—¡El muy cabrón la ha matado!
—¿Quién?
—¡Tu padre! Me gustaría ir al funeral pero no puedo; esto me parte el corazón. Ni siquiera puedo asistir al funeral de mi propia hija.
—Ve si quieres.
—No puedo. Estoy en libertad condicional. Ahora estoy solo en el mundo. —El abuelo se sentó en el suelo de la cocina y rompió a llorar—. Primero murió mi mujer y ahora también mi hija. Qué asco de vida…
Le puse las manos sobre los hombros y lo mecí con suavidad. Sabía que más tarde mis manos olerían a gomina, pero no me importaba. Sentía algo parecido al amor por mi abuelo. Él siempre me dejaba hacer lo que quería.
—Pobre abuelito. Todavía te quedan tus bonsáis.
Se volvió para mirarme.
—Tienes razón. Siempre pareces tranquila. Eres realmente fuerte. Yo estoy desolado, pero sé que puedo contar contigo.
Hacía ya un tiempo que había comprendido eso. En los cuatro meses que hacía que vivía con él, había empezado a contar conmigo para las tareas de la casa, para las chapuzas que hacía, e incluso para relacionarse con los demás vecinos del bloque. El abuelo contaba conmigo para todo. Se había olvidado de sí mismo por completo y sólo quería preocuparse de sus bonsáis. Lo deseaba con tanta fuerza que apenas podía soportarlo.
Mientras tanto, mi mente trabajaba a toda velocidad. Intentaba pensar cómo nos las íbamos a arreglar con el dinero que teníamos. ¿Y si mi padre me pedía que fuera a Suiza? O si decidía volver a Japón con Yuriko para reanudar nuestra antigua vida aquí. ¿Qué iba a hacer entonces?
Sin embargo, ninguna de esas posibilidades parecía verosímil. Supuse que él y Yuriko se quedarían en Berna aunque mi madre no estuviera. Sin duda él no querría que me mudara allá sabiendo lo mal que me llevaba con Yuriko. Por la última carta de mi madre, era evidente que se había sentido sola en Berna por ser la única asiática de la familia. Cómo me alegraba de no haber ido a Suiza con ellos. Suspiré aliviada.
Unos minutos después recibimos otra llamada, esta vez de Yuriko.
—¿Hola? ¿Eres tú, hermana?
Era la primera vez en meses que oía su voz. Sonaba más ronca, más mayor, quizá porque hablaba en susurros, como si estuviera preocupada de que alguien la oyera. Yo no tenía tiempo para eso.
—Tengo que irme al colegio y no tengo tiempo de hablar. ¿Qué quieres?
—Mamá acaba de morir, ¿y te vas al colegio? Eso es un poco frío, ¿no te parece? Me han dicho que tampoco vas a venir al funeral. ¿Es eso cierto?
—¿Por qué? ¿Te parece raro?
—¡Pues sí, muy raro! Tenemos que estar de luto, es lo que dice papá. Yo no voy a ir al colegio durante un tiempo y, por supuesto, debo ir al funeral.
—Haz lo que quieras. Yo me voy al colegio.
—Pero es triste por mamá.
El tono de Yuriko era de reproche, pero mi interés por ir al colegio tenía poco que ver con ella o con mi madre. Tenía prisa porque estaba previsto que Kazue hablara de la discriminación que había sufrido cuando intentó unirse al equipo de animadoras. Dudo de que nunca hubiera habido nadie en el Instituto Q para Chicas que hubiese propuesto un tema como ése. Iba a ser algo único y no podía perdérmelo.
No era que pensase que un evento escolar fuera más importante que la muerte de mi madre. No se trataba de eso. Pero yo era la que había plantado la semilla y quería ver con mis propios ojos cómo Kazue manejaba la situación. La muerte de mi madre era un asunto pasado y acabado. Aunque no fuera al colegio ella no iba a resucitar. No obstante, le pregunté a Yuriko cómo había visto a mamá últimamente.
