An-ji y Gen-de tuvieron una discusión, An-ji pegó a Gen-de y éste cayó al suelo. Su cabeza golpeó una roca y dejó de moverse. Un agente de policía vino a investigar el incidente, pero mi padre ocultó las circunstancias diciendo que Gen-de había tropezado y, al caer, se había golpeado la cabeza accidentalmente. Si hubieran acusado a An-ji de matar a su hermano pequeño, lo habrían metido en prisión y no habría quedado nadie para cultivar los campos. Después de salir de la cárcel, en casa no quedaría nada y él habría tenido que sobrevivir por su cuenta.
En nuestro pueblo había un exceso de hombres. La situación era tan dramática que se decía que en el pueblo vecino cuatro hombres se habían visto obligados a compartir una mujer. Hasta ese punto éramos pobres. Mis hermanos se habían peleado por una chica; ése había sido el motivo de la discusión. Gen-de se había burlado de An-ji.
Pero, después de matarlo, An-ji cambió. Empezó a comportarse igual que mi abuelo y dejó de hablar. An-ji todavía vive en el pueblo con mis padres y nunca se ha casado.
Quizá mi familia esté maldita. Dado que nos perseguía una pasión violenta, tanto mi hermano mayor como yo hemos acabado siendo asesinos. Como castigo, mi hermano pasará el resto de su vida en soledad y pobreza, y yo seré encarcelado en un país extranjero por el asesinato de Yuriko Hirata. Mi querida hermana pequeña encontró una muerte prematura de camino a Japón, por lo que ahora ya no me queda nada.
Puede que mi abuelo se viera obligado a dejar su hogar en Fujian y a tener que mudarse a Sichuan, pero si al menos sus predicciones no hubieran sido tan funestas, si no hubiera ahuyentado a todos los que estaban a su alrededor, entonces…
Bueno, esto es en todo lo que puedo pensar ahora. Estoy seguro de que mi abuelo vio la decadencia de nuestra familia, por eso acabó sus días igual que una piedra, sentado en una cueva oscura sin decir palabra.
En cualquier caso, si mi abuelo hubiera dicho: «El asesino de la familia eres tú; ten cuidado», si me hubiera avisado, habría sido más prudente. No habría venido a Japón y, si no hubiese venido a Japón, mi hermana pequeña no habría muerto, yo no habría matado a Yuriko Hirata y no sería sospechoso de ser el asesino de Kazue Sato. Podría haber conseguido un trabajo en una fábrica cerca del pueblo y habría aprendido a conformarme con un yuan al día. Así habría acabado mi vida. Cuando pienso en lo que podría haber sido, el dolor me consume.
Lo que le hice a la señorita Hirata es imperdonable, no tengo disculpa para eso. Si fuera posible, de buena gana cambiaría su vida por mi existencia miserable.
Sin embargo, cuando tenía trece años, nunca me habría imaginado que acabaría de este modo. En aquella época no podía perdonar a An-ji por lo que había hecho, y no soportaba ver cómo se lamentaban mis padres, ni oír los rumores malintencionados que sobre nosotros difundía la gente del pueblo. Odiaba a An-ji. Pero las emociones de una persona son algo curioso porque, en el fondo de mi corazón, no podía evitar compadecerlo.
Después de todo, lo que había hecho no era irrazonable. Incluso yo encontraba que la conducta de Gen-de había sido extremadamente ofensiva. Le gustaba salir de juerga y perseguir a las mujeres. Le había robado dinero a mi padre y se lo había gastado en bebida. Era un completo inútil, e incluso algunos aldeanos lo habían sorprendido copulando con las ovejas, y los cotilleos que eso provocó fueron una fuente de vergüenza inmensa para mi padre.
