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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Grotesco (30 page)

—¿De qué habéis hablado la madre de Mitsuru y tú?

—Ya te lo he dicho: no había tiempo para tener una conversación de verdad, por el amor de Dios.

—Pero has ido a comer anguila a alguna parte.

—Es cierto. Me ha dicho que podía escaparse un momento y me ha pedido que la acompañara. Hemos ido a un lugar caro al otro lado del río. Yo estaba un poco nervioso porque nunca había estado en un restaurante tan selecto. También he probado el caldo de hígado, por primera vez. Está bastante bien. Le he dicho que ojalá tú pudieras probarlo, que era una pena que tuvieses que quedarte en casa sola, así que ella ha pedido esto para que te lo trajera. Ha dicho que es muy triste que hayas perdido a tu madre, y que eras muy valiente por cómo te las estabas arreglando sola. Es una mujer muy agradable.

¿Por qué —me pregunté— aquella mujer le hablaba al abuelo como si fuera una especie de doncella celestial? Incluso Mitsuru la criticaba, ¡a su propia madre!

Cuando me acordé de aquella mañana en el coche sentí que el pecho se me llenaba de ira, una ira repentina contra la madre de Mitsuru que amenazaba con explotar.

—¿Así que la anguila ha sido un regalo?

—Exacto.

Cuando el abuelo intentó ignorarme, no se lo permití.

—¿Y si le digo a la madre de Mitsuru que has estado en la cárcel? Seguro que se sorprendería, ¿no?

El abuelo se quitó la chaqueta del traje sin decir nada. Frunció el entrecejo. Deseaba decir cualquier cosa que lo disgustara, básicamente porque quería que todo siguiera igual, nosotros dos viviendo felices entre los bonsáis. Y allí estaba él, arriesgándose a echarlo todo a perder por entrar en el repugnante reino del amor…, igual que Yuriko. ¡Traidor!

—Yo mismo se lo diré —repuso dejando escapar un sonoro suspiro.

Justo entonces resbaló, tropezó con el pantalón y trastabilló un poco antes de recuperar el equilibrio. Sin las «botas secretas», los pantalones le quedaban demasiado largos, y los arrastraba como si fuera el dobladillo del vestido de un samurái. No pude evitar echarme a reír. Primero Kazue con sus párpados falsos y ahora eso. ¡Las personas más estúpidas se dejaban engatusar por el amor! Me sentía tan llena de odio e irritación que pensaba que iba a volverme loca.

—Abuelo, ¿es una mujer genial?

Él, sorprendido, se volvió para mirarme. Frustrada, se lo pregunté de nuevo, con la ira en mi voz cada vez más patente.

—La madre de Mitsuru. Te pregunto si es genial.

—Ah, eso. Sí, totalmente.

La decepción me torturaba. ¿Cómo podía decir ahora mi abuelo, que había pasado sus días cuidando de los bonsáis y mascullando palabras como «loco» e «inspiración», que una mujer desaliñada de mediana edad era genial? ¿Qué estaba pasando? Hacía poco que el abuelo había dicho que Yuriko era demasiado hermosa para ser genial; el cambio era demasiado brusco. Empecé a sentir que el amor por mi abuelo se resquebrajaba, y le espeté con brusquedad:

—Perfecto, entonces hay algo de lo que quiero hablarte.

Él colgó la chaqueta con delicadeza en una percha y me miró.

—¿De qué se trata?

—¿Quién es mi padre? ¿Dónde está?

—¿Quién es tu padre? ¿Lo dices en serio? Ya sabes que es ese suizo bastardo. —El abuelo retiró el cinturón de los pantalones de mal humor—. ¿Quién, si no?

—Eso es mentira. Ese hombre no es mi padre.

—¿Tenemos que hablar de esto ahora? —El abuelo se quitó los pantalones y se sentó en el tatami, como si se hubiera quedado sin fuerzas de repente—. ¿Estás de broma? Tu madre es mi hija. Tu padre es ese suizo. Yo me opuse a la boda pero ella no quiso escucharme y se casó de todos modos. Así que, como ves, estás equivocada.

