Yo nací y crecí en China, pero ni una sola vez, aunque viví allí durante mucho tiempo, me ayudó nadie. Si naces en el campo, lo que se espera de ti es que te quedes en el campo. Si quieres ir a la ciudad, necesitas un permiso para hacerlo. Y olvídate de viajar al extranjero. Aquellos que llegábamos a la ciudad como trabajadores inmigrantes llevábamos una vida precaria, siempre intentado evitar las trampas de la ley.
Estaba absorto en estos pensamientos cuando de repente el guardaespaldas me pellizcó el codo.
—¡Eh, despierta! Y, para que te enteres, me llamo Yu Wei. Para ti, «señor». No lo olvides, gilipollas.
Más tarde, Yu Wei me explicó que Lou-zhen había tenido que volver a toda prisa a Pekín porque habían herido de gravedad a su hermano pequeño durante las revueltas que siguieron a las protestas de la plaza de Tiananmen. Al parecer, le habían roto el brazo y lo habían arrestado. Lou-zhen tenía dos hermanos, bastante más jóvenes que ella. Uno era artista, especializado en grabados, y vivía en Shanghai. El otro vivía en Pekín y tenía una banda de rock con sus amigos, con la que había dado varios conciertos frente a las tiendas de campaña en las que los estudiantes hacían su sentada en la plaza de Tiananmen.
Lou-zhen pasó en Pekín más tiempo del esperado. No podía ayudar a su hermano y tuvo que alargar su estancia allí. Si el padre hubiese usado su poder político, podrían haber sacado al chico enseguida, pero habían grabado el concierto y lo habían emitido por el noticiario. El país entero —el mundo entero incluso— lo había visto, de modo que no era sencillo hacer que lo soltaran porque, si lo hacían, iban a provocar un alboroto.
En todo caso, insistía Yu Wei, las autoridades deberían ser incluso más duras con él.
Li Tou-min había enviado a sus tres hijos a estudiar a Estados Unidos, les había dado dinero de sobra y les había animado a que trabajaran en alguna empresa occidental de la ciudad que quisieran. Eran muy afortunados. Como miembro de alto rango del Partido Comunista, Li podía usar su autoridad para llenarse los bolsillos.
Cuando Yu me contó todo esto, sentí más envidia que enojo. Allí estaba de nuevo: en China, el destino de una persona estaba determinado por el lugar donde había nacido. Si yo hubiera sido hijo de un miembro del Consejo de Ministros, no habría acabado cometiendo este asesinato. Me desgarra haber tenido tan mala suerte.
Pasaron dos semanas y Lou-zhen todavía no había vuelto. Estaba muy ocupada moviéndose por Pekín para asegurarse de que soltaban a su hermano. Yo, en su situación, estoy seguro
de que no me habría preocupado, pero para alguien como ella, nacida en la cuna del lujo, supongo que era imposible pensar sólo en sí misma mientras corrían peligro los beneficios de su familia.
Lou-zhen llamaba a Yu Wei a diario y, mientras hablaban, él me hacía guiños cómplices y no dejaba de hacer muecas. Yo no podía parar de reír.
Llegamos a ser buenos amigos durante el tiempo que Lou-zhen estuvo fuera. Mirábamos la televisión juntos, nos servíamos el licor de Lou-zhen y, básicamente, nos lo pasábamos bien. Nuestro tema de conversación favorito eran las protestas de la plaza de Tiananmen. Yu Wei me llamó la atención sobre una de las jóvenes activistas que salía en los noticiarios que veíamos. Estaba organizando a los demás a su alrededor.
—Ésa es problemática, Zhe-zhong —dijo Yu Wei—. Puedo decirlo por sus ojos. Si te pilla una chica como ésa, no sacarás nada bueno de ella.
Yu Wei tenía treinta y dos años. Decía que era de Pekín, pero en realidad provenía de un pueblo agrícola de las afueras. Su madre había sido sirvienta de la familia Li durante años y le había conseguido a Yu Wei su trabajo como guardaespaldas.
