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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (59 page)

Desde la perspectiva de un hombre que está en la cincuentena, yo debía de parecer joven aunque tuviera treinta. Si los clientes iban a ser siempre como él, estaría contenta. Podría seguir con ese trabajo incluso después de los cuarenta. Me envolví con la toalla y regresé a la habitación. El hombre estaba sentado en ropa interior fumando un cigarrillo mientras me esperaba.

—Tómate una cerveza, aún nos queda tiempo.

Se lo veía relajado y eso me tranquilizó. Si hubiera sido más joven, habría querido hacerlo una y otra vez.

—Gracias. —Usé ambas manos para llevarme el vaso a los labios, y los ojos del hombre se estrecharon al sonreír.

—Tienes buena educación. Deben de haberte educado para ser una joven distinguida. Dime, ¿por qué haces esto?

—No sé… —Me hizo sentir bien que me dijera que tenía buena educación, así que le sonreí cortésmente—. Supongo que en algún momento me aburrí de ir y volver del trabajo, día sí, día también. Quería un poco de aventura en mi vida, y en un trabajo como éste una mujer puede encontrarse con todo tipo de personas que de otro modo no conocería nunca. Supongo que así puedo saber un poco más sobre el mundo.

¿Lo hacía por vivir una aventura? ¡Por favor, ésa debía de ser la historia más antigua del mundo! Sin embargo, el cliente era de los que querían fantasía. Quería una mujer que le diera una historia.

—¿Aventura? —Se lo había tragado.

Vender tu cuerpo es toda una aventura. Estoy segura de que un hombre no podría hacerlo.

Sonreí con dulzura y me ajusté la peluca. Incluso cuando me ducho no me mojo la cara, y nunca me quito la peluca.

—¿Trabajas en una empresa?

—Exacto, ¡pero es un secreto!

—No diré nada, pero cuéntame más cosas. ¿De qué empresa se trata?

—Si tú me dices la tuya, yo te diré la mía.

Hice cuanto pude para hacer perdurar la intriga. Si jugaba bien mis cartas, volvería a requerir mis servicios o, al menos, eso era lo que esperaba.

—Trato hecho. Me avergüenza un poco decirlo, pero doy clases en la universidad. Soy profesor.

Era evidente que estaba orgulloso de lo que hacía y de quien era. Estaba decidida a conseguir un poco más de información, lo consideraba un reto.

—¿En serio? ¿En qué universidad?

—Te daré mi tarjeta. Si tú tienes una, me gustaría que también me la dieras.

Así que, desnudos, intercambiamos nuestras tarjetas. El nombre de mi cliente era Yasuyuki Yoshizaki. Era profesor de derecho en una universidad de tercera categoría en la prefectura de Chiba. Leyó mi tarjeta respetuosamente tras ponerse unas gafas de lectura.

—¡Vaya, esto es increíble! Así que eres subdirectora del departamento de investigación en Arquitectura e Ingeniería G. Vaya, vaya, qué mujer tan distinguida. Tu trabajo debe de conllevar una responsabilidad considerable.

—Bueno, no es para tanto. Investigo y escribo informes sobre los factores económicos que afectan al mercado de la construcción.

—Pues estamos casi en la misma línea de trabajo. ¿Has ido a una escuela de posgrado?

Los ojos de Yoshizaki revelaban miedo y curiosidad al mismo tiempo. Yo estaba determinada a aprovecharme de su entusiasmo.

—Oh, no. Después de licenciarme en la Facultad de Economía de la Universidad Q no seguí estudiando. ¡El posgrado era demasiado para mí!

—¿Te licenciaste en la Universidad Q y trabajas como prostituta? ¡Vaya, es la primera vez que veo algo así! Estoy impresionado.

Claramente entusiasmado, me llenó el vaso de cerveza.

—Espero que volvamos a vernos. Brindemos por nuestro próximo encuentro.

