—La noche del 31 de diciembre apareció el cadáver de un abogado feminista del que usted ha oído hablar, podrido en el Támesis. Su nombre es John Montague Druitt —dijo Warren—. ¿Tal vez él fuera
el Destripador
? O él, o Ostrog, o ese tal Kominsky… ¿Quién sabe? —sugirió cínicamente.
Me di la vuelta y salí de la habitación sin despedirme de aquellos canallas con tanto lustre. Desde el pasillo, oí como Sir Charles me gritaba:
—¡El juicio de Gull tendrá lugar el 11 de enero, en Piccadilly Circus! ¡Dé su nombre en la taberna y le dejarán pasar!
Salí de la casa y pedí un coche de alquiler que me llevó hasta Whitehall.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Días más tarde, el 11 de enero de 1889, como no podía ser de otra forma, decidí acercarme hasta Piccadilly Circus para presenciar el juicio de Sir William Whithey Gull.
Hacía días que me habían trasladado a Cleveland Street. Desde allí vigilaba al príncipe, que se encontraba escondido en su burdel de depravación y juegos homosexuales. Swanson me supervisaba y, aunque no le había dicho nada de lo acaecido el 31 de diciembre, el viejo inspector sabía que se trataba de algo gordo.
Me había dolido separarme del buen doctor Phillips y de mi amigo el sargento Carnahan. Los dos se habían quedado en Whitechapel, conservando sus respectivos empleos. Aunque los veía a diario, aquello no era lo ya mismo.
Recibí cartas semanales de Natalie, en las que informaba de que ella y la niña estaban bien y que tenía muchas ganas de volver a verme. Pero mucho me dolía, ya que jamás sería así. No podía marcharme, pues Livesey y Sir Charles se vengarían de mí y eliminarían a Natalie.
El coche que había alquilado se detuvo ante la puerta de la taberna. Abrí la puerta y me apeé. Entré decidido en el local y pregunté por Sir Charles Warren. El ceñudo tabernero me condujo a la bodega y me abrió el tonel por el que, semanas antes, Carter, Grey y yo habíamos pasado para acceder al hermético templo masónico.
Penetré en el tonel, que el tabernero cerró a mi paso, y abrí la puerta del fondo. Atravesé el pasillo y me topé con un guardia que empuñaba una espada.
—Soy el inspector Abberline —saludé—. Sir Charles me espera.
Este me condujo al balcón que había ocupado semanas antes y me trajo una silla para que me sentase.
Ante mí podía ver la vasta sala de los frescos en las paredes, con su palco central ocupado por unos hombres de túnicas negras, bandas doradas y placas pendidas en sus torsos. Ante ellos había una mesa, en cuya superficie descansaban sus brazos.
Presidía la mesa Sir Charles Warren y a su lado, Robert Anderson. James K. Stephem estaba situado a la izquierda de Sir Charles. El resto del jurado estaba compuesto por varios hombres eminentes, entre los que distinguí a varios médicos importantes.
A una orden de Sir Charles, dos tipos que vigilaban la puerta y que portaban sendas espadas abrieron los portones de la sala y franquearon el paso del médico de la reina.
—Sir William Whithey Gull —llamó Sir Charles con toda solemnidad. Gull se colocó en el centro de la sala, donde los dibujos de las baldosas del suelo formaban una estrella de cinco puntas—. Ha sido usted llamado, Sir William, bajo su nombre verdadero, pero en esta sala compadecerá usted bajo su nombre y su rango masónicos… Caballero de Oriente, ¿jura usted jamás revelar los secretos de la masonería y cumplir siempre sus preceptos y mandatos?
—Lo juro. Y si incumpliera este juramento, que mi cabeza sea cortada, mi lengua arrancada de raíz y que se me entierre bajo la arena a una distancia de un cable de la playa, donde la marea fluye y refluye regularmente… Dos veces en veinticuatro horas —respondió Gull con voz firme.
—Caballero de Oriente, se le acusa de escándalos que han puesto en peligro la sacrosanta clandestinidad de los secretos de la hermandad y también de alta traición para con sus hermanos masones libres y aceptados —habló Sir Criarles—. ¿Qué alega en su defensa? —añadió, penetrándolo con su mirada.
—Hice lo que el Gran Arquitecto me ordenó hacer —respondió el doctor.
—Caballero de Oriente, me temo que usted sufre del cerebro. Padece usted alucinaciones —afirmó Warren.
Gull negó con la cabeza.
—Pregúntese una cosa, Gran Visitante. Pregúntese quién de los dos es el loco… —insistió con terquedad—. ¿El que acepta su destino sin más, acatando las órdenes que le envía su dios… o el que le niega y finge estar sordo mientras él le habla? —quiso saber Gull.