Para ser completamente sincero, Gen-de había avergonzado tanto a la familia que fue un alivio que muriera y que An-ji, que era el heredero de los campos de mi padre, no fuera a la cárcel. Si hubieran metido a An-ji en prisión, yo habría heredado los campos, pero eso habría sido más una maldición que una bendición. Atado a una parcela de tierra diminuta, me habría visto obligado a llevar una vida de privaciones, sin poder conocer nunca el mundo civilizado.
Los pobres del interior de China conservan algo bueno: la libertad. Pero eso es todo. Sin nadie que se preocupara mucho de nosotros, en gran medida nos dejaban que nos las arregláramos solos. Y nos aferrábamos a nuestra libertad. Mientras nos quedáramos en el campo, éramos libres de ir a donde quisiéramos y hacer lo que nos viniera en gana, incluso se nos permitía morir como perros. Pero, en aquella época, yo sólo pensaba en salir de allí e ir a la ciudad.
Cuando mi hermano murió, tuve que tomar su lugar y ocuparme de las cabras; eran los deseos de mi padre. Pero cuando cumplí dieciocho años acepté un empleo en una fábrica cercana donde hacían sombreros de paja y almohadas de mimbre. Pude hacerlo porque mi madre empezó a sufrir una dolencia de estómago y tuvimos que vender las cabras. Yo prefería trabajar en la fábrica haciendo objetos con paja de trigo que cuidar las cabras o arar los campos. Pero no pagaban mucho. Por cada día de trabajo me daban un yuan y, aun así, esa cantidad era un lujo para una familia tan pobre como la mía.
Por aquella época, el segundo y el tercer hijo de la granja vecina empezaron a prepararse para marcharse a trabajar a una de las ciudades portuarias. La granja que tenían no daba lo bastante para alimentar a todas las bocas de la familia, y en el pueblo ya había demasiados trabajadores. No había ni empleos ni mujeres para los jóvenes, así que la mayoría vagabundeaban por el pueblo —igual que había hecho Gen-de—, sin beneficio alguno, metiéndose en líos y causando problemas.
Un chico que conocía desde que era un niño, Jian Ping, se marchó a Zhuhai, en Guangdong, donde luego se proyectó la zona económica especial. Allí encontró un empleo mezclando cemento y transportando materiales en una empresa de construcción. Con el dinero que enviaba a su familia se pudieron comprar una televisión en color, una moto y muchos otros productos que nosotros considerábamos un lujo. Yo me moría de envidia.
Quería irme a la ciudad tan pronto como fuera posible. Pero ¿cómo iba a conseguir el dinero? Lo que había ganado en la fábrica —un yuan al día— era tan poco que no había posibilidad de ahorrarlo. Si tenía que reunir dinero, debía pedir un préstamo. Pero ¿a quién? Nadie en el pueblo estaba en posición de prestar nada. Tenía que conseguir el dinero de alguna forma para marcharme a la ciudad igual que Jian Ping, y ése era mi único sueño.
En 1988, un año antes de la masacre de la plaza de Tiananmen, llegó al pueblo la noticia de que Jian Ping había muerto. Desde Zhuhai se podía ver la ciudad de Macao al otro lado del puerto y, al parecer, se había ahogado intentando entrar ilegalmente en el país. Al menos, así lo informaba la persona que había escrito la carta que anunciaba su muerte.
Jian Ping había envuelto su dinero y sus documentos en un fardo y se lo había atado a la cabeza. Esperó a que se pusiera el sol y se dirigió a las afuera de Zhuhai. Luego, con la mirada fija en Macao, empezó a nadar. Era una noche oscura y nadó varios kilómetros con la intención de entrar secretamente en las aguas de Macao. A un japonés esta acción seguramente le parecerá increíblemente imprudente, pero yo puedo entender sus sentimientos tan bien que me duele el corazón.
