Mokku era la presidenta del equipo de animadoras. Y, como tal, de hecho, era también la guardaespaldas de Yuriko. La seguía allí adonde fuera, protegiéndola de los admiradores y de aquellas chicas que codiciaban su posición y la envidiaban. Yuriko era como la mascota del equipo. Bueno, de eso se trataba, ¿no? No se podía esperar que una cabeza hueca incapaz de coordinar como Yuriko pudiera dominar los difíciles movimientos de las actuaciones de las animadoras. Todo cuanto le pedían era que hiciera acto de presencia, como una especie de anuncio publicitario que demostrara al mundo que las animadoras del Instituto Q habían mejorado sus estándares de belleza.
Cuando la escultural Yuriko se paseaba por el patio junto a Mokku, su presencia era tan llamativa que nadie podía quitarle los ojos de encima. Lo que a mí me impresionaba, en cambio, era su presunción. Caminaba un poco por delante de Mokku, con una expresión impasible, como si fuera una especie de reina. Mokku, por su parte, iba detrás como una sirvienta. Y luego venía Kazue, jadeando para poder acecharlas entre resuellos. Sin duda era una estampa peculiar.
A veces advertía que, nada más acabar el almuerzo, Kazue corría al baño para vomitar. He dicho almuerzo, pero en realidad no era tanto: una bola de arroz diminuta y un tomate o una fruta. A menudo se traía una especie de galleta barata hecha de harina de soja pero, tan pronto como se la zampaba, le carcomía el remordimiento y se iba al retrete a devolver. Todas en la clase sabían qué era lo que hacía, así que siempre que empezaba a rebuscar en su bolsa de galletas las demás se daban golpecitos con el codo y se reían con disimulo y complicidad. Sí, Kazue tenía un desorden alimentario. Claro que por entonces no sabíamos que eso fuera una enfermedad. Sólo nos molestaba su dieta desequilibrada y su costumbre de vomitar después de comer.
Me enteré de que su reputación en el equipo de patinaje sobre hielo era pésima. No importaba cuántos requerimientos le hicieran llegar: nunca pagaba las cuotas de la pista. Llevaba el uniforme de competición incluso en los entrenamientos, y vagabundeaba por la pista como si estuviera en Babia. Parecía sólo una cuestión de tiempo que la echaran del equipo pero, sorprendentemente, eso nunca ocurrió. Y la razón era que utilizaban a Kazue para que les prestara sus apuntes. A las chicas del club se los dejaba gratis, mientras que a las compañeras de clase les cobraba: cien yenes por los apuntes de un día. Por entonces, estaba terriblemente obsesionada con el dinero. La mayoría de las compañeras opinaban de ella que era una tacaña.
Al final del primer año, Kazue había cambiado por completo. Al principio había intentado mezclarse con las alumnas ricas del Instituto Q para Chicas, pero en invierno cambió repentinamente. En la facultad, alguien me dijo que el cambio en su vida vino luego, cuando murió su padre pero, en mi opinión, Kazue ya había empezado a experimentar una transformación en su aspecto cuando comenzamos el segundo año de bachillerato.
También noté que había empezado a someter a los profesores a una letanía interminable de preguntas durante las clases. Pronto los profesores se irritaron. «Vale, pasemos a otra pregunta», decían mirando su reloj, y Kazue se quejaba con voz sollozante: «Pero, profesor, todavía no lo entiendo.» Aunque todas las demás alumnas levantaran la mirada al techo con fastidio, a ella no le importaba. No creo que Kazue jamás prestara atención a las reacciones que suscitaba a su alrededor. Poco a poco perdió la conciencia de la realidad que vivía. Cuando el profesor hacía una pregunta de la que ella sabía la respuesta, era la primera en levantar la mano con una mirada triunfante. Y al escribir la respuesta a las preguntas, tapaba el papel con la mano, igual que si estuviera de nuevo en primaria y compitiera con las demás alumnas. Ah, sin duda era una chica tan rara que nadie quería tener nada que ver con ella.
No obstante, yo pasaba algunos ratos en su compañía. Lo entendéis, ¿verdad? Kazue estaba atada a una relación imposible y, por tanto, frustrante. Por supuesto, me refiero a lo de Takashi Kijima. Mi intención era hacer que su amor por Kijima se inflara como un globo y, siguiendo mi consejo, le había escrito varias cartas. Siempre me las enseñaba a mí primero, yo las corregía y luego se las devolvía. Después, Kazue las reescribía una y otra vez, sin estar nunca convencida de que fueran lo bastante buenas para enviarlas. ¿Os gustaría verlas? Os las voy a mostrar. ¿Os preguntáis por qué las tengo? Pues porque las copiaba en mi libreta antes de devolvérselas.
Por favor, disculpa la informalidad de esta carta. Sé que debe de parecerte extraño que te escriba así de repente. Por favor, discúlpame.