Juntamos los vasos. «Estoy deseando que llegue el momento», dije. Mientras leía su nombre en la tarjeta, le pregunté:

—Profesor, ¿puedo llamarte al despacho? Me gustaría encontrarme contigo sin tener que pasar por la agencia de contactos. Si lo hago a través de ellos se llevan una comisión y yo gano menos. Si no te importa, ¿podrías darme tu número de móvil?

—Oh, no tengo teléfono móvil. Pero puedes llamarme al despacho. Si les dices que eres Sato, de la Universidad Q, ya sabré quién eres. O podrías decir que eres Sato, de la corporación G. Eso también estaría bien. ¡Mi ayudante nunca sospechará que una licenciada de la Universidad Q sea prostituta!

Yoshizaki soltó una risa ahogada. Los doctores y los profesores eran los más lascivos de todos. Por lo que sabía de su mundo, la mayoría de los hombres tenían muy poca dignidad, y aquellos que ocupaban puestos de autoridad eran todos idiotas. Cuando recuerdo la angustia que una vez sentí por estar en la cumbre de ese mundo, me río tanto que al final me duelen las mandíbulas.

Al salir del hotel, Yoshizaki echó a andar por la calle, a mi lado, como si no tuviera intención de separarse de mí. Aunque a mí no me importó, al contrario, hizo que mi corazón latiera de entusiasmo. Sin duda eso demostraba que iba a ser uno de mis clientes habituales. Íbamos a poder vernos sin la intermediación de la agencia, lo cual era la forma ideal de ganar dinero en ese negocio. Aunque éramos las mujeres las que vendíamos nuestro cuerpo para ganar dinero, era imposible hacerlo solas, y no había nada más peligroso que intentar conseguir tus propios clientes en la calle. Pero Yoshizaki era diferente. Era un afable profesor universitario que parecía realmente interesado en mí. Confiaba en que se convirtiera en un buen cliente.

Tarareé alegremente mientras paseaba con Yoshizaki y me olvidé del frío recibimiento que me iban a dispensar en la agencia, de la hostilidad de la Trenza, de la forma en que me ignoraban mis compañeros de trabajo, de la pesada de mi madre, incluso me olvidé del miedo de hacerme vieja y fea. Un sentimiento de victoria hacía que me ruborizara. El futuro resplandecía, me esperaban cosas buenas. Hacía mucho tiempo que no albergaba ese sentimiento de optimismo y, por primera vez desde que había empezado en la agencia de contactos a los treinta años, mi posición como ejecutiva era valorada, se me festejaba y estaba solicitada.

Tomé a Yoshizaki del brazo, él sonrió y me miró.

—Vaya, vaya, parecemos una pareja de enamorados.

—¿Quiere ser usted mi amante, profesor?

Las parejas jóvenes con las que nos cruzábamos se volvían para mirarnos y cuchicheaban. «Ya sois un poco mayores para eso, ¿no creéis?», parecían decir. Pero a mí no me importaba un comino lo que pensaran y no les presté la más mínima atención. Yoshizaki, en cambio, me apartó el brazo con aire confundido.

—Esto no da buena impresión. Eres lo bastante joven para parecer una de mis alumnas, y un desliz como ése podría costarme el cargo. Seamos un poco más discretos, ¿te parece?

—Lo siento mucho.

Me disculpé educadamente por haberle causado molestias, pero Yoshizaki movió la mano de manera tímida frente a su cara y añadió:

—No, no me malinterpretes. No te estoy rechazando.

—Lo sé.

Aun así, no dejaba de parecer disgustado, y miraba nervioso a su alrededor. Cuando se acercó un taxi, lo detuvo.

—Iré en taxi el resto del camino —dijo mientras subía.

—¿Volveremos a vernos, profesor?

—La semana que viene. Llámame y di que eres Sato, de la Universidad Q. Espero que entiendas mi postura.

Lo dijo de un modo algo arrogante, pero no me importó. Estaba feliz porque Yoshizaki había reconocido mi talento, mi superioridad. Qué suerte que nos hubiéramos conocido.

