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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (54 page)

—Lo soy —dije lacónico.

El príncipe temblaba.

—¿Ha venido a detenerme? —preguntó temeroso, ante lo que resultaba obvio.

Asentí en silencio con la cabeza.

—Usted no… lo entiende. Soy el elegido… Debo abrir las puertas del siglo XX —el príncipe tartamudeaba.

—Lo único que yo sé es que usted está enfermo —afirmé con voz queda.

Como única respuesta, el nieto de la reina comenzó a llorar.

—Sí… —admitió luego—. Estoy enfermo… muy enfermo, inspector… —sollozó—. Pero es culpa de otros… No es culpa mía.

—¿De qué está hablando? —inquirí intrigado.

—Ellos la mataron… Mataron a Annie… —balbuceó.

¿De qué diablos estaba hablando este maldito demente?

Aprovechando mi momentánea distracción, el príncipe empuñó su bisturí de Liston y se abalanzó contra mí. Disparé, pero la bala fue a estrellarse contra el techo del campanario. El, poseído de una energía increíble, me agarró por el cuello de la camisa y me apoyó el temible bisturí en el cuello.

—¡Uno más! —gritó triunfal. Su rostro se había desencajado y le daba el aspecto de un loco furioso—. ¡Solo uno más! —bramó.

No podía alcanzar mi revólver. Iba a morir degollado como un perro callejero.

Entonces el príncipe sufrió un extraño ataque. Se apartó de mí y gritó asustado, señalando algo que había en la pared. Miré hacia allí, pero solo pude apreciar la fría superficie de piedra. No obstante, él gemía y retrocedía atemorizado.

—¡Dios santo! ¡No, por favor! —exclamó. Me puse en pie y cogí mi revólver del suelo. Le encañoné. Seguía con sus alucinaciones—. ¡Mírelas, por dios! ¡Ahí están! ¡Vienen a por mí! ¡Ayúdeme! —sus gritos resultaban desgarradores.

—¿Quiénes vienen? —pregunté, guardando ahora una prudente distancia de seguridad, ya que desconfiaba de aquel loco.

—Ellas —respondió el príncipe, bajando mucho la voz y mirándome seriamente—. Todas ellas, inspector… Quieren matarme… como yo hice con ellas.

Un escalofrío recorrió mi espalda al mirar la pared vacía.

Carter rodaba por el suelo evitando los disparos de Crow, que hacía lo mismo para tener una buena línea de tiro a fin de alcanzar al agente especial.

Ambos se encontraron cara a cara, apuntándose con sus revólveres. Carter abrió fuego, pero un chasquido en el barrilete le anunció que se había quedado sin balas. Entonces empuñó su bastón, que había tenido firmemente agarrado.

Ichabod Crow sonrió y disparó contra Carter, pero de su arma únicamente salió un chasquido que, al igual que al agente, le valió para adivinar que estaba vacía.

El agente especial empuñó su bastón con ambas manos y tiró de la parte de madera. Esa parte se desprendió, de modo que en las manos de Carter quedó el cabezal y un filo largo y metálico.

—Un bastón-estoque es un arma ridícula —dijo Crow.

El agente de Seguridad Interior sacó del interior de su gabardina un largo y afilado machete Bowie de comando, con el que acometió contra Carter. Este esquivó la acometida y lanzó un golpe horizontal hacia el costado de Crow, que lo paró con su Bowie. Se sucedieron varios ataques más entre los dos hombres, todas con la misma fiereza y fuerza que las primeras.

Carter atacó a Crow, intentando ensartarle con el estoque, pero este se agachó y movió el machete hacia arriba, rajando el torso de su contrario. El agente especial cayó al suelo con el pecho sangrando. El estoque se desprendió de sus manos.

Crow se agachó y apoyó el Bowie en el cuello de Carter, para degollarlo como un cerdo. De repente, su sexto sentido de militar se activó y se dio la vuelta al oír unos gritos que procedían de la sacristía. Cuando lo hizo, pudo ver como Grey el viejo sicario, miraba hacia arriba, en el piso superior.

El también dirigió la mirada en la misma dirección y pudo observar como el inspector Abberline, apoyado en uno de los balcones del piso superior, gritaba:

—¡Grey deténgale! ¡Dispárele!

Su señor salió de la sacristía, cojeando hacia la puerta.

El príncipe estaba acurrucado en un rincón, acosado por las imágenes espectrales de las mujeres que él mismo había asesinado, pero que solo él veía.

Me agaché junto a Natalie y la zarandeé para que reaccionara. Ella, amodorrada aún por el láudano, tardó en abrir los ojos.

—¡Fred! —exclamó dichosa. Me abrazó.

—Tranquila, ya estás a salvo… Vámonos de aquí —dije yo.

