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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (51 page)

El sargento Carnahan consultó su reloj de pulsera con preocupación. Era ya la hora…

Hacía un rato que se había hecho de noche y por los alrededores del insalubre manicomio de Islington no se movía un alma. El jefe Swanson y él se acercaron a la puerta que utilizaban los celadores y enfermeras. Habían pasado toda la tarde urdiendo el plan que estaban empezando a llevar a la práctica. Antes de abrir la puerta, el sargento y Swanson comprobaron los revólveres, por si acaso se veían en la difícil situación de usarlos, cosa que Carnahan no quería por nada del mundo.

Donald Swanson abrió la puerta, que chirrió algo por la falta de grasa, y ambos entraron con decisión en el interior del hospital psiquiátrico. Solo había un mostrador de recepción en el centro de la sala, ocupado por un guardia que leía el periódico. El hombre pegó un respingo al ver entrar al sargento y al inspector jefe Swanson.

—Buenas noches. Soy el inspector O'Brien, del Departamento de Investigación Criminal —Swanson enseñó la placa tan rápidamente, que al tipo no le dio tiempo a ver el nombre estampado en ella, solo el logotipo del referido departamento—. Este caballero —señaló con el índice diestro— es el sargento William. Sabemos que han internado aquí esta tarde a tres sujetos bastante peligrosos.

El guardia, desconfiado, intentó disimular.

—No sé de qué me habla…

—Hace usted muy mal su trabajo —le interrumpió Swanson con tono muy autoritario—. Si yo fuese un sujeto enemigo, ya sabría que los esconden aquí—. Carnahan sonrió complacido. Swanson era rápido empleando la inteligencia—. Pero, en su beneficio, no lo soy… Me envía Sir Charles Warren. Quiere que los sujetos sean trasladados al Guy's urgentemente.

—¿Puedo ver algún documento firmado por Sir Charles Warren que lo autorice? —preguntó el recepcionista.

El sargento Carnahan se mordió la lengua. Los había pillado. Pero Swanson se había fijado en un detalle. El guardia llevaba un curioso sello en su dedo anular. En él, había grabados un compás y una escuadra. La extraordinaria agilidad mental de Donald Swanson se disparó con la misma velocidad que una bala de su revólver reglamentario. Había leído lo suficiente sobre los masones para saber qué diablos debía contestar. Y así lo hizo:

—Sir Charles Warren ha dicho que con esta frase le bastará: "¿No hay ayuda para el hijo de la viuda?".

La inmediata reacción del guardia fue levantarse de un salto y pronunciar un torrente de disculpas. Nervioso, cogió una llave y los guió por un pasillo maloliente.

—¿Quiere que avise a alguien más? —preguntó cohibido.

—Avise al doctor encargado. Que les lleven a quirófanos —exigió Swanson, cada vez más en su papel.

El guardia les llevó hasta una sala espaciosa con tres camillas en el centro. Unos instantes más tarde, un doctor con perilla de chivo entró seguido de dos rotundas enfermeras. Tras un discreto saludo, fue directo al meollo de la cuestión.

—Mi subordinado me ha dicho que les envía Sir Charles…

—En efecto, doctor —convino Swanson—. Los tres sujetos que han sido internados aquí deben ser trasladados al Guy's de inmediato.

—Enseguida los traerán —se limitó a decir aquel siniestro galeno.

Dos minutos más tarde, dos corpulentos celadores entraron en la sala con el inspector Abberline, el agente Carter y también con Nathan Grey. Pero los tres se encontraban horriblemente sucios y degradados. El inspector venía encogido, murmurando cosas incoherentes, babeando algo y mirando nervioso hacia todos los lados. Carter apareció como amodorrado, dejándose llevar por los pasillos como un alma en pena, con sus recios músculos flácidos. Por su parte, el viejo Grey daba saltos y rezaba a voz en grito a una incomprensible divinidad.

El sargento Carnahan reprimió su furia mordiéndose el labio inferior hasta sentir un agudo dolor.

—Muy bien… —afirmó Swanson con sangre fría—. Átenlos en las camillas y prepárenles para el tratamiento omega.

Las enfermeras obedecieron al instante. El médico de perilla de chivo se quedó un tanto sorprendido. El inspector jefe resopló impaciente.

—¿A qué esperan? —inquirió autoritario a más no poder— . ¿No querrán que nos los llevemos en este estado? ¡En el Guy's les proporcionarán el tratamiento alpha de nuevo! —vociferó.

El médico y las enfermeras se quedaron muy sorprendidos.

—Este es el único manicomio donde se aplica el tratamiento alpha —explicó el galeno con barba de chivo.

Swanson se había colado.

—¡Son ustedes unos impostores! —bramó el médico. Se volvió a los corpulentos celadores—. ¡Redúzcanlos!

Pero Swanson y Carnahan sacaron a la vez sus revólveres. Los celadores, que habían avanzado peligrosamente hacia ellos, se quedaron clavados en el suelo al ver las superficies metalizadas de las armas cortas de fuego.

—¡Todos al suelo! —exigió Swanson colérico—. El primero que se mueva o dé la alarma se arrepentirá de ello para siempre… Usted no, doctor —dijo al facultativo—. Aplíqueles ahora mismo el tratamiento omega.

El médico fue hasta un armario que contenía productos químicos y sacó tres jeringuillas y un frasco. Swanson le apuntó hacia la cabeza y amartilló resuelto el revólver.

—Procure no equivocarse de frasco, doctor, o le juro que lo pagará caro.

El matasanos aquel asintió temblando, mientras quitaba el aire a las jeringuillas y se las clavaba a Grey, Carter y el inspector en el cuello.

—¿Cuánto tardará en hacer efecto? —inquirió, muy impaciente, el sargento Carnahan. Notaba el sudor de sus manos.

—Unos minutos… —dijo el médico, que se hallaba bocabajo en el suelo, acompañando a las enfermeras y los dos robustos celadores.

Al rato, el inspector Abberline despertó como de un sueño y miró extrañado a su alrededor. El sargento acudió sonriente hasta él, solícito, mientras Donald Swanson mantenía vigilados a los hombres del suelo.

—¡Inspector! —exclamó aliviado—. ¿Qué tal se encuentra? —preguntó inquieto.

—Tengo los brazos dormidos… —repuso Abberline.

—Eso es por la camisa de fuerza… —indicó Swanson—. Quítesela, sargento —ordenó, sin dejar de observar a los del suelo.

Carnahan obedeció y, al poco rato, el inspector Abberline logró ponerse en pie. Grey y Carter despertaron un poco después y fueron desprendidos de sus camisas de fuerza y puestos en pie. Los tres se encontraban algo mareados.

El inspector jefe Swanson respiró hondo.

—Muy bien, ya estamos todos —se dirigió al médico de la perilla de chivo, que descansaba en el suelo con los brazos abiertos, al lado de las enfermeras y celadores—. ¡Usted! ¡Déme las llaves de esta sala! —exigió agriamente.

El asustado galeno rebuscó en su bata y sacó un manojo de llaves, que entregó a Swanson con mano temblorosa tras haberle indicado cuál de ellas era la que necesitaba. Mientras, el sargento ayudaba al viejo Grey a andar. El sedante que le fue administrado antes de aplicarle el tratamiento alpha le había hecho algún tipo de reacción con el tratamiento de la demencia, de modo que ahora no podía mover las piernas correctamente. Mucho mejor se encontraban el inspector Abberline y el agente especial Carter, que abrieron las puertas y salieron de la sala, seguidos por el sargento y Grey. Por último, y sin dejar de apuntar a los hombres del suelo, Swanson pegó un tiro al aire a modo de advertencia; después salió corriendo de la sala y cerró las sólidas puertas con llave.

En el inmundo pasillo, los demás lo aguardaban expectantes.

—¡A qué diablos esperan! ¡Corran, por dios! —gritó Swanson, haciendo aspavientos con los brazos.

Atravesaron los tétricos y malolientes pasillos, donde un continuo griterío parecía indicar que el tiro al aire de Swanson había alertado a los locos en sus celdas.

No tardaron en ser perseguidos por dos guardias con porras al llegar al recibidor. Swanson y Carnahan lanzaron varios tiros de advertencia, que acongojaron un poco a los guardias, aunque estos no desistieron en su tenaz empeño.

Por fin lograron llegar a la calle. Para alegría de Swanson, el coche previsto había llegado a la hora justa. En el asiento del conductor, el doctor Phillips les apremiaba a correr aún más rápido.

Donald Swanson saltó al asiento de al lado del galeno y disparó más veces a modo de advertencia. El sargento ayudó a subir a Grey al coche, mientras Carter y el inspector Abberline se subían al vehículo por la otra puerta con cierta agilidad.

