Estaba bastante segura de que Mitsuru tenía previsto pasarse la tarde estudiando. Se había ido tan deprisa como había podido.
—No, ya se ha marchado —repuse con brusquedad.
—Las estudiantes realmente inteligentes siempre están ocupadas, ¿eh? —dijo Kazue en un tono de decepción.
—Déjalo correr. Además, no le caes bien.
Mi mentira hizo que Kazue se callara.
—Tú tampoco estás obligada a venir si no quieres —dijo mirando al suelo.
—No, está bien. Iré.
T
omamos una de las líneas de ferrocarril y viajamos hasta las afueras del distrito de Setagaya. Era una estación tan pequeña que en ella sólo había una vía. Kazue dobló por una calle de un barrio residencial idéntica a como la había imaginado: silenciosa, tranquila y flanqueada por casas de tamaño medio. Aunque no se veían mansiones caras, tampoco había edificios de apartamentos baratos.
Una elegante placa adornaba la entrada de cada residencia, y más allá de las verjas podían verse pequeños jardines. Imaginaba que, el domingo, los padres de esas familias estarían en el jardín practicando sus swings de golf mientras de las ventanas del salón salían las notas de un piano. Me habían dicho que el padre de Kazue era un asalariado, y pensé que probablemente habría pedido una hipoteca a treinta años para pagar la casa. Kazue caminaba con torpeza delante de mí, como si le molestara que yo anduviera a su lado, pero al poco empezó a señalar todos los edificios importantes que había de camino a su casa.
—Éste es el colegio al que fui, es una escuela municipal —dijo con orgullo—. Y en aquella casa vieja de allí recibía clases de piano.
Aquella especie de visita guiada por la infancia de Kazue me estaba poniendo de los nervios.
Al llegar al final de la calle, hizo un gesto en dirección a una casa.
—Aquí es donde vivo —anunció triunfante.
Era una construcción grande de dos pisos, rodeada por un lúgubre muro gris de piedra de Otani. La fachada estaba pintada de color marrón y la remataban unas gruesas tejas, y en el jardín, más grande que los demás, se apiñaban árboles y arbustos.
—¡Menuda casa! ¿Es de alquiler?
A Kazue pareció sorprenderle mi pregunta. Luego sacó pecho y contestó:
—Alquilamos el terreno, pero la casa es nuestra. Vivo aquí desde que tenía seis años.
A lo largo de la pared de piedra se veía una fila de agujeros con forma de diamante. Miré a través de ellos hacia el jardín. En él había azaleas, hortensias y otras plantas comunes. Numerosos tiestos se desperdigaban por todos los rincones.
—¡Vaya, si también tienes bonsáis! —espeté sin pensar. Sin embargo, al observarlos más de cerca me di cuenta de que lo que había tomado por bonsáis no eran más que lo que mi abuelo llamaba las «macetas de un pobre hombre»: caléndulas, nomeolvides, margaritas y otras flores en pequeños tiestos que podían verse en el escaparate de cualquier floristería.
Una mujer con gafas se había agachado para cuidarlas, espantando a los mosquitos mientras arrancaba las flores marchitas.
—Mamá.
La mujer se volvió cuando Kazue la llamó, y yo observé su cara con curiosidad. Las gafas eran de montura plateada, y tenía el mismo cabello negro y áspero que Kazue, con un corte estilo bob, de modo que en cada mejilla le caía un mechón. Su rostro era estrecho y sus rasgos más simétricos que los de Kazue.
—¿Has venido con una amiga?
La mujer rió de forma mecánica y la montura de las gafas se elevó por encima de sus cejas. Tenía una sobremordida llamativa; ¿no existía un pez en alguna parte con esa misma cara? ¿Qué aspecto tendría el padre?, me pregunté. Me picó la curiosidad y decidí quedarme hasta que él llegara.
—Ésta es tu casa.
—Gracias.
La madre volvió con sus macetas. Su saludo no había sido especialmente cariñoso. Quizá estaba enfurruñada porque nos habíamos presentado justo a la hora de la cena, o quizá Kazue no le había dicho que llevaría a una amiga a casa, o tal vez ni siquiera era su cumpleaños. ¿Me habría mentido? Quería preguntárselo, pero antes de poder hacerlo, me puso la mano en la espalda y me empujó en dirección a la puerta de entrada.
—Entra.
La forma infantil de comportarse de Kazue me estaba sacando de quicio. Además, odiaba que me tocaran.
—¿Quieres que vayamos a mi habitación?
—Me da igual.
Apenas había luces encendidas en el salón. No percibí ningún olor que indicara que la cena estaba lista, y todo estaba sumido en un silencio sepulcral; ni siquiera se oía una televisión o una radio. Una vez que mis ojos se acostumbraron a la penumbra vi que, aunque la casa era impresionante por fuera, los materiales usados en el interior eran de baja calidad. Aun así, todo estaba muy ordenado. No vi una mota de polvo en ningún lugar, ni en el vestíbulo ni en la escalera, y en toda la casa flotaba un olor a austeridad. Al vivir con el abuelo, había aprendido a gastar el dinero con cuentagotas, de modo que percibía la austeridad tan sólo con el olor. En aquella casa, cada rincón apestaba a eso pero, al mismo tiempo, una sensación de lascivia se filtraba desde alguna parte; de hecho, era la propia devoción por la austeridad mezclada con la lascivia, como si cada esfuerzo hecho con el objeto de ahorrar fuera vicioso.
