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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (5 page)

—Le salvaremos —prometió el doctor.

Eso era cierto, al menos en cuanto se refería a la vida. En la actualidad, los hombres podían salvarse de dosis tremendas de radiación. Sin embargo, seguir con vida no lo era todo; el muchacho, para empezar, pasaría un año infernal, y desde luego iba a quedar estéril. Por otra parte, su cerebro tenía muchas probabilidades de verse afectado irreparablemente.

No tenía objeto esconder aquella situación a Mervin padre; además, el superintendente se daba perfecta cuenta de lo que iba a suceder.

Un minúsculo coche en forma de tanque se había introducido en el corredor con varias mangueras destinadas a limpiar la cámara. En aquel momento acababa de salir al exterior y la bandera roja que ondeaba en lo alto del edificio donde ocurriera el accidente fue arriada. En apariencia, la radiación había bajado a niveles considerados seguros en la cámara de la pila, gracias al sacrificio efectuado por Clem Mervin. Al recoger el recipiente de aquel material radiactivo tan precioso como mortífero, echarlo en la unidad de recogida de desperdicios y cerrar la portilla que daba acceso a la pila, Mervin había logrado que el nivel de radiación no subiera demasiado.

Mervin padre pareció reunir fuerzas.

—Doctor, haga lo que pueda. Yo tengo que volver al trabajo y recuperar ese potasio antes de que muera alguien en el hospital de Kimberly porque se haya terminado.

Dicho esto, se retiró y reunió a sus hombres. Ferrel señaló la ambulancia que aguardaba cerca de allí y varios hombres alzaron la pesada caja, parecida a un ataúd, que contenía al inconsciente Mervin. Mientras tanto, Ferrel y los demás se despojaron de sus armaduras. Aquel caso era ya para la sala de radiación del hospital de Kimberly, que era más pequeña que la enfermería de la central, pero que estaba mejor equipada para el lento y largo proceso de mantener a aquel hombre con vida.

El doctor se dispuso a montar en la ambulancia, pero Blake le tomó del brazo.

—Quédese, doctor. Yo iré.

Tanto daba quién fuera. El doctor volvió sobre sus pasos y observó al vehículo con su penetrante sirena. Más adelante, de vez en cuando, se dejaría caer por el hospital, pero de momento ya no había nada más que hacer. Los tejidos tan dañados sólo podían recuperarse con meses y meses de tratamiento.

Busoni anduvo a su lado en silencio mientras se dirigían al vehículo sanitario. Un grupo de media docena de hombres les cerró el paso. Uno de ellos se adelantó.

—¿Es así como resuelve normalmente sus casos, doctor? —preguntó furiosamente—.

¿Les hace una caricia y una promesa y se los envía a otro?

Los demás hombres jadearon y se dirigieron hacia el que había hablado, pero Busoni llegó antes hasta él.

—¡Cállese, maldito! —gritó con aspereza.

Aquel hombrecito sacudía al hombretón cuadrado y de amplias mandíbulas con una fuerza extraordinaria, y lo fue empujando hasta apartarlo del camino del doctor Ferrel. A continuación, ambos montaron en el vehículo y dejaron plantados a los miembros de la comisión del Congreso, que se quedaron mirando. Cinco de ellos se volvieron hacia el que había hablado, pero el doctor Ferrel ya no prestaba atención a lo que pudieran decir o hacer.

—Ese tipo querrá mi cabeza durante un rato, pero Morgan le calmará, Roger —dijo Busoni, que sonreía ahora con cierta ironía—. Y mañana ambos tendremos que pedirnos disculpas y estrecharnos la mano. Y lo más divertido es que, en lo que a ellos se refiere, el asunto terminará ahí. Yo no me meteré en ningún problema, así que olvídalo. Como mucho, da las gracias de que la mayor parte de nuestros representantes no sean como éste. El comité me dará la razón cuando les explique que hiciste un trabajo perfecto, y probablemente se asegurarán de que Mervin reciba una medalla.

El doctor asintió cansinamente; no le importaba mucho. En ningún momento le había preocupado cualquier tipo de informe que se hiciera sobre su intervención en el asunto.

Técnicamente había sido un accidente rutinario y su intervención había sido normal y efectiva. Él lo sabía, y sabía que su equipo estaría totalmente de acuerdo. Lo único que había sucedido era que no habían podido hacer el milagro de proporcionar una absoluta e inmediata seguridad de curación a aquel muchacho que había dado muestras de merecer recuperar su vida y su salud. No había aún conocimientos médicos que lo permitieran. Sin embargo, para Ferrel, mientras no se pudieran conseguir milagros de aquel tipo las recompensas por su trabajo siempre le parecerían demasiado pequeñas.