Zhuhai y Macao están conectadas por tierra. Puedes estar en las calles de Zhuhai y ver Macao. A tiro de piedra, se extiende otro país frente a tus ojos, poblado por la misma raza de hombres. Y hay casinos. Macao tiene casinos. Y dinero, y donde hay dinero, uno puede hacer cualquier cosa e ir a cualquier parte. En Macao las personas disfrutan de todo tipo de libertades, de todas las libertades que existen. Pero esa libertad, nos contaban, estaba protegida por patrullas fronterizas y rodeada por una valla de alambre electrificada. ¿Acaso existe un lugar más cruel en la tierra?
Nos decían que si te cogían intentando cruzar la frontera ilegalmente, te enviaban a la cárcel, donde las condiciones eran terribles. Te metían en una celda diminuta donde los chinches tenían el tamaño de animales y se arrastraban por todas partes, y donde estabas obligado a pelear con los demás presos para disfrutar del lujo de usar una jarra con mierda incrustada.
Pero en el agua no había vallas altas. Las olas surcan el mar libremente. Decidí que también trataría de nadar hacia la libertad. Nadaría hasta Macao, quizá hasta Hong Kong.
En China, el destino de una persona está determinado por el lugar donde ha nacido; es un hecho irrebatible. Jian Ping estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de alterar su destino predeterminado. Cuando me contaron lo que había pasado, mis ideas sufrieron un cambio. Estaba decidido a tomar el lugar de Jian Ping e intentar cruzar el océano para llegar a un país libre donde pudiera ganar tanto dinero como quisiera.
A finales de ese año, mi familia empezó a negociar una proposición de matrimonio para mi hermana pequeña, Mei-kun. Era una buena proposición para una familia como la nuestra, teniendo en cuenta que carecíamos de ingresos. Aunque el pretendiente era un hombre de nuestro pueblo y provenía de una familia adinerada, había una diferencia de edad importante entre ambos: Mei-kun acababa de cumplir diecinueve y el pretendiente ya tenía treinta y ocho. Era bajo y feo, así que no era un misterio por qué todavía seguía soltero.
—Vas a aceptar la proposición, ¿verdad? —le pregunté a mi hermana—. Podrás vivir una vida mejor que la que has llevado hasta ahora.
Mei-kun bajó la vista y negó con la cabeza.
—Me niego por completo. Desprecio a ese mono enclenque, aunque tenga más dinero que nosotros. ¡Es tan bajo que hasta yo lo miraría por encima del hombro! No me casaré con él. Acepto arar los campos, pero eso es todo. No quiero envejecer prematuramente como mi hermana.
Observé a mi hermana pequeña. Lo que decía no era descabellado. Nuestra hermana mayor —tenía seis años más que yo— se había casado con un hombre de una familia que no era mucho mejor que la nuestra, y tuvo un hijo tras otro hasta consumirse y parecer una vieja. Pero Mei-kun… Ella era una jovencita adorable y atractiva, era la niña de mis ojos. Tenía las mejillas redondeadas y la nariz fina, los brazos y las piernas largos y esbeltos, y se movía con mucha gracia. Sichuan es conocida por sus mujeres hermosas. Decían que una chica de Sichuan podía ir a cualquier ciudad del mundo y la recibirían con los brazos abiertos. Mi hermana pequeña había heredado la sangre aventurera del abuelo. Era más guapa que cualquier chica de los alrededores, y también obstinada.
—Si tuviera un pretendiente como tú, me casaría —prosiguió con entusiasmo—. He visto a los actores en la televisión que tiene la familia de Jian Ping, y no creo que ninguno te llegue a la suela del zapato.
Me avergüenza parecer vanidoso, pero he de admitir que en mi pueblo pensaban que yo era un hombre guapo. Claro que era un pueblo pequeño. Si hubiera estado en una gran ciudad, seguro que habría habido varios hombres mucho más atractivos que yo. Aun así, el cumplido de mi hermana me dio confianza. Y después de llegar a Japón, la gente me decía a menudo que me parecía al actor Takashi Kashiwabara. Mei-kun me miró a los ojos y dijo:
—Deberíamos salir en la tele, tú y yo. Los dos somos guapos y en absoluto ordinarios. Seguro que haríamos un montón de dinero actuando en películas. Pero, claro, mientras nos quedemos en un pueblo como éste nunca tendremos la oportunidad de hacerlo. Preferiría morir antes que quedarme aquí. Vayámonos juntos a Guangzhou. En serio. ¿Qué me dices?