—Pero no me parezco a ninguno de ellos, ni a nadie.

—Parecido… ¿De eso se trata? Ya te lo he dicho, los miembros de mi familia no se parecen entre sí.

El abuelo me miró perplejo, como si no entendiera muy bien por qué estaba tan afectada. Me sentía decepcionada, tan consternada que tenía ganas de arrojar el asqueroso paquete de comida al suelo. Antes de poder seguir ese impulso, tuve un pensamiento aterrador: ¿y si mi madre había muerto sin contarle a nadie el secreto?

—Comprueba el registro familiar. Tiene que estar todo apuntado allí —dijo el abuelo mientras se quitaba la corbata y se esforzaba en alisar las arrugas con las manos.

Pero yo sabía que eso no iba a servir de nada. Mi padre era un hombre blanco, guapo e inteligente, quizá francés o inglés. Debía de haber abandonado a mi madre para seguir su camino. Quizá ya estuviera muerto y, si así era, nunca podría contactar con él. O quizá estuviera esperando a que creciera para poder contactar conmigo.

Siempre había vivido con esa extraña sensación de distancia respecto a mi padre, una distancia insalvable. Todo cuanto se podía decir de nuestra relación era que nunca nos habíamos llevado bien. Cuando mi padre hablaba con Yuriko, su voz siempre sonaba natural, pero cuando tenía que tratar conmigo lo hacía en un tono tenso. Yo lo notaba de inmediato por las líneas que se le formaban en la comisura de los labios. Siempre que estábamos los dos solos, no teníamos de qué hablar, y era evidente que él se esforzaba en buscar algo que decir.

A veces, cuando volvía del trabajo, me atosigaba con preguntas. Siempre que eso ocurría él estaba de mal humor, y se suponía que yo debía ir con pies de plomo. Pero, por el contrario, se apoderaba de mí un impulso de rebelión que me empujaba a empezar una discusión.

Cuando mis padres se peleaban era insoportable, pero Yuriko se sentaba a mirar la tele con indiferencia, no parecía importarle lo más mínimo. En cambio, cuando nos peleábamos mi padre y yo, ella se iba en silencio de la habitación. ¿De verdad era tan obtusa? ¿O acaso no podía soportar ver cómo mi padre y yo discutíamos?

Las peleas de mis padres casi siempre giraban en torno a los gastos de la casa. En nuestra familia, quien se ocupaba del dinero era mi padre. Mi madre le pedía lo necesario para ir al mercado y comprar comida para la cena. Como ya he dicho antes, él era un tacaño, y solía revisar cada detalle con mucho más empeño del que es posible imaginar:

—Ayer ya compraste espinacas. No hay por qué comprar más.

Mi madre intentaba defenderse inútilmente:

—¿Sabes cuántas espinacas te quedan una vez las has hervido?

Cogía un manojo imaginario de espinacas y se lo ponía sobre la palma. Mi padre ponía entonces el manojo imaginario en su palma para demostrarle cómo se expandía.

—Pues está claro que no tienes ni idea de cocinar —sentenciaba ella—. No sabes de qué estás hablando: las espinacas menguan. Si divides esto entre cuatro personas, en un día se habrá acabado. Por eso necesitas comprar para dos días. Si hierves las espinacas y haces con ellas una ensalada fría, se terminan en un santiamén. Si las mezclas con zanahorias cortadas y las sofríes con carne, entonces estaría bien, pero eso no es lo que nosotros comemos. No tienes ni idea de lo que me he esforzado para adaptarme a la comida que quieres que prepare en esta casa.

Y así seguían y seguían, inútilmente.