Yu Wei también era una mala influencia. Por ejemplo, había traído una botella de whisky barato y lo había mezclado con el buen whisky escocés de Lou-zhen, husmeaba en la papelera en busca de borradores de cartas que Lou-zhen había tirado porque pretendía guardarlos como seguro en caso de que algún día tuviera que hacerle chantaje. También buscó por los cajones de su escritorio la llave del cofre, lo que a mí me preocupaba porque, si lo descubrían, me cargarían el muerto a mí. Pero él sólo se reía y me decía que era un gallina.
Un día recibimos la noticia de que Lou-zhen llegaría la tarde del día siguiente, así que Yu Wei y yo fuimos a la piscina de la azotea porque para él era un placer prohibido.
—¡Esto es el jodido paraíso! —exclamó Yu Wei.
El agua de la piscina de veinticinco metros de longitud era clara, y el fondo pintado de azul centelleaba con los rayos del sol. Soplaba una brisa cálida. Tal vez las calles más abajo eran ruidosas, pero allí en la azotea nada interrumpía la calma. Había menos de diez personas y nadie se estaba bañando, sino que permanecían sentados sin el más mínimo interés por los demás, disfrutando tan sólo de los rayos del sol que quemaban su cuerpo.
Había un pequeño bar en una de las esquinas. No me había fijado en qué momento había llegado, pero una mujer estaba allí sentada como si esperara a alguien. El cabello largo le caía por la espalda, e iba vestida con unas gafas de sol a la moda y un biquini finísimo. Las mujeres respetables nunca iban a la piscina solas, de modo que supuse que era una prostituta que esperaba a que se le acercara un cliente.
—¿Te imaginas que quisiera hacérselo con nosotros?
Cuando Yu Wei oyó lo que había dicho, me enseñó un fajo de dinero en metálico que tenía escondido bajo la toalla.
—¡Con esto lo haría!
—¿De dónde has robado eso?
Tenía que ser el dinero de Lou-zhen. Que le adulteráramos el whisky, pase, pero sisarle dinero iba a ser un problema. Me quedé lívido.
—¡Mierda! ¿Y si piensa que he sido yo?
—¡Tranquilo! —contestó Yu Wei, molesto. Encendió un cigarrillo—. Cuando acabemos, haremos que esa mujer nos lo devuelva y lo dejaremos en su sitio antes del amanecer.
—Pues, entonces, vamos allá.
Yu Wei cogió algunos billetes del fajo y me los puso en la mano. La mujer sorbía de la pajita, mirando en otra dirección, y no se dio cuenta de que nos acercábamos. Era realmente atractiva: sus brazos y sus piernas eran largos y esbeltos, y el rostro, pequeño y ovalado.
—Hola, ¿qué tal? —le dije.
Ella se volvió y, al quitarse las gafas, dejó escapar un grito. Consternado, miré a los grandes ojos de Mei-kun mientras éstos se llenaban de lágrimas.
—¡Zhe-zhong!
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Yu Wei con desconfianza.
—¡Es mi hermanita!
—No es posible. ¿Sois hermanos? Pero si no os parecéis en nada.
Me molesté muchísimo al ver que la expresión de la cara de Yu Wei pasaba de la sorpresa a la burla. Sin duda estaba pensando que había dado con una pareja de prostitutos, hermano y hermana.
Cuanto más me fijaba en Mei-kun, más me parecía una prostituta. El maquillaje que llevaba era demasiado llamativo para una mujer que simplemente había ido a la piscina a tomar el sol, y llevaba el cabello teñido de caoba igual que una vulgar puta barata. Estaba feliz de verla de nuevo, pero no podía evitar sentir cierta amargura. «¿Me dejaste plantado en la estación de Guangzhou para acabar en este estado lamentable? ¡Justo lo que te advertí!» Casi no podía reprimirme, quería gritárselo. Mis emociones eran confusas, no sabía qué pensar, así que me quedé allí perplejo hasta que Mei-kun dio una palmadita en el hombro a Yu Wei.