Kazue empezó a subir la escalera delante de mí. Crujía. En el segundo piso había dos habitaciones. El dormitorio grande que estaba sobre el vestíbulo era el suyo, y en él no había ni televisión ni equipo de música. Era una habitación espartana, como la de una residencia de estudiantes. Aquí y allá, había prendas de ropa desperdigadas, y la cama estaba deshecha y cubierta por un edredón arrugado.
Los libros de texto y los de consulta estaba apilados de cualquier manera en la estantería, y en una balda enorme y vacía descansaba el equipo de gimnasia. La habitación, caótica y atestada de cosas, era lo opuesto al resto de la casa y el jardín, tan pulcramente ordenados y cuidados. Encajaba a la perfección con el modo de ser de Kazue.
Sin prestarme la más mínima atención mientras yo miraba estupefacta a mi alrededor, se quitó los zapatos y se sentó frente al escritorio. Vi que había notas con lemas colgadas en la pared. Las leí en voz alta:
—«¡La victoria es posible sólo gracias a tu propio esfuerzo! ¡Confía en ti misma! ¡Fíjate metas! ¡Sé una estudiante Q!»
—Las puse ahí después de superar el examen de ingreso. Conseguí entrar en el instituto y son un testimonio de mis logros —dijo Kazue.
—Realmente tienes aspecto de vencedora, sí —repuse, dejando que se filtrara un leve tono cínico en mi voz.
Pero ella me contestó con desdén.
—Trabajé muy duro, ¿sabes?
—Yo no escribí lemas vitalistas para infundirme ánimos.
—Bueno, eso es porque tú eres rara. —Kazue me clavó los ojos mirándome con dureza.
—¿Por qué soy rara?
—Siempre vas a tu aire —articuló cada palabra con precisión y no continuó.
Yo quería marcharme y volver a casa tan pronto como pudiera. Estaba preocupada por mi abuelo y por cómo podría haberle afectado la muerte de mi madre. ¿Por qué diablos había ido a casa de Kazue? Ya me estaba arrepintiendo.
Oí unos pasos quedos que se acercaban, como si fuera un gato subiendo la escalera. Desde el otro lado de la puerta se oyó la voz de la madre de Kazue.
—Cariño, ¿podría hablar un momento contigo?
Kazue salió de la habitación y hablaron en el pasillo. Apoyé la oreja contra la puerta para escuchar.
—¿Qué quieres hacer con la cena? —preguntó la madre—. No esperaba que vinieran invitados y no hay suficiente comida.
—Pero papá dijo que hoy llegaría pronto y que podía traer a una amiga.
—Ah, ya veo. ¿Es la que quedó primera en los exámenes?
—No.
—Entonces, ¿en qué posición está?
Bajaron tanto la voz que ya no pude entender lo que decían. ¿Acaso la historia de su cumpleaños era sólo una artimaña? ¿Acaso quería tan sólo que su padre viera a Mitsuru? ¿Me había utilizado como cebo para atraerla a ella? Al parecer, yo no tenía ningún interés para esa familia, ya que no era una estudiante especialmente aplicada. La madre de Kazue bajó de puntillas la escalera. Era como si temiera despertar a alguien.
—Disculpa —dijo Kazue al entrar de nuevo en la habitación. Se apoyó en la puerta para cerrarla y añadió—: Te quedarás a cenar, ¿verdad?
Asentí de inmediato. Después de la charla que habían mantenido, sentía curiosidad por ver qué tipo de comida prepararían para una invitada tan inoportuna como yo. Kazue empezó a hojear un libro de consulta con aire molesto. Tenía las páginas marcadas y con tantas manchas de tinta que casi eran negras.
—¿Eres hija única?
Kazue hizo un gesto de negación con la mano.
—No, tengo una hermana pequeña. Ahora está estudiando para los exámenes de ingreso en el instituto.
—¿También va a ir al Instituto Q?
Se encogió de hombros.
—No es lo bastante lista, pero le pone muchas ganas. Es una pena que no sea tan brillante como yo. Mi madre siempre dice que es porque ha salido a ella, pero ella se licenció en la universidad, así que únicamente dice esas cosas por culpa de mi padre. Ella fue a una universidad para mujeres muy buena. Aun así, tengo suerte de haber salido a mi padre, porque él se licenció en la Universidad de Tokio, la mejor de Japón. ¿Qué hizo tu padre? ¿A qué universidad fue?
—No creo que fuera a ninguna.
Kazue me miró estupefacta, tal y como yo esperaba.
—Bueno, ¿pues a qué instituto fue?
—No sé. —No tenía ni idea de qué tipo de educación había recibido mi padre en Suiza.