—¿La veías cambiada? —pregunté.
—Sí, parecía estar sufriendo algún tipo de neurosis —respondió entre sollozos—. A pesar de que se quejaba de que el arroz era muy caro, cocinaba una olla entera todos los días, mucho más de lo que podíamos comer. Sabía que eso ponía de los nervios a papá, y por eso mismo lo hacía. Dejó de preparar bigos. «Es comida para cerdos», gruñía. Luego dejó de salir. Se quedaba en casa sentada con las luces apagadas. Cuando yo llegaba pensaba que no había nadie y, al encender las luces, la encontraba sentada a la mesa con unos ojos como platos. Daba realmente miedo. Me miraba y decía cosas como: «¿De quién eres tú hija?» La verdad es que papá y yo empezábamos a sentir que se nos escapaba de las manos.
—Me envió algunas cartas y me parecieron extrañas, por eso te lo he preguntado.
—¿Te escribió? ¿Qué decían esas cartas? —La curiosidad encendía a Yuriko.
—Nada importante. ¿Por qué has llamado?
—Quería hablarte de algo.
Eso era raro, pensé, y de inmediato me puse en guardia. No podía evitar esperarme lo peor. Afuera, el cielo se había oscurecido y la lluvia había arreciado. Iba a quedar empapada incluso antes de llegar a la estación. Ya llegaba tarde a clase, así que me resigné y me senté en el suelo de tatami. El abuelo había esparcido unos periódicos por la habitación para traer los bonsáis desde la galería. Había dejado la puerta abierta, y el ruido de la lluvia llenaba la habitación. Alcé la voz:
—¿Oyes eso? Está lloviendo a cántaros.
—No, no lo oigo. ¿Oyes tú llorar a papá? Él también está armando un buen escándalo.
—No lo oigo.
—Ahora que mamá ha muerto, no puedo quedarme aquí —dijo Yuriko.
—¿Por qué? —grité.
—Bueno, seguro que papá se casará de nuevo. Lo sé todo. Se estaba viendo con una mujer más joven de la fábrica, una chica turca. Él está convencido de que nadie sabe nada, pero Karl y Henri, y todo el mundo lo sabe. Fue Henri quien me lo contó, así que ya ves. Dice que la chica está embarazada, y estoy segura de que papá se casará con ella tan pronto como pueda. Por eso no puedo quedarme aquí y vuelvo a Japón.
Me puse de pie con horror. ¿Yuriko volvía? ¡Ahora que acababa de librarme de ella! Sólo habían sido cuatro meses.
—¿Dónde piensas vivir?
—¿Qué tal con vosotros? —me suplicó.
Miré al abuelo, que estaba metiendo un bonsái a rastras en la habitación, con los hombros mojados por la lluvia, y repliqué:
—De ninguna manera.
C
aminé con paso decidido bajo el chaparrón hasta la parada de autobús. El agua descendía formando un torrente por la carretera asfaltada. Un paso en falso podía hacer que me empapara hasta las rodillas. Oí el autobús que siempre cogía subiendo por la calle detrás de mí y luego vi cómo pasaba de largo con las ventanas empañadas por el vaho de los pasajeros. Podía imaginarme la desagradable sensación de humedad en el interior.
¿A qué hora pasaba el siguiente autobús? ¿Llegaría al instituto a tiempo para la clase? De todos modos, en ese momento ya no me importaba. Oía la voz de Yuriko retumbando una y otra vez en mi cabeza: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?» Eso era todo lo que podía pensar.
Si Yuriko volvía a Japón sin ningún otro lugar al que poder ir, tendríamos que vivir juntas de nuevo como hermanas. No teníamos ningún otro pariente al que recurrir, así que el diminuto apartamento del abuelo era el único sitio donde podía alojarse. Sólo de pensar en Yuriko viviendo allí hacía que se me pusiera la carne de gallina. Tan pronto como abriera los ojos por la mañana, allí estaría, en el futón junto al mío, mirándome con sus ojos oscuros, y luego tendría que tomar té y tostadas con ella y el abuelo… ¡Mierda!