—¿Te importa? Tenemos mucho de que hablar —le dijo—. Un poco de privacidad, por favor.
Yu Wei, disgustado, se encogió de hombros, compró una cerveza y se sentó en una silla lejana con un periódico.
—¡Oh, Zhe-zhong, me alegro tanto de verte! Tienes que sacarme de Guangzhou, por favor. Ese Jin-long tiene el corazón tan negro como una serpiente, me envía a buscar clientes y luego se queda con todo el dinero. Si me quejo, me pega. Ahora mismo me está esperando abajo, en el vestíbulo. Me ha enviado aquí arriba para que encuentre a un cliente. ¡Escapemos juntos!
Mei-kun, nerviosa, miró a la gente que había alrededor de la piscina. Me impresionó verla en ese estado. Ella, que siempre había sido tan segura de sí misma, y que tan rápidamente le daba la vuelta a una situación para ponerla de su parte. Pero ¿quién era yo para hablar? Tan pronto como regresara Lou-zhen, yo debería ser de nuevo su pequeño perrito faldero. ¿Qué podía ser más patético que un hermano y una hermana que acabaran de esa forma? Me sentía atrapado, como si un ser mucho mayor que yo me abrumara, un ser del que era imposible huir. A menos que se haya experimentado una desesperación parecida, no es posible entenderla. No podía escapar. Pero ¿por qué tenía tanto miedo de Lou-zhen?
—Es fácil decir que tenemos que huir, pero ¿adónde iríamos?
Mi pregunta era endeble y difusa, pero la respuesta de Mei-kun fue rápida y segura:
—Vayamos a Shenzhen.
Y de esta forma Mei-kun decidió, como ya había hecho antes, la siguiente parada de mi peregrinaje: Shenzhen. Era otra de las llamadas zonas económicas especiales, según había oído. En Shenzen se ofrecían todo tipo de trabajos y pagaban bien. Ahora que ya llevo muchos años viviendo en Tokio, cada vez que tomo el tren hacia la estación de Shinsen me acuerdo de China. La pronunciación de los dos nombres es muy parecida: «Próxima parada, estación de Shinsen», anuncia el conductor por el sistema de megafonía, y, por un instante, me traslado a ese preciso momento. Es una sensación extraña.
—Es una buena idea, pero ¿cómo lo vamos a hacer?
Miré desesperado al cielo. Una vez que Lou-zhen supiera que me había escapado me perseguiría utilizando todas sus influencias y contactos. No quería acabar en la cárcel, eso era tocar fondo. Mei-kun me cogió el brazo con fuerza y se quedó inmóvil.
—Verás, debes tomar una decisión. No tendremos otra oportunidad como ésta.
Me volví para mirar a Yu Wei, que me observaba fijamente. ¿Sospechaba algo?
—Zhe-zhong, ¿quieres que sea una puta toda mi vida?
No. Negué con la cabeza como si me hubieran dado una bofetada. Supongo que es prácticamente imposible que nadie pueda saber cómo me sentía. Había crecido junto a Mei-kun y la quería mucho, ella era una presencia muy importante para mí, pero desde que me había abandonado, mi corazón le guardaba resentimiento. El odio es algo terrorífico. Me asaltaba un deseo cruel, la esperanza de que Mei-kun también sufriera un destino aciago, pero, aunque sabía que estaba sufriendo, eso no me hacía sentir mejor. Y la causa era que ver a Mei-kun angustiada también me hacía sufrir a mí. Al final, decidí escapar con ella por una razón: no soportaba imaginar a mi hermana acostándose con otros hombres. Estaba celoso. Sentía como si estuvieran dañando algo que fuera mío, algo propio.
—Pero ¿qué se supone que puedo hacer? Yu Wei no me quita ojo de encima.
Cuando le expliqué con detalle cuál era mi situación, Mei-kun habló con vivacidad.
—No te preocupes. Dile que quiero acostarme con él. Actuaremos un poco, ¿te parece?
