Japón. Luego, sin embargo, ya no me quedaban muchos objetivos, e incluso perdí las ganas de ahorrar dinero. La mayoría de los hombres que conocía en Japón tenían mujeres e hijos en China y trabajaban para enviarles dinero. Yo sentía envidia de ellos.