Yuriko odiaría el olor de la gomina barata del abuelo, le irritaría que los bonsáis ocuparan tanto espacio, y consideraría que ayudar a los vecinos era un fastidio. Además, tan pronto como empezara a dejarse ver por allí, sin duda todos en el bloque e incluso en la galería comercial se morirían por saber más de ella. El equilibrio del que disfrutábamos mi abuelo y yo se haría pedazos. Puede que incluso el abuelo volviera a las andadas y decidiera delinquir de nuevo.
No obstante, lo que más odiaba era la idea de que el monstruo de Yuriko volviera a mirarme, de percibir su presencia. De ninguna manera iba a sentirme segura. De repente, pensé en mi madre y en su suicidio.
«Supongo que no pueden aceptar que una oriental desaliñada como yo haya dado a luz a una belleza como Yuriko, y sólo pensarlo los pone de los nervios.» La razón por la que mi madre había decidido suicidarse no era porque no pudiera soportar la soledad, y tampoco porque mi padre la estuviera engañando. Sin duda lo había hecho por Yuriko, por su sola existencia. Cuando supe que mi hermana volvía a Japón, una ira inexplicable empezó a nublar mi mente. Le guardaba rencor a mi madre por haberse suicidado y odiaba a mi padre por haber sido infiel; luego, también de repente, comencé a sentir pena por mi madre, e incluso una especie de afinidad con ella. Los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas. Allí fuera, bajo la lluvia, podía llorar la muerte de mi madre por primera vez. Quizá os resulte difícil de creer, pero sólo tenía dieciséis años. Incluso yo tenía momentos sentimentales.
Oí el rumor de un coche que se acercaba por detrás, cortando el agua. Para evitar que me empapara, me resguardé bajo el toldo de una tienda de colchones hasta que hubiera pasado. Era un vehículo grande y negro, del mismo tipo que podría utilizar un oficial del gobierno y que casi nunca se veían en un barrio como ése. Se detuvo justo delante de mí y vi cómo bajaba una ventanilla.
—¿Quieres que te llevemos? —Mitsuru hizo una mueca porque la lluvia le golpeaba en la cara. La miré con incredulidad y ella me apremió a subir con un gesto—. Vamos, date prisa.
Cerré el paraguas y subí al coche. Dentro hacía frío y olía a perfume barato, que supuse que era de la mujer que iba al volante. Era de mediana edad y llevaba el pelo despeinado. Se volvió para mirarme.
—¿Eres la chica que vive en los pisos de protección oficial del distrito P?
Tenía una voz tan grave y ronca que parecía que le hubiesen frotado la garganta con papel de lija.
—Sí.
—Mamá, esa pregunta ha sido un poco indiscreta, ¿no crees?
Mientras reprendía a la mujer, Mitsuru iba secando mi uniforme mojado con un pañuelo. Su madre se concentró en el semáforo que tenía delante sin añadir nada, sin disculparse ni tampoco reírse. ¿Así que ésa era la madre de Mitsuru? Me fascinaban de forma natural las relaciones entre las personas y las transferencias hereditarias, así que la observé con atención buscando el parecido con mi amiga.
Tenía el cabello alborotado, se había hecho la permanente no hacía mucho, y en su piel morena no había rastros de maquillaje. Llevaba una especie de jersey gris bastante largo que difícilmente podía llamarse vestido, ya que era más parecido a un camisón. No podía ver sus pies, pero estaba segura de que llevaba unas sandalias con unos calcetines debajo o unas zapatillas mugrientas.