Unos pasos rápidos me alertaron de que el príncipe se había levantado. Cojeó hacia la salida del campanario y, una vez allí, con ojos llorosos y una mirada de perturbado, nos observó.

—Algún día, la gente volverá la vista atrás y dirá que conmigo nació el siglo XX —afirmó.

Disparé, pero mi bala se estrelló contra la pared. Para entonces, el príncipe había salido del campanario. Corrí tras él por las escaleras, justo a tiempo de ver que cerraba la puerta por la que se accedía a la sacristía desde el campanario, de modo que me quedé encerrado en las escaleras.

Me dirigí rápidamente hacia arriba con Natalie detrás de mí y me metí en los balcones. Pude ver como el príncipe abandonaba la sacristía cojeando. Intenté dispararle, pero mi revólver estaba descargado.

Opté por gritar.

—¡Grey, deténgalo! ¡Dispárele!

El viejo sicario se puso en pie con dificultad y se echó el rifle a la cara. Apuntó con cuidado al príncipe, que corría por la nave principal y abría el cerrojo del portón central. Grey acarició el gatillo y finalmente disparó.

Justo en ese momento, sintió un dolor agudo en el costado que le hizo fallar el tiro y darle al nieto mayor de la reina en el hombro. Grey se giró y vio a Crow a su lado, hundiéndole el cuchillo Bowie en el costado y haciéndolo girar. La sangre del veterano asesino manó a borbotones.

A mi lado, Natalie sollozó y gritó de dolor mientras Grey se desplomaba.

—¡Nathan! —exclamó aterrada.

Corrí fuera de los balcones y bajé presuroso las escaleras. Le pegué una tremenda patada a la puerta, haciéndome daño en el tobillo, y fui directamente a la sacristía. Abrí la puerta y observé como el príncipe hacía lo propio con el portón central de la iglesia.

Nathan Grey se desplomó en seco contra el suelo. En ese mismo instante, un filo delgado y brillante atravesó a Ichabod Crow y le salió limpiamente por detrás. El cochero del loco egregio se palpó la tremenda herida de su torso, tiñéndose la palma de la mano de sangre, mientras que alguien le obligaba a darse la vuelta. Carter estaba en pie, detrás de él, con el estoque manchado de sangre. Fue en ese preciso momento cuando el agente hizo lo que nadie le había visto ni le vería hacer jamás a partir de ese día, mostrar emoción en su cara tatuada. Era un sentimiento de furia.

—Hijo de puta —le insultó, a la vez que, con un rápido movimiento, le rebanaba el cuello a Crow, que cayó al suelo y lo manchó con la sangre que manaba de su cuello cortado.

El agente especial se agachó junto a Grey. Le miró las heridas y examinó la palidez de su rostro. El viejo sicario no viviría mucho…

Natalie se agachó junto a Carter y sollozó, a la vez que cogía una mano de Nathan y se la ponía entre las suyas.

Corrí tras el príncipe y salí fuera de la iglesia entre la lluvia y la oscuridad, para ver con espanto como los hombres de la plaza lo introducían en un coche de caballos negros, que partía a toda velocidad calle arriba. Se me había vuelto a escapar.

Volví junto a mis compañeros en la iglesia y pude observar que Carter y Natalie estaban agachados junto a un Grey que daba sus últimos suspiros. El viejo sicario cogió a Natalie de las manos.

—Todo es culpa mía… Lo siento… Tu vida…, culpa mía. Sus muertes…, culpa mía —susurró.

—No, Nathan, por dios. No es culpa tuya —contestó Natalie con un hilo de voz.

—Siempre te he querido… y siempre te querré, hija mía. Ten cuidado —dijo Grey, acariciando la mejilla de Natalie.

Y fue entonces, cogiendo la mano de la que había sido su hija adoptiva y siendo contemplado por el crucifijo del Señor, cuando Nathan Grey exhaló su última bocanada de aire. Sus manos quedaron inertes y su cuerpo, frío y pálido.

El gran asesino del Imperio británico, el hombre que había eludido todas las leyes y a todos los perseguidores que aquel le había enviado, había muerto por fin.

Saqué todo el dinero de mi cuenta bancaria, al igual que Carter, y escoltamos a Natalie, a la pequeña Alice y al cadáver de Nathan hasta Irlanda. Compramos una casa en un solitario cabo llamado Erris e instalamos a Natalie y a la niña allí.

En el pueblo cercano, enterramos a Grey en un tranquilo cementerio cercano al mar, donde Natalie iba todas las mañanas a visitarle. Cuando Carter y yo nos aseguramos de que ella y la niña iban a estar bien, les dejamos una módica cantidad de dinero y le prometimos que le enviaríamos más.

Carter y yo abandonamos Irlanda muy a mi pesar y dejamos a ambas allí.