Si me lo permites, me gustaría empezar con una introducción sobre quién soy. Me llamo Kazue Sato y estoy en el grupo B del primer año de bachillerato. Mi propósito es llegar a la Facultad de Economía y analizar los problemas financieros. Por esta razón, me dedico a estudiar todos los días y, si me permites decirlo, soy una alumna muy aplicada. Pertenezco al club de patinaje sobre hielo, pero aún estoy muy verde para competir (aunque en la pista me quedo más bien blanca). Aun así, practico con todas mis fuerzas con la esperanza de poder competir algún día. Me caigo a menudo, de modo que, cuando acaba el entrenamiento, estoy cubierta de morados. Las veteranas del equipo me dicen que es normal, así que sigo muy entusiasmada con los entrenamientos.
Mis aficiones son los trabajos manuales y escribir un diario, que llevo desde el primer curso y en el que no he dejado de escribir ni un solo día. Si no lo hago, me afecta tanto que ni siquiera puedo dormir. Me han dicho que tú no formas parte de ningún club, Takashi. ¿Cuáles son tus aficiones?
Doy clase de biología con tu padre, el profesor Kijima. Es un maestro muy bueno. Es capaz de explicar las cosas más complicadas con un lenguaje muy sencillo. Siento un gran respeto por su dominio de la clase y por su carácter noble. En el Instituto Q hay tantos profesores excepcionales que me siento muy agradecida de que me hayan aceptado. He oído que tú te has educado en el sistema Q desde que eras muy pequeño, puesto que el profesor Kijima es tu padre. Eres tan afortunado.
Me avergüenza un poco, pero he de confesarte algo. Aunque vaya un curso por delante, me he enamorado de ti. No tengo hermanos, sólo una hermana pequeña, así que no sé muchas cosas de los hombres. Si te parece bien, ¿podrías contestarme? Sueño con el día en que lo hagas. Hasta entonces, por favor, acepta esta carta. Y suerte con los exámenes trimestrales.
KAZUE SATO
Ésta fue la primera carta que le envió. Cuando vi la segunda, rompí a reír sin poder evitarlo al leer el poema «El sendero donde florecen las violetas». Cuando me lo enseñó, me dijo que quería que lo interpretase el cantautor Banban Hirofumi.
El sendero donde florecen las violetas
Una violeta silvestre a mis pies,
en el sendero por el que has caminado.
Al coger esta flor rasgada
sé que has pasado por aquí.
Violeta silvestre, que floreces en el sendero
y llegas al cielo, donde se desborda tu corazón.
Miro a la lejanía y, mientras lloro,
te encuentro de camino a casa.
Violeta silvestre, no puedo ver,
no puedo buscar tu amor.
Desconcertada, temerosa,
en el sendero de la montaña veo abajo el precipicio.
Una vez Kazue me enseñó un
haiku
o algo parecido de Toshizo Hijikata, el famoso guerrero que intentó desbaratar la restauración de los Meiji en el siglo XIX. Creo que decía algo así: «Saber es perderse; no saber es no perderse… por el sendero del amor.» Kazue lo escribió en una hoja de papel con el comentario: «Así es exactamente como me siento.» Dobló la hoja en cuatro y la metió en un sobre. Puede que Kazue llevara adelante sus estudios con éxito pero, en lo que respecta al amor, no sólo era inmadura, sino también extremadamente anticuada.
—Oye, ¿qué te parece la carta? ¿Crees que debería enviársela? —preguntó Kazue al mostrarme lo que había escrito.
Yo me sentía aterrorizada y eufórica al mismo tiempo. Había pasado una semana desde su primera carta. Le aconsejé que también enviara la segunda a casa de Kijima, como la primera. ¿Por qué estaba aterrorizada, preguntáis? Porque sabía que las personas enamoradas son capaces de comportarse de una forma estúpida. ¿No creéis vosotros también que es espantoso? Kazue había expuesto su falta de cordura y de talento sin el menor reparo, y se había desnudado ante Kijima sin considerar siquiera las consecuencias.
Por supuesto, él no respondió. En circunstancias normales, una chica se lo habría tomado como una prueba de que no estaba interesada en ella, pero Kazue sólo se sintió confundida.
—¿Por qué no habrá respondido? ¿Crees que tal vez no ha recibido mis cartas?
Sus ojos, con los ridículos párpados dobles, gentileza de Elizabeth Eyelids, se abrieron como platos. Le brillaban las pupilas, y su cuerpo, era incluso más delgado que antes, emanaba un aura peculiar: se la veía resplandeciente. Era como un ser desbordado. ¿Así que alguien tan fea como ella también podía enamorarse? Me ponía tan nerviosa que no podía soportar mirarla a los ojos. Pero allí estaba, tirándome del brazo y suplicándome:
—Oye, ¿qué te parece? ¿Qué? ¿Qué crees que debería hacer?
—¿Por qué no llamas a Takashi y se lo preguntas directamente?
—¡No puedo hacer algo así!
Kazue empalideció y dio un paso atrás.
—Entonces llévale un regalo de Navidad y pregúntaselo cuando se lo des.
Cuando oyó mi sugerencia, se le iluminó el rostro.
—¡Tejeré una bufanda para él!
—¡Es una idea genial! A los chicos les encantan las cosas hechas a mano.