Luego empezó a quitarle importancia y lo enterró entre los otros casos amargos que tenía almacenados en sus recuerdos. Algún día serían más de los que pudiera tolerar, y aquel día sería ya un viejo, pero hasta entonces los seguiría soportando. Cuando el vehículo llegó a su destino le estrechó la mano a Busoni con las habituales expresiones sin sentido de quedar en verse pronto, en la siguiente convención médica. Lo más probable era que tal cosa nunca sucediese. La diferencia entre un médico de medicina general y un investigador de fama mundial era demasiado grande.

Ferrel dispuso con todo cuidado que el material que había estado cerca del joven Mervin fuera llevado a la cámara de descontaminación. Por último, se dirigió al edificio de Administración a informar a Palmer. Lo más probable era que el gerente hubiese recibido ya el informe general, pero estaba seguro de que Palmer querría saber las posibilidades del muchacho y lo que se podía hacer por él.

Y quizá necesitara también a su lado a alguien que conociera, puesto que debía darse cuenta de que acababa de tener lugar el único accidente que podía dar al traste con cualquier posibilidad de dar la impresión de seguridad en la planta. Para la gente que trabajaba allí no había pasado de ser un accidente rutinario, pero para aquellos hombres, que nunca habían visto un accidente atómico con anterioridad, lo ocurrido no era sino una prueba definitiva de que todo lo relacionado con la energía atómica era peligroso y que las centrales no eran lo bastante seguras para seguir cerca de la civilización.

El doctor se preguntó cómo se tomaría Emma el traslado… si es que la planta podía trasladarse.

3

Hacía ya mucho tiempo que Allan Palmer había aprendido que el lugar de un gerente es su despacho.

Había sido una lección que le había costado mucho tiempo y dinero aprender, pero al final había aceptado la evidencia. Desde su despacho podía llevar a cabo el único trabajo que nadie podía realizar y que sólo desde allí se podía hacer: ¡dirigir! Si salía de allí para visitas informales o actos protocolarios, quizá los hombres le querrían pero también lo pasarían mal, porque ¿quién se ocuparía de hacer aquel trabajo?

Aquel era uno de los secretos que le había llevado a ascender de ingeniero en la construcción, sometido a las decisiones de varios jefes y superiores, a convertirse en la cabeza de su propia compañía constructora de pilas atómicas, y de allí a asumir la dirección absoluta de la National cuando una mala gestión administrativa estuvo a punto de hundirla. Había sido desde su escritorio desde donde había convencido a Link y Hokusai de que probasen sus innovadoras ideas de producir isótopos superpesados en gran escala y desde donde había autorizado las increíbles sumas que fueron necesarias para construir y poner en marcha el primer convertidor. Era aquél el lugar desde el que había esperado que Hokusai diera con el combustible que hiciera posible el viaje del hombre a los planetas exteriores.

Ahora escuchaba en silencio el informe de Ferrel, reprimiendo el viejo deseo de volver a la carga en un esfuerzo final por demostrar la seguridad de la planta antes de que el comité se marchase. Notó la tensión que reflejaba el rostro del doctor; su larga experiencia junto a aquel hombre le permitía adivinar cuál era la razón principal: Ferrel estaba preocupado por él. El doctor todavía no se había dado perfecta cuenta de que lo que estaba en juego era su propio trabajo y el de todos los demás empleados.

Palmer se recostó en su sillón y echó una mirada a Kimberly. Si ganaban los chiflados que pedían el traslado de la central, aquella ciudad moriría en cinco años; no había razón alguna para la existencia de una ciudad de aquel tamaño en aquel punto del país si no disponía de la energía barata que proporcionaba la planta. Además, la mayor parte de las industrias locales dependían de la central. ¿Qué iba a hacer entonces el doctor de su casa? ¿Cómo iba a mandar a su hijo a la universidad con lo que pudiera ganar un doctor de medicina general en una ciudad moribunda? ¿Y qué sucedería con la esposa de Ferrel, parcialmente paralítica, si de repente tenía que trasladarse a una población semisalvaje con la cantidad de restricciones que la ley proponía relativas a las plantas atómicas?

Ni siquiera el doctor iba a escapar a algo parecido. Si ganaban los chiflados, cualquier hombre relacionado con lo atómico se convertiría en un paria. El doctor tenía todavía la edad suficiente para entrar a trabajar en un hospital, pero no podría soportar el estigma que llevaría consigo. Y había otros mil hombres en el complejo de la central en las mismas circunstancias que el doctor. A ellos les parecía que era un problema suyo, del director, pero él era el único que estaba asegurado contra todo, en el caso de que escogiera arrojar la toalla y deshacerse por cuatro ochavos del equipo y el material que había allí. Su dinero particular estaba bien seguro. Podía irse a Europa, retirarse…

Y además, ¡que dejaran a aquellos locos que hablaban de trasladar las plantas atómicas mover una pila con veinticinco años de funcionamiento, que llevara todo ese tiempo produciendo continuamente radiactividad! ¡Que dejaran sin el mantenimiento necesario la pila y que ésta se desgastara hasta que el infierno que contenía estallara, y la gente sabría entonces lo que significaba la contaminación!