Llevé a Mei-kun del brazo hasta él.
—Yu Wei, mi hermana me ha dicho que le interesas.
Se levantó echando la silla hacia atrás. Podía ver el orgullo en su rostro.
—¿Ah, sí? Le habrás contado cosas buenas de mí, ¿no?
Yu Wei echó a andar, pavoneándose. Lo seguimos y los tres volvimos al ático de Lou-zhen. Mei-kun quedó maravillada al ver las lujosas habitaciones. Me miró con envidia.
—Zhe-zhong, ¿vives aquí? Esto es increíble, como un sueño. ¡Tienes aire acondicionado, televisión, servicio de habitaciones…!
Yu Wei se esforzó por reprimir una risa sarcástica. Eso me enojó y me volví hacia él.
—Yu Wei, mi hermana no sale barata. Tendrás que pagar mil yuanes por adelantado.
Sin protestar, Yu Wei le entregó a Mei-kun el fajo de billetes que me había enseñado en la piscina. Era el dinero que le había robado del cofre a Lou-zhen, de modo que puse el dinero sobre el escritorio. Si ella me acusaba de que faltaba algo, iba a tener serios problemas. Mientras Yu Wei iba a la habitación de Lou-zhen para encender el aire acondicionado, Mei-kun susurró:
—Nos escaparemos mientras esté en el baño. Zhe-zhong, prepáralo todo y espera el momento.
Luego Mei-kun tomó a Yu Wei de la mano y ambos entraron en la habitación de Lou-zhen. Oí correr el agua de la ducha. Estaba tan nervioso que no sabía qué hacer. Me sentaba y, un instante después, ya estaba de nuevo de pie, caminando de un lado a otro. No conseguía tranquilizarme. De repente, Mei-kun salió a toda prisa de la habitación.
—¡Zhe-zhong, vamos!
Le cogí la mano y salimos del ático de Lou-zhen. Mientras Mei-kun corría por el pasillo, rompió a reír a carcajadas.
—¡Ah, me siento de maravilla!
Pero yo estaba demasiado preocupado por lo que todavía podía pasar, y no era capaz de compartir su alivio todavía. Cuando llegamos al ascensor, me acordé de repente de la camiseta rosa que le había comprado. Me la había dejado en el ático. Sin darme cuenta, dejé escapar un grito, pero a Mei-kun sólo le interesaba el dinero.
—¡Caray, nunca había ganado tanto!
Abanicó los billetes delante de mí: era el dinero que había dejado sobre el escritorio.
—¿Por qué has cogido eso? ¡Ese dinero no es de Yu Wei!
—No seas estúpido, no podemos escaparnos sin dinero.
Mei-kun guardó los billetes en su bolso de marca.
—Me acusarán de un crimen.
Ella no le dio importancia. En los cuatro meses que hacía desde que nos habíamos separado en la estación de Guangzhou, noté que mi hermana había cambiado. Miré su rostro, el rostro de la hermanita a la que tanto había amado: tenía la nariz un poco respingona, los labios ligeramente arqueados, la cara rellena y adorable. Me entraban ganas de abrazar su cuerpo esbelto. Era tan bella y tenía un corazón tan malvado…
No cabía duda de que estábamos huyendo con el dinero de Lou-zhen, un crimen que se iba a pegar a mí como una camiseta mojada. El corazón me dio un vuelco. De alguna forma, la camiseta rosa que había dejado olvidada simbolizaba todo cuanto me había sucedido, era la inocencia que una vez nos había pertenecido a Mei-kun y a mí. La había olvidado en la habitación de Lou-zhen, y viviría sin poder recuperarla nunca.
Cuando cruzamos el vestíbulo vi a un hombre con una camisa hawaiana que fumaba un cigarrillo. Alzó la vista alarmado cuando nos oyó acercarnos. Era Jin-long. Llevaba gafas de sol pero no cabía duda de que era él. Se puso de pie de un salto y empezó a perseguirnos.