Eché un vistazo a la clase. Era noviembre y se oía el tintineo de varias chicas tejiendo mientras hacían jerséis o bufandas para sus novios.
—¡Gracias, eso haré!
Al tener un nuevo propósito, Kazue se serenó y recobró la confianza. Se estaba infundiendo ánimos, estoy segura de que eso era lo que hacía. En ese momento me recordó a un hombre. Lo habéis adivinado: a su padre. El día que murió mi madre, cuando el padre de Kazue me dijo que no me relacionara con ella, lo dijo con el mismo aire altivo.
Se acercaba Navidad, y la bufanda que Kazue estaba tejiendo para Takashi ya casi tenía un metro. Era horrenda: rayas negras y amarillas que me recordaban al cuerpo de una abeja. Me imaginé a Kijima con la bufanda alrededor del cuello y me costó más que de costumbre reprimir la risa.
Una tarde de invierno, ya casi de noche, llamé a casa de Takashi. Su padre tenía una reunión de profesores, así que sabía que no estaría en casa. El propio Takashi respondió al teléfono, con una voz inesperadamente fresca y clara. No había duda: era una persona diferente en el colegio y en casa. Me puso la carne de gallina.
—¿Hola? Residencia de los Kijima.
—Soy la hermana mayor de Yuriko. ¿Está Takashi?
—Sí. Así que eres la hermana que no se parece en nada a Yuriko. ¿Qué quieres?
Kijima había abandonado rápidamente el tono agradable con el que había contestado y lo bajó una octava.
—Gracias por todo lo que has hecho por Yuriko —le dije como una mera formalidad—. A decir verdad, he de pedirte un favor.
Podía notar cómo Takashi adoptaba una actitud de cautela. Pensé en sus ojos esquivos y empecé a marearme. Como deseaba colgar cuanto antes, fui directa al grano.
—Es difícil hablar de esto por teléfono, pero sé que no querrás que nos veamos, así que no me andaré con rodeos. Has recibido las cartas de mi compañera de clase Kazue Sato, ¿verdad? —Sentí cómo Takashi contenía la respiración—. Kazue quiere saber si se las puedes devolver. Le avergüenza tanto que casi no puede soportarlo.
—¿Por qué no me lo pide ella misma?
—Se echó a llorar cuando se lo sugerí, y me dijo que no era capaz de reunir las fuerzas necesarias para llamarte.
—¿Se echó a llorar?
Takashi se quedó en silencio de repente. Yo no esperaba eso. De pronto me sentí incómoda. ¿Qué iba a hacer si las cosas no salían como había planeado?
—Kazue se arrepiente profundamente de habértelas enviado —aclaré.
Él permaneció callado un momento más y al cabo respondió:
—¿De verdad? Pues debo decir que me impresionaron. Pensé que el poema era muy bonito.
—¿Qué parte te gustó?
—El principio sobre todo.
—¡No me lo puedo creer! —exclamé involuntariamente.
Era demasiado vil para soportarlo. Era imposible que a Takashi le hubiera gustado aquel poema patético. Pero él respondió despreocupado.
—En serio. Pero lo cierto es que Yuriko y yo nos dedicamos a algo que tiene muy poco que ver con la pureza.
—¿De qué estás hablando?
Mi radar hizo un zum repentino en la pasión secreta que estaba naciendo entre Yuriko y Takashi. Podía oler que se estaba cociendo algo diabólico. Me olvidé de todo el asunto de Kazue y empecé a pensar a qué se refería Takashi. Pero él me interrumpió al instante hablando atropelladamente.
—Bueno, no importa, ¿no? Mis negocios con Yuriko no te incumben.
—¿Negocios? ¿A qué os dedicáis vosotros dos? Deberías decírmelo, al fin y al cabo, soy la hermana mayor de Yuriko.
Me preparé para oír la respuesta de Takashi. Estaban haciendo algo para ganar dinero. Y, fuera lo que fuese, tenía «muy poco que ver con la pureza». Recordé de repente que la última vez que había visto a Yuriko lucía una cadena de oro colgada del cuello. Bajo la blusa del uniforme podía entreverse un sujetador de encaje, y llevaba unos zapatos sin cordones con un lazo verde y rojo. Eran de Gucci, estaba segura. Y yo sabía que su asignación no era muy elevada. ¿Cómo podía permitirse comprarse ropa que se ajustaba tan bien al ambiente del colegio? No, más que ajustarse, Yuriko sobresalía en lo que respecta a la moda. Me moría de curiosidad. Aparté el auricular de mi oreja y pensé en alguna forma de descubrir su secreto. Supongo que me quedé en silencio durante mucho rato, porque oí a Takashi gritar insidiosamente:
—¿Hola? ¿Todavía estás ahí? ¿Hola? ¿Qué pasa?
—Ah, perdona. Dime, ¿qué negocio os lleváis entre manos?
—Olvídalo. ¿Qué quieres que haga con las cartas de Sato?
Takashi había cambiado de tema. No me quedaba más remedio que buscar la respuesta a mi pregunta por otro lado. Resignada, volví al asunto que nos ocupaba.