Sir Charles ignoró la pregunta, no así algunos miembros del jurado, que profirieron murmullos mientras hacían ostensibles gestos de desdén hacia el acusado.
—Caballero de Oriente, escuche la sentencia —avisó Sir Charles—. Será usted recluido en su hogar durante un año, en espera de que su mente vea un signo de lucidez. Cuando ese plazo haya concluido y si usted no ha mostrado señales evidentes de mejora, será ingresado en Islington y entonces le aplicarán el tratamiento alpha.
—Solo quiero decir una cosa, Gran Visitante…, ¿no hay ayuda para el hijo de la viuda?
La petición de Gull surtió efecto en la sala. Con ella, obligaba a sus hermanos masones a prestarle estrecha colaboración en caso de necesidad.
—No, Sir William, ya no hay esa clase de ayuda para usted —repuso Sir Charles, rotundo.
Sir William Whithey Gull fulminó a Sir Charles con la mirada y, manteniéndose firme y erguido, abandonó la sala con pose de dignidad herida.
Warren elevó la vista hasta mi posición y, con voz amplificada por el eco de la sala, me comunicó:
—Ya está hecho.
Y en verdad era. En ese momento el doctor Gull me inspiró lástima.
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NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
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Llevaba días vigilando al príncipe. En el local entraban y salían muchos tipos, pero a él jamás le vi hacerlo.
Dos inspectores —Clancy, Malone y yo— habíamos alquilado un piso con grandes ventanales, desde donde se veía todo el burdel. Mientras Clancy vigilaba ayudado por unos binoculares, Malone y yo nos turnábamos para hacer preguntas a las gentes de la calle. Ese día, cuando nos hallábamos en el piso discutiendo sobre el plan de acción, el inspector jefe Swanson se presentó para supervisarnos. Le ofrecimos algo para beber y nos sentamos en unas butacas, mientras Clancy seguía vigilando.
—¡Ahí llega otro! —exclamó Clancy.
—Yo creo que deberíamos pedir refuerzos y entrar a saco a por esos maricas —opinó Malone.
—De ninguna manera, pues el príncipe Albert Victor Christian Edward está implicado… y también ese tal Lord Somerset —ordenó Donald Swanson—. Debemos ir con cuidado, pues en un momento Seguridad Interior se nos echaría encima.
—¿Tú que dices, Fred? —me preguntó Malone.
Pensé que esa podía ser la oportunidad. Podría entrar y hablar con el príncipe.
—De acuerdo, pero nada de refuerzos —señalé en dirección a la fachada del local de lenocinio—. Lo haremos clandestinamente. Si veis alguna cara conocida, dejarla ir, no queremos más líos. Detendremos a Hammond, el dueño del burdel, y a cualquiera que se ponga rebelde, pero nada más —indiqué a mis hombres—. Que nadie apunte a nadie con un arma. Solo tiros al aire —miré a Swanson, buscando su aprobación.
—Tú eres el que está al mando de esta operación, Fred. Tú decides —respondió el inspector jefe.
—¿Me das tu aprobación, Donald? —quise saber.
Swanson asintió con gravedad y yo me incorporé presto.
—¡Andando, muchachos! —exclamé, con ganas de entrar por fin en acción—. ¡Vamos a detener a esos enfermos! —cogí mi placa y mi revólver.
Malone y Clancy hicieron lo propio. Donald Swanson sacó su arma reglamentaria.
Los cuatro bajamos por las escaleras y nos dirigimos al edificio de enfrente. Llamé a la puerta y un tipo joven, de cutis delicado y voz fina me preguntó con una inquietud que se reflejaba en sus acuosos ojos azules:
—¿Qué quieren?
Enseñé mi placa.
—Policía, quedan todos detenidos —respondí con cierta aspereza.
Aparté de un empujón al afeminado y entré en el local. Habíamos previsto que únicamente habría allí media docena de tipos en el lugar y así fue. Pasé a un salón donde estuve a punto de vomitar, pues contemplé atónito la escena de cuatro tipos desnudos practicando pavorosos juegos sexuales unos con los otros.
—¡Quedan todos detenidos! —grité, asqueado de ver aquellas escenas sodomitas. Los hombres se asustaron—. ¡Joder, Malone! ¡Que se pongan algo por encima! —ordené. Después llamé a Clancy y le susurré al oído—. Deja ir a Lord Somerset en cuanto se ponga algo por encima.
El referido personaje de la alta sociedad, que estaba arrodillado frente a un tipo con las manos en alto, temblaba como un flan después de sacar su boca. El miembro erecto del tipo aquel le golpeaba en la cara. Si no me hubiera inspirado tanta repugnancia, me hubiera reído a carcajadas.
Mientras Donald Swanson detenía a Hammond y al chico de la entrada, y Malone y Clancy dejaban escapar a un hijo de un destacado banquero y a Somerset, yo ascendí por la escalera de la casa y me topé con el piso de arriba. Registré todas las habitaciones y por fin di con la que buscaba. En una de ellas, el príncipe Albert Victor Christian Edward, con una bata de franela por encima, me esperaba sentado en una silla.
—Me alegro de volver a verle, inspector Abberline —dijo con toda tranquilidad—. Le he visto llegar.
—Me lo imaginaba, alteza… —repuse en tono neutro—. ¿Y por qué no ha tratado de huir? —quise saber.
—Sé que usted quiere hablar conmigo. Si no, no hubiese pedido el traslado a Cleveland Street —argumentó él con aplastante lógica.
—Es cierto —admití con voz queda—. Deseo hablar con usted —hice una breve pausa y cerré la puerta antes de volver preguntar—. ¿Por qué?
El nieto mayor de la reina Victoria I se encogió de hombros.
—¿Por qué… qué, inspector?
—¿Por qué hizo todo eso? —aclaré—. ¿Por qué asesinó a esas mujeres…? Usted me dijo que otros habían tenido la culpa… ¿Quiénes son? —insistí con un nudo de preocupación en la garganta.
Para mi sorpresa, el príncipe se echó a llorar como un niño.
—¿Qué le ocurre?
—En parte… fue culpa mía —farfulló—. Jamás debí… salir del palacio —sollozó como lo haría un niño.
—¿De qué me está hablando? —pregunté, cada vez más intrigado.
—Le contaré una historia, inspector. Yo era muy joven cuando ocurrió —admitió con pesar—. Me enamoré… Ella era una criatura grácil y hermosa, a la que yo adoraba. Mantuvimos una relación a principios de 1884 —el príncipe sacó un pañuelo y se secó las lágrimas—. Nos casamos en secreto. Ella era una chica normal, una dependienta en una tienda de esta calle. Vivimos felices durante un año. Siempre he deseado ser un hombre normal como todos, pero mis estupideces a menudo perjudican a la gente, inspector… —su tono se hizo más confidencial—. Y así fue. Un año más tarde, en 1885, nació nuestra hija y me colmé de alegría. Vivimos felices otros dos años más, pero en 1887… mi abuela lo descubrió todo y no quiso consentir mi matrimonio por considerarlo ilegítimo. Se enfadó mucho y nos separó… Y entonces… entonces…
—¿Qué ocurrió, alteza?
—Livesey y Crow aparecieron en escena… —una nueva lágrima resbaló por su rostro—. Mi abuela los envió a separar nos y a ella…, a mi hija, la sacaron de allí y jamás volví a verla… A mi mujer… la mataron en nuestro hogar. Le dispararon en su hermoso rostro, y yo lo oí desde la calle… ¡Oh, mi pobre Annie! —El príncipe sollozó de nuevo.
Algo en mi interior me sacudió el alma. Un escalofrío me recorrió toda la columna vertebral. ¿Annie?
Nerviosísimo, me abalancé sobre el príncipe, le levanté el rostro bañado en lágrimas, que había ocultado entre sus brazos, y le obligué a que me mirara alzando su mentón.
—¿Cómo se llamaba ella? ¡Dígamelo! —exclamé, fuera de mí.
El príncipe me miró consternado.
—Annie… Se llamaba Annie Crook —respondió con un hilo de voz.
Solté al príncipe mecánicamente y me quedé clavado en el suelo. Todo encajaba ahora en mi cerebro. Todo concordaba ya por fin…
Sin formular otra palabra más, salí de la habitación y, posteriormente, del número 19, ante la atónita mirada de Swanson, Malone y Clancy, a los que no dirigí la palabra.
Una vez en la calle, pedí un coche. Cuando el cochero se detuvo a mi lado y me preguntó que adonde quería ir, dudé unos instantes, pero, al final, sacando fuerzas de flaqueza, le dije:
—A Scotland Yard… A toda prisa, por favor.
Penetré en el despacho de James Monro como una exhalación. Anderson también estaba allí. Al verme entrar furioso, Monro se levantó de un salto.
—¡Inspector Abberline! —bramó—. ¿Cómo se atreve a entrar de esa manera en mi…?
—¡Cállese! —le espeté—. ¡Cállense los dos! ¡Lo he descubierto todo! —concluí excitado.
Los dos hombres se quedaron en sepulcral silencio. Robert Anderson cerró la puerta. Monro se frotó las sienes, apenado.
—¿Qué ha descubierto? —preguntó Anderson, al ver que el jefe Monro era incapaz de hablar.
—Eso da igual ahora —contesté con aspereza—. He descubierto todo lo referente a Annie Crook y a su muerte, el ingreso de la pequeña Alice Margaret Crook en el hospicio de Marylebone y la posterior implicación de Livesey y Crow —añadí, mientras los atravesaba con la mirada.