—Vale, y, ¿qué hay de tu abuelo, con el que vives?
—Ni siquiera fue al instituto.
—¿Y tu madre?
—Creo que sólo llegó a secundaria.
—Entonces tú eres toda su esperanza.
—¿Toda su qué?
¿Por qué debíamos tener esperanza? Ladeé la cabeza. Kazue me observó como si de repente me hubiera transformado en una alienígena. Llegadas a ese punto, estoy segura de que pensaba que compartíamos los mismos deseos, aunque ella no era el tipo de persona que se preocupara por el hecho de que los demás pudieran tener ideas diferentes.
—Bueno, debes hacerlo lo mejor posible, ¿no? Si de verdad lo intentas, lo conseguirás.
—¿Lo conseguiré? ¿Conseguir qué?
—Pues el éxito. —Kazue miró confusa los lemas que cubrían la pared—. Desde primaria, estaba decidida a ingresar en el Instituto Q para Chicas. Es una escuela perfecta. Si te esfuerzas y provienes de una buena familia, puedes entrar en el Instituto Q y luego seguir en la Universidad Q. Es casi automático. Y si acabo entre las diez mejores de la clase, entraré en la Facultad de Economía de la Universidad Q. Sacaré un montón de excelentes y luego, cuando me licencie, podré tener un trabajo en una buena empresa.
—Y, una vez que hayas entrado en esa buena empresa, ¿qué?
—¿Qué? Bueno, pues trabajaré allí, por supuesto. Es perfecto, ¿no crees? Hoy en día las mujeres pueden trabajar en lo que deseen. Mi madre creció en un tiempo en el que eso no era posible, y quiere que yo consiga lo que ella no pudo conseguir.
Su madre la llamó entonces desde el pie de la escalera. Kazue salió de la habitación, y entonces percibí el aroma punzante de la salsa para fideos soba. Minutos más tarde, Kazue volvió con una bandeja con la pintura desconchada, del tipo que utilizan los restaurantes de comida para llevar. En ella había unos platos de bambú con fideos soba y dos cuencos pequeños con salsa.
—Puesto que te has tomado la molestia de venir, queríamos que hubiese algo bueno de comer. Mamá ha pedido soba para nosotras dos; podemos cenar aquí.
Ésa no era exactamente la idea que yo tenía de una buena comida para los invitados, pero no dije nada. Supongo que cada hogar tiene un concepto diferente de la hospitalidad. Recordé la sensación que había tenido al entrar en la casa y percibir la mezquindad que emanaba de ella.
Kazue salió de la habitación y volvió con una silla que tenía un cojín rosa sujeto al asiento, el tipo de silla que combina con el escritorio de una estudiante. Con toda probabilidad, era la de su hermana pequeña. Kazue me dijo que tomara asiento, nos colocamos una al lado de la otra frente a su escritorio y empezamos a sorber los fideos.
De repente, la puerta se abrió de un golpe.
—¿Qué estás haciendo con mi silla?
Su hermana, al ver que yo estaba allí, bajó la cabeza con timidez. Dirigió la mirada hacia los platos de soba y puso cara de resentimiento al darse cuenta de que no iba a haber para ella. Su rostro y su cuerpo eran una versión reducida de los de Kazue, pero llevaba el cabello largo y le caía por la espalda.
—Ha venido una amiga. Necesito que me la prestes un rato. No te preocupes, cuando acabemos de comer te la devuelvo.
—Y, ¿cómo se supone que debo hacer mis deberes?
—Te he dicho que te la llevaré cuando acabemos de cenar.
—¡Podríais comer de pie!
Discutían sin ni siquiera mirarme. Cuando la hermana se fue, le pregunté a Kazue:
—¿Te llevas bien con ella?
—No mucho. —Kazue pescó torpemente los pegajosos fideos con los palillos, los levantó y los dejó caer de nuevo—. Sabe que no es tan inteligente como yo y está celosa. Sé que, cuando aprobé el examen de ingreso, ella esperaba que suspendiera. Y ahora, si ella suspende, ¡seguro que me culpará a mí por haber cogido su silla! Es de esa clase de mocosas.
Kazue acabó los fideos antes que yo y luego sorbió lo que quedaba de la salsa negra. Por entonces, yo había perdido por completo el apetito y me distraía metiendo de nuevo los palillos desechables en el envoltorio de papel en el que venían. Comer fideos soba en el dormitorio desordenado de Kazue de repente me pareció increíblemente patético. La habitación estaba llena de polvo, no la había limpiado desde quién sabía cuándo, y olía como una madriguera. Pensé otra vez en la llamada que Yuriko había hecho por la mañana y en cómo me había descrito el comportamiento de mamá de los últimos días.
Mi madre, sentada con los ojos abiertos como platos, encerrada en una habitación a oscuras. Los nervios a flor de piel… Me pregunto si habré heredado su forma de ser. Habría sido una bendición que Yuriko hubiera salido a ella, pero, en comparación conmigo, mi hermana era una persona muy simple. Había sido yo la que había salido a mi madre.
Kazue se volvió entonces hacia mí y me preguntó: