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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios

 

¡Un convertidor atómico ha hecho explosión!

Los operarios de la gigantesca planta atómica de Kimberly sabían lo que eso significaba, pero no les quedaba tiempo para reflexionar.

Los procesos ultramodernos que acababan de ponerse en marcha estaban fuera de control y el único hombre que conocía el medio de neutralizar su mortífero poder de destrucción se hallaba atrapado en el interior, entre un remolino de materiales radiactivos.

Si no era posible frenar la reacción nuclear errónea, la mitad del planeta quedaría arrasada en el plazo de unas horas.

Con esta novela LESTER DEL REY demuestra una vez más lo aciertos de los autores de ciencia ficción en materia de previsión futurista.

Lester del Rey

Nervios

ePUB v1.0

Zacarias
14.07.12

Título original:
Nerves

Lester del Rey, 1956

Traducción: Hernán Sabaté, Juan Salvador

Editor original: Zacarias v1.0

ePub base v2.0

A Frederik Pohl

por su insistencia, persistencia,

asistencia… ¡y existencia!

1

El zumbido discordante del teléfono importunó el sueño del doctor Ferrel. Los esfuerzos de éste para aislarse, hundiendo la cabeza bajo la almohada, no hicieron sino despertarte más ante aquel ruido ingrato. Un poco más allá, oyó a Emma que se agitaba inquieta. A la tenue luz de la madrugada apenas podía distinguir su cuerpo bajo las sábanas.

¡Aquellas no eran horas de despertar a nadie!

Ya en las últimas brumas de sus sueños, fue invadiéndole una sensación de resentimiento. Se levantó y buscó a tientas algo que ponerse. Un hombre que se acerca a los sesenta, con canas y tripa que lo demuestran, debería tener derecho a descansar en paz. Sin embargo, el teléfono seguía insistiendo. Salió de la habitación y, al llegar a la escalera, empezó a temer que dejara de sonar en cualquier momento. Llegar demasiado tarde sería ya el colmo de los males.

Estuvo a punto de caerse por las escaleras antes de llegar al aparato.

—Ferrel al habla.

Al otro lado, la voz parecía una mezcla de alivio y fatiga.

—Soy Palmer, doc. ¿Te he despertado?

—Si te parece, íbamos a empezar a cenar a estas horas —respondió Ferrel en tono cortante. Palmer era el gerente de la planta atómica en la que el doctor trabajaba y, por lo menos nominalmente, era también su jefe —¿Qué sucede? ¿Acaso tu nieto tiene dolor de estómago, o tal vez la planta ha estallado por fin? ¿Qué es eso de llamarme a estas horas? Sea lo que sea, creía que me habías dicho que hoy podía olvidarme por completo del trabajo.

Palmer suspiró casi imperceptiblemente, como si hubiese temido aquella reacción del doctor y se hubiera preparado para ella.

—Ya lo sé. Por eso te llamo. Si has hecho algún plan que no puedas modificar no puedo pedirte que lo hagas, por supuesto. Dios sabe que mereces este descanso, pero…

Dejó aquella frase sin terminar. Ferrel se dio cuenta de que era un cebo. Si demostraba algún interés, habría picado el anzuelo. Calló, y al cabo de unos instantes Palmer volvió a suspirar.

—Muy bien, doctor. Comprendo que no tengo derecho a molestarte. Lo que sucede es que no confío demasiado en el tacto del doctor Blake. De todos modos, intentaré convencerle de que sus chistes no son la mejor manera de enfrentarse con la visita de un grupo de congresistas. Vuelve a la cama. Lamento haberte despertado.

—Espera un momento —atajó Ferrel inmediatamente. Movió la cabeza y pensó en lo bien que le iría en aquel momento una taza de café para aclarar las ideas—. Creía que el comité de investigación no vendría hasta la semana que viene.

Como buen pescador, Palmer le concedió todavía unos segundos antes de tirar del sedal.

—En efecto, pero me han llegado rumores de que han cambiado los planes. Llegarán aquí esta mañana, acompañados de una cohorte de expertos y periodistas. Y con el proyecto de ley presentado en el congreso… En fin, que pases un buen día, doctor.

En su fuero interno, Ferrel soltó un juramento. Sabía que todo lo que tenía que hacer era colgar. Habérselas con el comité era responsabilidad de Palmer; era su central la que se tendría que trasladar a alguna zona desértica si el proyecto de ley era aprobado. El trabajo del doctor tan sólo consistía en ocuparse de la salud y la seguridad de los hombres.

—Tendré que consultarlo con Emma —gruñó por fin—. ¿Dónde estarás dentro de diez minutos? ¿En tu casa?

—No, estoy en la planta.

El doctor miró el reloj. Acababan de dar las seis. Si Palmer se tomaba todo aquello con tanta seriedad… Pero, por otra parte, aquel día era el último de las breves vacaciones que Dick pasaba en casa antes de volver a la facultad de Medicina, y, desde hacía una semana habían estado haciendo planes para salir. Emma había empeñado su corazón en que resultara un día familiar lleno de felicidad.

Un ruido, procedente de lo alto de la escalera, le hizo volver la cabeza. Emma estaba allí, con un albornoz de algodón y unas zapatillas viejas. Con el cabello suelto y sin maquillar parecía una chiquilla que hubiera crecido en una noche sin que todavía alcanzara a comprenderlo. En su rostro no se reflejaba expresión alguna; había aprendido a disimular sus sentimientos en la época en que Ferrel ejercía la medicina general. Sin embargo, la rigidez de los músculos del cuello y la manera en que ceñía el cinturón a su figura, quizás un poco demasiado delgada, revelaban claramente que había escuchado la conversación y que no le había gustado nada.

Desde lo alto de la escalera se encogió de hombros, movió la cabeza y trató de sonreír al tiempo que empezaba a descender los escalones ayudando a su cadera enferma.

—El desayuno aún tardará —dijo con calma—. Trata de dormir un rato. Yo despertaré a Dick y le explicaré la situación.

Y se dirigió a la cocina mientras él volvía al teléfono:

—Bien, Palmer. Iré. ¿Te parece bien a las nueve?

—Gracias, doc. A esa hora irá bien —repuso Palmer.

Emma ya estaba preparando café en la cocina. El doctor se volvió hacia ella y dudó.

Tenía razón: necesitaba un rato más de sueño.

Pero el sueño no iba a venir. La capacidad de adaptación de su juventud había desaparecido hacía tiempo e incluso los hábitos más firmes de su vida adulta parecía que empezaban a fallar. Quizá Jake acertaba con sus bromas y efectivamente se estaba haciendo viejo. Se había descubierto a sí mismo observando la figura firme y musculada de su hijo y le recordaba la suya a la edad del muchacho, tan distinta de la que ahora se reflejaba en el espejo.

La situación en que se encontraba la planta le seguía preocupando. No le había prestado atención a la reacción cada vez mayor de la gente contra las actividades atómicas. Finalmente, se habían visto forzados a reconocer la atmósfera de tensión entre los obreros ocasionada por el repentino aumento del miedo a las plantas atómicas tras tantos años de conformismo.

Ahora se celebraban mitines de protesta y se habían remitido al Congreso una serie de propuestas de ley mal redactadas e imprudentes que pretendían obligar a las plantas atómicas a ubicarse lejos de las zonas habitadas. A pesar de todo, el doctor no les había otorgado más importancia que la de los ruidosos escándalos que de vez en cuando se producían. Sin embargo, si Palmer se lo tomaba todo tan en serio tal vez debería reconocer que se había equivocado. Quizá las cosas habían empezado a ir mal unos meses antes, cuando la crisis de la central atómica de Croton. En realidad, sólo fue un incidente de poca importancia, pero tuvo como resultado la contaminación radiactiva, en un grado muy pequeño, de unos doscientos cincuenta kilómetros cuadrados; parecía no ser culpa de nadie, pero todo ello generó un escándalo que ocupó las páginas de los periódicos durante nueve días y sirvió como blanco de todas las supersticiones y miedos ya enterrados sobre el poder atómico.