Mientras subía por la cuesta de la avenida de Dogenzaka, me volví para mirar la estación de Shibuya. La calle ascendía describiendo una suave curva. Eran ya más de las doce de la noche y soplaba un viento fuerte para ser octubre que hacía ondear el dobladillo de mi gabardina Burberry. De día llevaba una armadura; de noche, una capa larga y suelta, como la de
Superman
. De día era ejecutiva; de noche, un prostituta. Era capaz de usar tanto mi cerebro como mi cuerpo para ganar dinero. ¡Ja!

Entre los árboles de la avenida vi parpadear las luces traseras de un taxi mientras subía la cuesta. Si me hubiese dado prisa, podría haberlo cogido, pensé. Esa noche me sentía preciosa, llena de vida. Bajé por una calle estrecha llena de tiendecitas. Quizá me encontrara con alguien conocido. Esa noche en especial quería que mis compañeros de empresa pudieran ver un poco de mi otro yo.

—Parece que lo estás pasando bien —me dijo un ejecutivo que debía de rondar la cincuentena mientras entornaba los ojos como si en el cielo brillara una luz cegadora.

Vestía un traje gris, y sus zapatos cubiertos de polvo eran viejos y estaban deformados. Llevaba la chaqueta abierta y la manga le cubría la mano debido a una pesada bolsa negra que le colgaba del hombro. Dentro de la misma podía verse una revista de hombres. Tenía el cabello casi blanco por completo y su piel tenía un tono gris, descolorido, como si hubiera padecido una enfermedad hepática. Era como uno de esos hombres que despliegan las páginas de un periódico deportivo en un tren abarrotado, indiferentes a la incomodidad que causan a los demás; la clase de hombre que siempre anda mal de dinero. En cualquier caso, no parecía que tuviera un empleo en una empresa prestigiosa como la mía. Le sonreí dulcemente porque pocos hombres se fijaban en mí por la calle, ni siquiera cuando yo me dirigía a ellos primero.

—¿Vas de camino a casa? —me preguntó con timidez. Tenía un acento particular; sin duda, no era de la ciudad.

—Sí —asentí.

—Bueno, ¿te gustaría tomar una taza de té conmigo o cualquier otra cosa?

Estaba claro que no le interesaba ni la comida ni la bebida. ¿Cuáles eran sus intenciones?, me preguntaba. ¿Quería acostarse conmigo? ¿Ya sabía que yo era prostituta?

—Eso estaría bien.

¡Ya había conseguido a otro cliente! Mi corazón se estremeció de entusiasmo. Y lo había encontrado justo después de dejar a Yoshizaki. Debía intentar no perderlo; era mi noche de suerte.

El tipo bajó la vista, nervioso. No estaba acostumbrado a tratar con mujeres. Se podía ver que tenía miedo de lo que pudiera ocurrir, y decidí volver a mi yo anterior. Cuando al principio empecé en el negocio del agua —es decir, la prostitución—, a mí me ocurría lo mismo. No sabía qué iban a querer los hombres, y eso me angustiaba. Sin embargo, ahora ya lo sé. No, no es verdad; sigo sin saberlo. Perpleja, tomé al hombre del brazo. A él no pareció gustarle tanto como a Yoshizaki antes y se apartó instintivamente. El vendedor ambulante que estaba delante del cabaret me miró y se rió. «Parece que has encontrado una presa fácil, ¿eh, nena?» «Vaya que sí», pensé mientras miraba al vendedor llena de confianza. Me lo estaba pasando bien.

—¿Adónde quieres ir?

—¿Qué te parece a un hotel?

Al hombre le sorprendió que fuera tan directa.

—No sé. No tengo tanto dinero. Sólo quería sentarme en algún lugar a charlar con una mujer, y justo entonces te he visto pasar. No sabía que eras esa clase de mujer.