¿De verdad ésa era la madre de Mitsuru? ¡Su aspecto era incluso peor que el de la mía! Desanimada, comparé su rostro con el de su hija. Mitsuru se dio cuenta y se volvió para mirarme. Nos mantuvimos la mirada. Ella asintió, como si estuviera resignada. La madre de Mitsuru sonrió y dejó al descubierto una hilera de pequeños dientes que no sólo no se parecían en nada a los de Mitsuru, sino que además quedaban fatal en su cara.
—Es extraño, ¿no es cierto?, que alguien que vive aquí vaya a ese instituto…
La madre de Mitsuru era una persona que había abandonado algo; tal vez su reputación y su dignidad social. En la ceremonia de matriculación eché algún que otro vistazo a los padres de las demás estudiantes. En general eran todos ricos que se empeñaban en intentar disimular su riqueza. O quizá debería decir que preferían presentar su riqueza ocultándola. Lo mirases como lo mirases, la palabra clave era «riqueza».
Pero la madre de Mitsuru era por completo indiferente a aquella actitud respecto de la riqueza. Quizá se había comportado del mismo modo al principio y luego había abandonado esa actitud, se había alejado de ella totalmente. Los padres de los niños ricos se mostraban orgullosos de la inteligencia de su prole. Incluso los trabajadores asalariados evitaban la ostentación. Mitsuru me había dicho que su madre le había pedido que no contara a nadie que vivía en el distrito P, así que ver a la mujer tan desaliñada me había cogido por sorpresa. Daba por supuesto que sería de la clase de madres que arman un escándalo por cómo viste su hija.
—¿Has estado llorando? —me preguntó Mitsuru.
La miré sin responder. Sus ojos desprendían un mal humor que nunca le había visto. Era su demonio. En ese momento, en un instante fugaz, la había agarrado la cola de su demonio. ¿Se sentía avergonzada? Apartó la mirada.
—Me han llamado hace un rato —dije—. Mi madre ha muerto.
Su rostro se ensombreció y se retorció el labio con los dedos como si fuera a arrancárselo. Yo me preguntaba cuándo iba a empezar a darse golpecitos con las uñas en los incisivos como solía hacer. Sentí como si estuviera librando una batalla secreta contra mí, pero entonces de pronto mi amiga se derrumbó.
—Lo siento —dijo.
—De modo que… ¿tu madre ha muerto? —La madre de Mitsuru se volvió para mirarme desde el asiento del conductor y habló con una voz que era poco más que un chirrido. Su forma de expresarse era basta. Se parecía a las personas que frecuentaba mi abuelo: francos, abiertos, y más preocupados por el contenido que por la forma.
—Sí.
—¿Qué edad tenía?
—Unos cincuenta, creo. No, todavía no los había cumplido. —No sabía la edad exacta de mi madre.
—Más o menos como yo. ¿Cómo ha muerto?
—Se ha suicidado.
—¿Por qué? ¿Ha sido por el cambio de vida?
—No lo sé.
—Una madre que se suicida sin duda deja a sus hijos en una posición difícil. No deberías ir al instituto. ¿Por qué has salido de casa? —dijo.
—Es cierto. Pero es que mi madre ha muerto en el extranjero, así que no sirve de mucho que me quede sentada en casa.
—Pero tampoco tienes ninguna razón para ir al colegio, menos aún lloviendo a cántaros.
La madre de Mitsuru me observaba por el espejo retrovisor, sus ojos severos y hundidos mirándome de arriba abajo, escrutando centímetro a centímetro.
—Hoy necesito ir a clase.
No quería mencionar a Kazue ni su protesta por discriminación, así que no dije nada más. La madre de Mitsuru pareció perder entonces el interés por la necesidad de respetar el duelo.
—Espera, ¿uno de tus padres es extranjero?
—¡Mamá! ¿Qué puede cambiar eso? —Al final Mitsuru se metió el dedo entre los labios y empecé a oír cómo tamborileaba nerviosa la uña contra los dientes—. Su madre acaba de morir. ¡Deja de hacerle tantas preguntas!