El agente especial ladeó la cabeza.
—Debemos hacer que confiese, Grey… No hay nada seguro —apostilló.
—¿Es que no le basta con lo que ha oído ahí abajo? —argumentó el sicario con palabras silbantes—. Ese tipo es el asesino.
—Salgamos de aquí —propuse para zanjar la cuestión.
Desandamos todo el pasillo de los balcones sin encontrar a nadie hasta el sótano de la taberna, donde salimos por el tonel y, posteriormente, del local. Había comenzado a amanecer y no sabíamos qué hacer.
—Debo hablar con él. Debo hablar con el doctor —insistí pensativo—. Como han podido oír, él mismo desea que vayamos a verlo.
—¿Conoce usted a ese tarado? —preguntó Grey.
—Creo que hemos intercambiado algunas palabras…
—Cojamos un coche y vayamos directos a Brook Street —propuso Carter. Nos mostramos de acuerdo.
Al poco rato, la circulación de la calle —vacía al ser noche cerrada— se restableció y pudimos alquilar un vehículo. De ese modo, atravesamos unas cuantas calles más y llegamos por fin a Brook Street.
El aspecto de la referida vía pública era inmaculado y denotaba la clase de personas que ocupaban las casas. Bajamos del coche y salimos al exterior.
Carter le preguntó a un transeúnte sobre el lugar de residencia de Sir William Whithey Gull. Por fortuna, el requerido conocía la casa del doctor, por lo que no tuvo reparo alguno en indicarnos que debíamos dirigir nuestros pasos hacia el número 74.
Así lo hicimos, y al poco tiempo llegamos a una casa de opulento aspecto, al igual que sus convecinas —todas construidas con ladrillos de arcilla—, donde nos detuvimos.
—Grey, quédese al otro lado de la calle y aguárdenos —dije al sicario en voz baja—. Si le necesitamos, solo gritaremos y ya sabe… —añadí, mirando el lugar donde escondía el arma.
El aludido obedeció sin rechistar. Se colocó al otro lado de la calle en posición vigilante, mientras llenaba su pipa de tabaco y la encendía con parsimonia.
Golpeé la puerta del número 74 con el dorado picaporte y los golpes resonaron en el interior. Unos pasos se acercaron al otro lado de la puerta, que se abrió después. Una gruesa criada apareció en el umbral.
—¿Qué desean? —preguntó extrañada.
—Soy el inspector Abberline, del Departamento de Investigación Criminal, y este es el agente especial Carter —hice las presentaciones con frialdad profesional—. Deseamos ver a Sir William Gull ahora.
—Lo siento de veras, caballeros, pero Sir William se siente indispuesto. Prueben otro día que… —una voz la interrumpió.
—Charlotte…, ¿quién es? —una mujer mayor de aspecto distinguido se acercó a la puerta y nos escrutó con su desconfiada mirada.
Adivinamos al instante de quién se trataba.
—¿Señora Gull…? Deseamos ver a su marido —dijo Carter—. Somos de la Policía.
—¿Y qué quieren de un hombre como mi marido, Sir William Gull, cirujano de la reina? —repuso la mujer con insultante pedantería, dando a entender que cualquier asunto relacionado con la policía no era comparable al augusto rango de su marido.
—Mi querida Susan, tranquila… —una nueva voz hizo que la mujer se diese la vuelta—. No te preocupes. Estos señores quieren verme… Déjalos pasar.
Sir William estaba de pie en el pasillo, con una bata de franela roja y aspecto cansado. Ya no tenía la fuerza que había demostrado hacía un rato, en el templo masónico.
—Pero, William, no estás bien… Thed te ha dicho que te mantuvieras en reposo —protestó la mujer.
—Mi pobre Susan… —musitó él con evidente ternura—. No te preocupes.
La esposa nos franqueó el paso, y el propio Sir William nos condujo hacia un amplio salón, profusamente decorado con lo mejor del estilo Victoriano, con muchos colores en las alfombras, cortinas y paredes. Una gran mesa rectangular destacaba sobremanera. Además de todo eso, los pequeños detalles decorativos sobresalían en demasía.
Carter y yo tomamos asiento en unos cómodos sillones de estilo gótico, mientras la criada servía té en una bandeja de plata. El galeno de Su Majestad se quedó de pie.
—Muchas gracias, Charlotte, puedes retirarte —ella obedeció tras bajar un poco la cabeza. Cerró la puerta a su paso y nos dejó a los tres solos en el elegantísimo salón—. ¿Y bien, caballeros? —inquirió el dueño de la casa.
Fui directo al asunto capital.
—Sabe por lo que estamos aquí —le dije con frialdad y me puse en pie—. Sir William Whithey Gull, se le acusa de la muerte de seis mujeres en East End y…
El doctor, para mi sorpresa, se echó a reír.
—¡No me diga! —exclamó cínico—. Créame cuando le digo, Abberline, que yo no soy el culpable. Solo soy el cerebro, pero la mano que empuñó la daga fue otra —confesó con gran naturalidad.
Le miré fijamente, sin comprender. El siguió con su discurso.
—Yo solo he sido la llave que abre los saberes arcanos, la llave de los misterios ocultos —afirmó con estudiada solemnidad—. Me ha decepcionado usted, Abberline. Le creía más inteligente —añadió despectivo.
—¿Qué está diciendo? ¿Quién sino usted pudo destripar a esas mujeres con tanta delicadeza? ¿Quién sino Sir William Gull, uno de los mejores cirujanos de Inglaterra, ha sido el ejecutor de todo? —pregunté. Noté la sequedad de mi boca.
El facultativo me miró con una sonrisa de resabido, la misma con la que un profesor observaría a un alumno que se está equivocando.
—Es cierto, inspector… —contestó, pero lo hizo con tono de guasa—. Podría haberlo hecho yo mismo… Pero esa gran obra requiere una mano firme, y yo ya no estoy cualificado, a causa de los achaques de mi vejez —admitió pesaroso. Se miró las manos y comprobó su ligero temblor.
Abrí los ojos desmesuradamente.
—¿Gran obra…? —le espeté con tono áspero—. ¡Está usted loco, Gull! ¡No es ninguna gran obra asesinar a unas pobres
mujeres indefensas
! —estallé, sin poder contener mi ira ante su irritante calma.
Sir William Whithey Gull me fulminó con sus ojos.
—¡Mujeres indefensas! —gritó colérico—. ¿Es por culpa de una de esas mujeres indefensas por lo que usted está aquí? —inquirió sorprendido—. ¡Casi destruyen nuestro mundo, Abberline, nuestro amado Imperio británico!
No salía de mi asombro ante aquellas desviaciones de una mente enferma.
—¡Está usted loco! —le escupí.
—¡No se atreva a llamarme loco, Abberline, y menos en mi casa! —el doctor se acercó a mí amenazadoramente. Saqué mi revólver y lo encañoné—. ¡No se atreva! ¡Analice su conducta depravada y mire quién es el loco! ¡Yo solo he cumplido con mi cometido! —al ver la firmeza con que empuñaba mi arma corta de fuego, el galeno de la reina se relajó un poco—. Les contaré una historia, caballeros… Hace un año exactamente sufrí un ataque al corazón que me dejó a las puertas de la muerte. Fue en ese momento cuando vi al Gran Arquitecto y a los grandes maestros masones. Ellos me indicaron que debía enseñar a otro a llevar a cabo el ritual para abrir las puertas del siglo XX, pues deben saber que ninguna centuria ha comenzado sin derramamiento de sangre… Observen la arquitectura de la historia. En cada cierto período de tiempo ocurre un hecho histórico trascendental, cuyas características se repiten tras un determinado intervalo de tiempo. Y este es mi momento, caballeros. La fortuna puso en mis manos a un sujeto peculiar y lo colocó a mi cuidado. Tuve que ayudarle a superar su enfermedad y, a la vez, le mostré su camino, su destino en la vida.
—¿Quién?, ¿de quién habla? —pregunté, ansioso por conocer la verdad de aquella locura hasta el final.
—Piense un poco, Abberline… —repuso él con media sonrisa irónica—. Utilice esa inteligencia que posee… Debería poder bastar… Recuerde, Abberline, el día que nos vimos por primera vez en el London Hospital. Recuerde… —insistió.
Así lo hice. Recordé a Joseph Merrick, al doctor Treeves, la conferencia… Allí estaban también Sir Howard Livesey y James K. Stephem, el príncipe Albert Victor Christian Edward…
Me detuve en seco. Mi mente se quedó como atascada. No podía ser…
Ese día había podido ver como Stephem le colocaba la mano en el hombro al príncipe y él ponía un gesto de dolor. Un escalofrío me corrió por la espalda.
Solo hacía unas semanas que Nathan Grey había la había emprendido a tiros contra el asesino de Polly Nicholls. El viejo sicario aseguró que le había acertado con uno de sus proyectiles. Le había dado en el hombro…
Gull rió.
—El cuervo y el demente… Los
juwes
—dijo, ignorando mi estupor al ver que conocía las palabras que Michael Curtis pronunció antes de morir—. El demente… ¿Ahora lo comprende, inspector? ¿Ya conoce la identidad de mi discípulo, de la mano instruida por mí que empuñó el cuchillo con el que asesinó a esas mujeres?
Claro que la conocía.
Era ni más ni menos que Albert Victor Christian Edward —llamado Eddy para abreviar el nombre tan largo en la familia real—, duque de Clarence y Avondale, hijo del príncipe de Gales y de Alejandra de Dinamarca, primer nieto de Su Majestad, la reina Victoria, segundo en la línea de sucesión al trono tras su padre, Bertie, todo un
bon vivant.
"Dios mío", pensé aterrado. Aquel descubrimiento me dejó clavado en el suelo.
—Creo que nuestra entrevista ha terminado, caballeros —nos indicó el médico personal de la reina—. Ahora, si me disculpan, debo descansar, pues presiento que no duraré mucho aquí y quiero llegar reposado cuando me presente ante el Gran Arquitecto. Ha sido un placer conocerles… —se dirigió a mí—. Si desea saber más de la historia, inspector, acuda a Sir Charles Warren. Él le hablará acerca de los pormenores que le faltan a la historia.
Sir William nos acompañó a la puerta de la casa y se despidió de nosotros con un cortés apretón de manos, como si tal cosa. Cuando cerró la puerta, Carter y yo nos sentamos en el bordillo de la calle. Grey, ansioso, vino a nuestro encuentro.
—¿Ha confesado? ¿Es él? —preguntó interesado.
El agente especial alzó las manos en signo de impotencia.
—Sí, ha confesado… —musitó abatido—. Y no, no es él —añadió con el semblante preocupado.
—¿Quién es entonces? —volvió a preguntar el sicario.
—El príncipe Albert Victor Christian Edward —dije yo, pero sin creérmelo todavía.
Nathan se quedó clavado en el sitio y luego tomó asiento en el mismo bordillo, junto a nosotros. Hubo un incómodo silencio entre nosotros.
—¿Pero por qué…? ¿Por qué demonios…? —intentó decir el viejo asesino.
Dubitativo, encogí los hombros.
—No lo sé… —contesté en voz muy baja, casi en un susurro—. Pero voy a averiguarlo —añadí ceñudo. Me levanté de un salto y, con los brazos como aspas, atraje la atención de un coche cercano.
—¿Qué va a hacer? —me preguntó Carter.
—Ir a casa de Sir Charles Warren.