—Doctor —dijo por fin—, hemos estado juntos por lo menos veinte años. ¿Te he mentido alguna vez en todo este tiempo?

No necesitaba ni aquel amago de sonrisa para saber la respuesta. Otra de las muchas lecciones que Palmer había aprendido hacía mucho tiempo era la necesidad de la sinceridad absoluta, no importaba lo que doliera. En aquel momento, recostado en el sillón, pretendía que su rostro reflejara una tranquilidad de la que carecía.

—Muy bien. Por el amor de Dios, deja de pensar que estoy acabado. Quizás eso del accidente me haya afectado, y quizá no pueda recuperarme, pero estaba convencido de que algo así sucedería. En estas condiciones, era inevitable; lo máximo que podíamos desear era que nadie resultase herido, o por lo menos no demasiada gente. Quizá cueste más de lo que nos podemos permitir, pero acabaré por encontrar una manera de salir de ésta. Todavía no nos han trasladado, ¡y mientras viva no nos van a mover de aquí! Es una promesa. Ahora, doctor, vete a casa y descansa un rato, o por lo menos descansa aquí y deja de pensar en mis problemas.

Observó alejarse al doctor camino de la enfermería y se dio la razón a sí mismo. Si había mentido por primera vez en veinte años, había sido por una buena causa. El doctor parecía ahora doce años más joven que el hombre cansado y derrotado que había llegado a informarle. Y a lo mejor resultaba que no le había mentido. Quizá hubiera todavía alguna manera de evitar lo que se venía encima. En caso contrario…

Se levantó y se dirigió al archivo donde guardaba la lista de los clientes de la National, junto con las cifras de ventas. La estudió detenidamente.

A la cabeza de la lista se encontraban los hospitales, no por las cantidades que compraban, sino porque sus necesidades eran siempre prioritarias. Tras ellos estaban las distintas ramas del ejército, los servicios públicos, los experimentos con cohetes que necesitaban los isótopos superpesados para recubrir sus reactores, pues no había ningún otro material que pudiera tolerar las temperaturas de los combustibles más modernos.

Debajo, todas las empresas humanas de gran envergadura. En los últimos veinticinco años, los isótopos superpesados se habían convertido en parte integral del edificio completo de la civilización. Y ahora querían extirparlos, como si se pudiera alejar todas las grandes industrias de cualquier ciudad de más de diez mil habitantes. Seis meses después de instalar la planta en cualquier otro lugar se alzaría junto a ella una nueva ciudad tres veces mayor que Kimberly; así tenía que ser, para que cupieran los empleados de la planta y los tenderos, panaderos y zapateros que tales empleados necesitarían; ¡y eso sin contar las industrias auxiliares de las que dependía la National para seguir en funcionamiento!

La voz suave de su secretaria le llegó por el intercomunicador:

—El congresista Morgan quiere verle, señor Palmer.

—Hágale pasar, Thelma —contestó.

Morgan era el mejor de los miembros del comité, el único que entendía perfectamente el estado de la cuestión. Lo primero que le pasó por la cabeza a Palmer fue un pensamiento sobre el cabello blanco de aquel hombre, y se preguntó si acaso se lo teñía para lograr un efecto tan llamativo.

Sin embargo, el resto de la apariencia del congresista era casi tan impresionante como su cabello. Enterrado entre montones de archivos, Palmer casi había olvidado que Morgan había sido artista de teatro durante casi siete años, bajo otro nombre, antes de convertirse en un destacado hombre de las leyes y la política. Cuando quería se comportaba aún como un consumado actor, y sus discursos eran siempre un acontecimiento. En aquella ocasión, no obstante, se estaba comportando lo más humildemente posible. Parecía cansado, y la mano que le tendió parecía falta de su cordialidad y vigor habituales.

—¿Tengo que suponer que los demás ya se han ido? —preguntó Palmer.

Morgan asintió.

—Se han ido hace quince minutos. Ya han conseguido lo que querían, mira, Allan, la mayor parte de ellos son honrados. Hasta Shenkles cree de verdad en las memeces que dice, pero ese accidente va a facilitar excusas que den la razón a todos los votantes de sus estados que están manteniendo la campaña en favor de la ley. Ha sido un golpe muy duro.

—Puede ser, pero al menos los periódicos de Guilden no tienen fotografías de lo ocurrido, de lo que me alegro mucho —dijo Palmer—. Llámele riesgo calculado. Cuando me dijo usted anoche que pensaban llevar a cabo esta inspección no supe decidir si era mejor ahora o más adelante, e incluso ahora no lo sé. De todos modos es un poco tarde para cambiar de idea. ¿Un bourbon?

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