Mi hermana miró la cueva donde vivíamos, nuestro hogar oscuro, frío y húmedo. Afuera oíamos a nuestra madre y a An-ji hablando con pesimismo sobre cuándo sembrar el mijo. Yo no podía más. Ya estaba harto de aquel lugar. Mientras escuchaba la voz de An-ji, supuse que mi hermana pensaba lo mismo. Me cogió la mano.
—Salgamos de aquí. Vayamos a vivir a una casa de cemento, los dos juntos. Una casa con cañerías para que no tengamos que salir a buscar agua, una casa con instalación eléctrica, una casa cálida y limpia en la que haya un retrete y una bañera. Podríamos comprar una televisión y una nevera, y también una lavadora. ¡Sería tan fantástico vivir en una casa así contigo!
Habíamos instalado luz en la cueva unos dos años antes. Yo había robado algunos cables y los había conectado al poste eléctrico más cercano.
—Yo también quiero marcharme, créeme. Pero tendremos que ahorrar dinero. Ahora mismo estoy sin blanca.
Mi hermana me miraba como si yo fuera un idiota.
—¿Qué me estás contando? ¡Cuando hayas ahorrado el dinero yo ya seré vieja! Y si esperamos, según me han dicho, las tarifas del tren subirán.
Yo también había oído ese rumor. Decían que las tarifas del tren serían más altas después del Año Nuevo Lunar. Esas noticias me urgían a marcharme cuanto antes, sobre todo antes de que subieran los precios. Pero ¿dónde iba a encontrar el dinero para el viaje? Fue entonces cuando Mei-kun murmuró:
—Si accedo a casarme con ese hombre, tendrá que traerme un dinero en concepto de esponsales, ¿verdad? ¿Por qué no utilizamos eso?
Lo que proponía mi hermana era absurdo, pero no se nos ocurría ninguna otra forma de salir del pueblo. Aunque renuente, accedí a que nos fugáramos con el dinero.
Cuando el pretendiente de Mei-kun supo que ella había accedido a casarse, no cabía en sí de alegría. Trajo el dinero que había estado ahorrando durante varias décadas. En total, quinientos yuanes, más de lo que toda mi familia podía reunir en un año. Mi padre estaba encantado y guardó el dinero en un cofre, y allí seguía cuando mi hermana y yo lo robamos. Huimos del pueblo el día después de Año Nuevo según el calendario lunar. Con cuidado de que no nos vieran, fuimos corriendo a la parada del autobús que estaba a las afueras del pueblo, justo antes del amanecer, con la intención de coger el primero de la mañana.
Aunque era muy pronto, el autobús ya estaba lleno. Muchos otros habían oído la misma historia que nosotros sobre la subida de los precios del tren, y todos querían llegar a las ciudades antes del aumento de tarifas. Mi hermana y yo nos embutimos en el autobús con nuestros pesados fardos. Íbamos a tener que viajar de pie durante todo el camino, un trayecto que iba a durar más de dos días. «Ya estamos en camino —le dije a mi hermana—, aguanta un poco más y pronto llegaremos a Guangzhou, nuestro sueño cumplido.» Sonreí.
Cuando el autobús llegó por fin a la última parada, en una solitaria estación del campo, empezó a caer una lluvia mezclada con nieve. Agotado, miré afuera con la esperanza de encontrar un lugar donde resguardarnos de la lluvia, pero lo que vi me resultó tan chocante que agarré el brazo de mi hermana con fuerza.