—Abberline, déjelo por el amor de dios —me imploró Grey—. No hay más que hablar… Se trata del príncipe. ¡El príncipe! —exclamó resignado—. No podemos luchar contra eso.
El agente especial se mostró de acuerdo.
—Hágale caso, Abberline. Márchese… —me aconsejó—. Olvide todo esto y márchese lejos. Se lo digo por su bien… Márchense los dos. Lo saben todo e irán a por ustedes —apostilló con voz fúnebre.
—Me tiene sin cuidado. A estas alturas, Natalie ya habrá embarcado, así que me da igual. Solo quiero coger a ese cabrón —insistí, dispuesto a morir en el intento.
—¡Pero Abberline, está hablando del príncipe, joder! —bramó Nathan.
—Me da igual. Pueden acompañarme si así lo desean —me introduje en el coche y le di al cochero la dirección de Sir Charles Warren.
Resoplando, Carter y Grey se subieron también.
—No podrá detenerlo así como así —señaló el agente.
—Ya, pero podré contárselo a todo el que quiera oírme.
El sicario dejó escapar un prolongado suspiro.
—Durará usted poco —profetizó con pesar.
—Además, si contamos todo esto, acabaremos con el Imperio, Abberline. Quiero que sea consciente de ello —precisó Carter, haciendo luego una extraña mueca.
—Lo soy —contesté lacónico.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Era ya medio día cuando penetramos en el elegante barrio donde Sir Charles residía. Yo conocía su casa, pues había tenido el privilegio de visitarla un día, hacía mucho tiempo, en compañía de Swanson.
Otra vez, Carter y yo insistimos en que Grey se quedase vigilando al otro lado de la calle y nos aguardase allí.
Un mayordomo estirado, pero de aspecto cadavérico, nos abrió la puerta cuando la golpeé con la aldaba.
—¿Qué quieren? —preguntó con fría cortesía.
—Queremos ver a Sir Charles Warren —respondí.
—Sir Charles no recibe visitas… —repuso el mayordomo. Quizá fuese por el exceso de tensión, o la noticia que acababa de recibir minutos antes, o porque aquel tipo estirado me ponía histérico, pero el caso es que le empujé y penetré con pasos firmes en la casa, con Carter detrás de mí.
El mayordomo nos lanzó improperios de taberna de puerto por toda la casa, intentando detenernos. Logré llegar hasta el salón del ex jefe de Scotland Yard y abrí las puertas de doble hoja de una violenta patada.
En gran el salón estaban reunidos Anderson, Monro, Sir Charles y Sir Howard Livesey. Sir Charles se puso en pie de un salto.
—¡Abberline! ¿Qué demonios significa esto? —gritó.
—¡Cállese! —mi ira le dejó mudo—. ¡Lo sé todo! ¡Los masones, los
juwes,
Gull y el príncipe! ¡Todo!
Los cuatro hombres se quedaron clavados en el suelo y se lanzaron entre sí miradas furtivas, nerviosas.
—Maurice…, puedes retirarte —indicó Sir Charles al mayordomo con poca voz, quien obedeció, no sin antes observarme de forma furibunda.
—¿Cómo lo ha averiguado? —inquirió Anderson.
—Les he visto esta noche en Piccadilly Circus —contesté con aspereza—. Y Gull lo ha confesado todo delante de mí y de Carter.
James Monro puso los ojos como platos.
—¡Ese hombre está loco, por dios! —dijo, mientras movía las manos—. No habrá creído ni una sola de sus palabras, inspector…
—No ha dicho nada que no fuera verdad.
—¡Maldita sea! ¡Nos ha arrastrado a la ruina! —gritó Monro, desencajado—. ¡Todo es culpa suya, Warren!
—Cálmese de una vez, Monro —exigió Livesey.
—Lo que no entiendo, caballeros, es la relación de ustedes con ese maldito loco… —aventuré.