Mi padre daba por supuesto que cualquier cosa que él hiciera estaba bien, y se enfurecía con cualquiera que lo pusiera en duda. Junto con Yuriko, eran las dos personas que yo más odiaba. En definitiva, había tenido una infancia muy solitaria y había crecido detestando a toda mi familia. Realmente patético, ¿no os parece? Por eso pensaba que era raro el hecho de que Kazue Sato fuera capaz de aceptar los valores de su padre de manera tan incondicional. Simplemente, no podía entender que alguien pudiera ser tan niña de papá, y eso me hacía despreciarla todavía más.

Mi relación con mi padre era tal y como la describo. Y nunca he amado a un hombre ni he mantenido relaciones sexuales. No soy una ninfómana como Yuriko.

No se me ocurre ninguna criatura más repugnante que un hombre, con esos músculos tan duros y la piel sudorosa, cubierto de pelo y con las rodillas huesudas. Odio a los hombres con voz grave cuyo cuerpo huele a grasa animal, hombres que actúan como matones y jamás se peinan. Ah, sí, no acabaría nunca de decir cosas desagradables sobre los hombres. Me siento afortunada por tener un empleo en la oficina del distrito y no verme obligada a ir a trabajar todos los días en uno de esos trenes abarrotados. No creo que pudiera permanecer en un vagón rodeada de trabajadores apestosos.

Pero, por otro lado, tampoco soy lesbiana. Nunca haría nada tan asqueroso. Es verdad que me enamoré un poco de Mitsuru cuando estábamos en el instituto, pero era algo más parecido a un respeto apasionado, que además fue pasajero. Cuando veía a Mitsuru afilar su intelecto como si fuera un arma, sentía una especie de admiración por ella. Pero luego sucedió algo que nos obligó a separarnos.

Habían pasado varias semanas desde que mi abuelo empezó a frecuentar el Blue River. Conseguía el dinero para sus breves aventuras de la venta de los bonsáis, y cuando yo miraba la galería, cada vez más vacía, me entristecía hasta el límite de la desesperación. Fue entonces cuando ocurrió, un día que me sentía completamente desolada.

Acababa de terminar mi clase de arte, en la que yo había escogido caligrafía. El profesor nos dijo que escribiéramos la palabra que quisiéramos, así que estampé la palabra «inspiración» con un trazo rápido. Al volver al aula, Mitsuru, que venía de la clase de música, me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Yo estaba de un humor de perros porque me había manchado la blusa de tinta, y el tono optimista de Mitsuru me irritó aún más. Ella había estado estudiando mucho para los exámenes de mitad del trimestre, y tenía los ojos rojos por la falta de sueño.

—Debo decirte algo. ¿Es un buen momento?

Observé las venas rojas que dibujaban unas formas irregulares en el blanco de sus ojos y asentí.

—Mi madre quiere cenar contigo, con tu abuelo y conmigo. Los cuatro juntos. ¿Qué te parece?

—¿Por qué? —dije fingiendo ignorancia.

Mitsuru tamborileó los dedos contra los dientes y ladeó la cabeza.

—Pues porque, por lo visto, a mi madre le apetece conocerte más. Vives cerca, así que me ha dicho que alguna vez le gustaría tener una charla agradable y relajada contigo. Si te parece bien, podemos cenar en mi casa, o salir a comer algo. Invitamos nosotras.

—¿Por qué tenemos que ir tú y yo? ¿No es más lógico que salgan ellos solos?

Mitsuru detestaba lo irracional. Advertí un leve parpadeo en sus ojos como si se estuviera esforzando para resolver un acertijo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Deberías preguntárselo a tu madre. No me corresponde a mí explicártelo.

Ésa fue la primera vez que vi a Mitsuru enfadada. Enrojeció repentinamente y tuve la impresión de que sus ojos disparaban cuchillas.

—No tienes por qué ser grosera. Si tienes algo que decir, dilo. No me gustan las adivinanzas.

Al percibir un sollozo en la voz, supe que había herido sus sentimientos. Mitsuru era muy susceptible cuando se trataba de su madre, pero yo tenía que decirle lo que opinaba.