—A ver, ¿cuánto puedes pagar?

Avergonzado, el hombre contestó en un tono bajo y tímido:

—Bueno, si he de pagar la habitación, más o menos unos quince mil yenes.

—Podemos encontrar un hotel barato, hay algunos que sólo cobran tres mil yenes, y yo te cobraré quince mil.

—En ese caso, creo que podremos arreglárnoslas…

Cuando vi que asentía, empecé a dirigirme hacia un hotel y él me siguió. Llevaba el hombro derecho algo caído a causa del peso de la bolsa que cargaba. Era un tipo bastante desaliñado, sin duda no era un portento. Pero había sido él quien me había abordado, así que debía tratarlo como a un rey. Me volví y le pregunté:

—¿Qué edad tienes?

—Cincuenta y siete.

—Pareces más joven, pensé que rondarías los cincuenta.

Yoshizaki habría valorado mi cumplido, pero aquel hombre se limitó a fruncir el ceño. No tardamos mucho en llegar al hotel del amor. Estaba cerca de la estación de Shinsen, justo en el límite de Maruyama-cho. Cuando se lo mostré, no logró ocultar su incomodidad. Supongo que se arrepentía de haber ido allí conmigo, así que lo miré con recelo. ¿Y si se retractaba? Necesitaba decirle algo para que se quedara, pensé, sorprendida por mi propia temeridad. Estaba acostumbrada a que la agencia se ocupara de todo eso.

Cuando llegamos a la entrada del hotel, él sacó la cartera. Vi que sólo llevaba diez mil yenes encima.

—No te preocupes por eso ahora —le dije—. Ya me pagarás luego.

—Ah, está bien.

El tipo, nervioso, volvió a guardarse la cartera en el bolsillo. Parecía que no hubiera ido nunca antes a un hotel del amor. Debía ocurrírseme una forma de hacer de él un cliente habitual. No era el cliente ideal, pero si conseguía que hombres como él y Yoshizaki me frecuentaran, no tendría necesidad de depender de la agencia, y ésa parecía la única manera de salir de la rutina, mi única defensa contra los achaques de la edad. Cogimos la habitación más pequeña disponible, que estaba en la tercera planta, y subimos en el ascensor, tan pequeño que parecía que sólo podía llevar a una persona cada vez.

—Charlemos un rato en la habitación, ¿de acuerdo? Seguramente no te has dado cuenta, pero yo trabajo como ejecutiva en una empresa.

El hombre me miró sorprendido. Estaba claro que lo mortificaba el hecho de haber caído en manos de una prostituta. Se puso rojo.

—Sí que me he dado cuenta —repuso—. Cuando lleguemos a la habitación te daré mi tarjeta y hablamos sobre ello, ¿vale?

—Claro, eso estaría bien.

La habitación era pequeña y estaba sucia, y la cama doble ocupaba casi todo el espacio. La cortina de papel
shoji
que cubría la ventana estaba agujereada en varios lugares, y la moqueta estaba salpicada de manchas. El hombre dejó caer la bolsa y suspiró. Se quitó los zapatos y me percaté de que sus calcetines olían mal.

—¿Este sitio cuesta tres mil yenes?

—Es lo mejor que he podido conseguir. Es el lugar más barato de Maruyama-cho.

—Bueno, pues gracias.

—¿Te apetece una cerveza?

Él sonrió y yo saqué una cerveza del mini-bar. La serví en dos vasos y brindamos. Él bebía a pequeños sorbos, casi como si diera lengüetazos a la cerveza.

—¿A qué te dedicas? ¿Te importaría darme tu tarjeta?

El hombre vaciló un momento y a continuación sacó un tarjetero arrugado del bolsillo del traje. «Wakao Arai, subdirector de Operaciones, Chisen Gold Chemicals, Incorporated.» La empresa estaba ubicada en Meguro, decía. Nunca había oído hablar de ella. Arai señaló con un dedo huesudo el nombre de la compañía.

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