Me despedí del agente especial en Dover, donde sospecho que cogió un barco con destino a algún país oriental. Y yo, por mi parte, regresé a Londres. Necesitaba trabajar para enviarle dinero a Natalie y solo había un sitio donde podía encontrarlo…

J
USTICIA DIVINA
69

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

Permanecí en mi apartamento de Whitehall hasta la tarde, cuando sonó el timbre de mi puerta. Abrí confiando en que se tratase del sargento Carnahan, pero no fue así. En el umbral, dos hombres de negro me evaluaban con su inquisidora mirada.

—¿Inspector Frederick Abberline? —asentí con la cabeza—. Acompáñenos, por favor.

Me puse mi gabardina, pero no me llevé el revólver. Procurando parecer lo más firme posible, me dejé llevar en un coche hasta la casa de Sir Charles Warren.

Me resigné a mi destino. Por lo visto, habían querido silenciarme para siempre.

En el amplio salón de la casa, el jefe James Monro bebía de un vaso un fuerte licor, mientras Robert Anderson fumaba, nervioso, en un sillón. Sir Howard Livesey también estaba allí, al igual que mi anfitrión, Sir Charles Warren, que, para variar, fumaba uno de sus apestosos cigarros de tabaco hindú.

—Buenos días, inspector —saludó el anfitrión—. Veo que ya ha regresado de su oportuno viaje.

—Vaya al grano, Sir Charles —contesté bruscamente—. Si quieren matarme o drogarme hasta que me vuelva loco, háganlo ya, pero déjese de discursos retóricos.

—No, no, inspector —dijo Livesey—. Nuestro objetivo es otro… —sonrió con ironía—. Queremos pactar con usted.

—¿Cómo dice? —pregunté sorprendido.

—Lo ha oído bien, inspector. Hemos decidido proponerle un trato —afirmó Monro.

—¿Qué clase de trato?

—Uno ventajoso para todos —Livesey intervino de nuevo—. Sepa usted que no ignoramos dónde se esconde la señorita Marvin.

Aquello me heló la sangre, e hizo que un largo escalofrío me recorriera la espalda.

Sir Charles Warren presentó la propuesta.

—Pues bien, el trato es el siguiente… —carraspeó un poco y continuó—. Usted se calla, cierra la boca y se olvida de todo este asunto… Y la señorita Marvin vive… Así de fácil.

—¿Me están chantajeando? —pregunté alterado.

—Técnicamente sí… ¿Qué decide?

Respiré hondo antes de dar una contestación adecuada.

—¿Y la locura del príncipe? ¿El tratamiento ha acabado?

—Sí, gracias a dios —repuso Livesey con voz queda—. El príncipe está recluido en un club privado acorde con sus… nuevas preferencias y no asesinará a nadie más… Parece ser que el tratamiento de Gull ha dado resultado.

—¿Y Gull? ¿Qué será de él? —quise saber.

—Gull nos ha traicionado al contarle a usted toda la verdad. La hermandad se encargará de juzgarle y aplicarle el castigo necesario —afirmó Sir Charles, sonriendo—. Por desgracia, no podemos aplicarle un tratamiento igual al príncipe.

—Son ustedes unos cabrones. Le dejarán libre. Libre de toda culpa. Y condenarán a un pobre enfermo mental que ustedes mismos arrastraron a todo esto… Son escoria —acusé, asqueado de aquella gente.

—Sí, claro que sí… —afirmó Livesey—. Pero usted no puede hacer nada por evitarlo, inspector.

—Cierre la boca para siempre y ella no sufrirá las consecuencias —me avisó Sir Charles, frunciendo el ceño.

Tras escuchar esta amenaza, me dispuse a marcharme, pero me detuve en la puerta. Algo se me había ocurrido.

—Monro… —dije. El aludido me miró. Después añadí—. Quiero el traslado.

—¿Adonde? —inquirió el jefe de Policía.

—Al lugar donde él esté escondido. Quiero vigilarle. Quiero evitar que mate a más personas inocentes —insistí con firmeza—. Les juro que no le haré daño —concluí.

—Si le toca usted lo más mínimo, o si leo en los diarios algo sobre él o la orden, Abberline, lo pagará usted caro —repuso Sir Charles.

—Solo quiero vigilarle.

—Está bien. Será usted trasladado a Cleveland Street, con el inspector jefe Donald Swanson como superior. Se encargará de tener vigilado al príncipe, que está escondido en un burdel de maricones —expresó Sir Charles con su brusquedad habitual.

—¿Y el culpable? —inquirí, arqueando mucho las cejas—. ¿Qué haré si me preguntan por él? ¿Desea usted, Monro, que la gente siga riéndose de la Policía a causa de nuestra manifiesta incompetencia? —seguí insistiendo.

—Déles el nombre que quiera, pero jamás el de Gull o el del príncipe —respondió Monro.

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