—De acuerdo. Mi abuelo está locamente enamorado de tu madre. Por sí mismo, no tiene nada de malo, y de hecho no es asunto mío, pero no quiero verme involucrada. Me niego a ser una especie de títere en su jueguecito de amor.

—¿Adónde quieres ir a parar?

La tez de Mitsuru había pasado del rojo al blanco, y cada vez empalidecía más.

—Ya sabes que mi abuelo es cliente habitual del bar de tu madre. Dado que no tiene dinero, ha vendido todos sus bonsáis. Sé que no es asunto mío, pero ¿por qué tu madre quiere tener una relación con mi abuelo? Me parece raro. Es decir, mi abuelo tiene casi sesenta y siete años, y tu madre no llega a los cincuenta, ¿no es así? Claro que la edad no importa cuando dos personas se enamoran, pero de verdad que me molesta mucho cuando el deseo lo echa todo a perder. Quizá sea culpa de mi hermana…, pero es que incluso tú has cambiado últimamente. Y ahora mi abuelo se comporta de forma extraña. Desde que ha vuelto a aparecer Yuriko, tengo la impresión de que todo se desmorona, y no puedo soportarlo. ¿Entiendes?

—No, no te entiendo —repuso ella con clama. Luego negó con la cabeza lentamente—. Lo que dices no tiene sentido, pero hay algo que sí entiendo: no vas a permitir que tu abuelo pase más tiempo con mi madre.

No era cuestión de permitirlo o no; era incluso peor. Era sólo que odiaba a las personas enamoradas porque las personas enamoradas me traicionaban. Me quedé en silencio, sin responder, y Mitsuru prosiguió:

—Eres muy inmadura. A mí no me importa lo que haga mi madre. Pero tú das a entender que mi madre se comporta de manera despreciable, y no soporto escuchar otra palabra más de ti. Nunca más volveré a hablarte ni pasaré más tiempo contigo. ¿Satisfecha?

—Supongo que no me queda elección —respondí encogiéndome de hombros.

Durante medio año no tuve ningún tipo de contacto con Mitsuru.

3

B
ueno, creo que deberíamos volver a hablar de Kazue Sato, ¿no os parece? ¿Cómo? Sí, entiendo muy bien que no queráis oír nada más sobre la repugnante historia de amor entre mi abuelo y la madre de Mitsuru pero, en realidad, hubo una secuela interesante. Veréis, Mitsuru superó el examen de ingreso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio, tal y como se proponía. Esto lo sé porque se puso en contacto conmigo después de que yo me hube matriculado en el Departamento de Lengua Alemana de la Universidad Q. Al mismo tiempo, surgieron una serie de problemas. No tienen una relación directa con las historias de Yuriko o Kazue, pero de todos modos quiero hablar de ellos.

¿Cuándo empezó Kazue Sato a comportarse de una forma tan estrafalaria? Seguramente, en el segundo año de bachillerato. Yuriko estaba en el primer año, y oí rumores de que Kazue había empezado a seguirla por todas partes. Por decirlo a las claras, supongo que la acosaba. Era terrible. Kazue curioseaba en su aula; en la clase de gimnasia la espiaba. Si Yuriko iba a un partido con las animadoras, allí estaba Kazue. Era como un perro detrás de su dueño. Con toda probabilidad, debía de haber husmeado también en casa de los Johnson. Y siempre que se encontraba a Yuriko, la seguía con la mirada, observándola como si estuviera hechizada. ¿Cuál era el motivo de que la acosara? Ni siquiera yo lo sabía.

Allí donde iba Yuriko, había alboroto. Una vez que Kijima hijo pasó de curso y fue al Instituto Q para Chicos, que estaba en la otra punta de la ciudad, Mokku, la hija del presidente de una empresa dedicada a la fabricación de salsa de soja, ocupó el lugar de Kijima y la acompañaba a todas partes como si fuera su sombra.

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