Ferrel se levantó por fin y empezó a vestirse, sorprendido del tiempo que ya había transcurrido. El aroma de las galletas calientes llenaba la casa y advirtió que Emma estaba preparando la última comida que iba a hacer toda la familia junta en las únicas vacaciones que su hijo podría conseguir. Pudo oír cómo despertaba a Dick y cómo le explicaba la situación mientras se afeitaba. El muchacho pareció mucho menos disgustado ante el cambio de planes de lo que había dado a entender Emma; parece que los hijos siempre se preocupan menos que los padres en lo referente a estas cosas.

Cuando el doctor bajó, el muchacho ya estaba sentado a la mesa y ojeaba las páginas de la edición de la mañana del Republican de Kimberly. Levantó la mirada y le pasó la mitad del periódico.

—Hola, papá. Lástima lo de hoy. Pero mamá y yo hemos decidido llevarte en mi coche al trabajo para que todavía podamos vernos un ratito más. Me temo que esa chifladura antiatómica se está poniendo seria, ¿eh?

—Palmer está preocupado, eso es todo. Tomar todas las precauciones es parte de su trabajo.

En aquellos momentos, el doctor se sentía más interesado por las galletas y la miel.

Dick agitó la cabeza.

—Mira el editorial —le advirtió.

Ferrel lo buscó, aunque por lo general no se dignaba leer los monótonos editoriales de los periódicos de la cadena Guilden. Vio que iba firmado y escrito como si definiera la línea política del periódico. Trataba del proyecto de ley de traslado de todas las plantas dedicadas a la trasmutación atómica o a la creación de isótopos radiactivos a zonas situadas por lo menos a setenta y cinco kilómetros de cualquier población de más de diez mil habitantes. Aparentemente, se trataba de un estudio objetivo del proyecto, pero situaba en la misma balanza los beneficios que aportaba a la industria y el peligro para la salud de los niños expuestos a fugas radiactivas accidentales. Demostraba, a la luz de la razón, que las plantas atómicas debían permanecer donde estaban, pero desde el punto de vista emotivo argüían todo lo contrario. Y muchos, los más de los lectores, preferirían ajustarse a las emociones antes que a la razón.

En la primera página llamaba la atención la noticia de un mitin público a favor del proyecto de ley. El número de asistentes y la lista de oradores había producido una segunda sorpresa. Antes de constituirse la Compañía de Productos Atómicos National en las cercanías de la ciudad, Kimberly no había sido más que una pequeña población como tantas otras de Missouri. Ahora, el número de habitantes ascendía a cerca de cien mil, y su bienestar dependía casi por completo de la National; existían otras industrias, pero no eran sino empresas filiales de la National. Incluso aquellas que no dependían de los isótopos artificiales seguían necesitando de aquella energía barata que se podía considerar como producto de desecho del átomo.

No le importaba lo que gritaran los demás periódicos de Guilden, ni lo histéricas que se pusieran las ciudades, pues consideraba casi increíble encontrar una reacción de aquel tipo en aquella población. Disgustado, apartó el periódico sin preocuparse siquiera por los resultados deportivos. Miró la hora con malhumor.

—Creo que será mejor irnos ya.

Emma volvió a llenarle la taza y a continuación subió cojeando la escalera para terminar de arreglarse. Ferrel observaba sus lentos pasos algo preocupado. Hubiera sido preferible comprar una de esas casas de un solo piso que ahora volvían a ponerse de moda. Mejor aún hubiera sido un ascensor interior, pero la educación de Dick no les dejaba suficiente dinero para ello. Quizás el año siguiente, pensó, cuando el chico acabe los estudios…

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