Cuando todos estuvieron dentro, el doctor Phillips tiró de las riendas y los caballos partieron a toda prisa calle abajo, ante la impotente mirada de los dos guardias.

67

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

Después de nuestra rápida huida del diabólico manicomio de Islington, que todavía no comprendía del todo, el doctor Phillips nos trasladó a su casa. Al entrar, una figura morena y alta se me echó a los brazos, mientras una forma muy pequeña y de pelo corto se arrojaba en los de Nathan Grey. Natalie lloró en mi hombro, a la vez que la pequeña Alice reía y tiraba de la barba del viejo asesino a sueldo.

Amanda, la mujer del doctor, nos esperaba sentada en un sillón en la sala de estar. Había preparado un té que ya humeaba en las pequeñas tazas de porcelana. Abrazó a su marido con gran ternura.

El sargento ayudó a Grey a sentarse en el sillón y yo lo hice a su lado. Carter denegó la silla que le ofreció el doctor, diciendo que aún tenía las piernas entumecidas y que prefería permanecer de pie para activar la circulación sanguínea. El doctor Phillips se sentó en una butaca frente a la chimenea y el sargento Carnahan hizo lo propio en una silla. Natalie y Amanda se marcharon a intentar dormir a Alice en el piso de arriba de la vivienda adosada.

—Antes de agradecerles lo que han hecho por nosotros, he de preguntarles algo… ¿Cómo sabían dónde estábamos y cómo sacarnos? —pregunté intrigado al sargento y al doctor.

Carter metió baza.

—¿Y lo de los tratamientos alpha y omega? Creí que eran secretos —quiso saber.

Fue Donald Swanson quien finalmente nos sacó de dudas.

—He investigado durante muchos años a Sir Charles Warren.

Y en mi búsqueda descubrí su pertenencia a la hermandad de los masones, de la que es el jefe. Y el tratamiento alpha no es, ni mucho menos, secreto. Circulan miles de leyendas urbanas acerca de las misteriosas entradas de locos en Islington, de ciertos líderes socialistas que sencillamente desaparecen… Ya había oído algo parecido, así que decidí investigar en el despacho de Monro cuando me informaron de vuestra entrada en Islington.

—¿Quién le informó de eso? —preguntó Carter, ceñudo.

—Algunos agentes me deben favores —repuso Swanson—. Y curiosamente, casi todos son los que patrullan el barrio de Sir Charles Warren.

—Cometer un error ante las propias narices de Sir Charles es un asunto delicado, y muchos agentes del Departamento de Investigación Criminal ya lo han hecho. Más de una vez hemos tenido que encubrir ciertos errores garrafales —expliqué.

Swanson asintió en silencio. El sargento empezó su relato.

—He de decir, no sin modestia, que yo también indagué entre sus cosas, inspector, y descubrí el libro acerca de la masonería que Carter le trajo. Además, pude ver sus notas en el mapa —arqueó las cejas—. Lo primero que hicimos fue ir al Ten Bells, donde usted me había dicho que Grey y la señorita Marvin se escondían, inspector. Buscábamos a Grey, pero, al no hallarle en casa, deducimos que estaba con usted, preso en Islington. Cogimos a la señorita Marvin y a Alice y las escondimos en casa del doctor Phillips.

—Obraron sabiamente —convino el sicario—. Se lo agradezco de veras.

El suboficial hizo un gesto con la mano diestra para quitarle hierro al asunto.

El agente especial fue directo al grano.

—Ahora, lo que tenemos que hacer es sacar a la señorita Marvin de Londres y, a ser posible, de Inglaterra —aconsejó en tono grave.

—No hay problema en eso —nos avisó Grey—. Un amigo mío que trafica con inmigrantes la llevará a Irlanda. El barco saldrá el 31 de diciembre, así que hay que esperar… —añadió preocupado.

—Pueden ocultarse aquí todo el tiempo que deseen… —dijo Bagster Phillips.

Decliné la invitación por razones obvias.

—No, gracias. No queremos crearle complicaciones, doctor, cosa que seguro tendría si permaneciésemos más de lo debido en esta casa… Somos prófugos, amigos míos; sabemos cosas que no deberíamos saber —expuse con deliberada lentitud, matizando cada palabra— y que no repetiré en este salón para no poner en riesgo sus vidas.

—El inspector tiene razón —intervino Nathan Grey—. Y no solo Natalie debe abandonar Londres, los tres tenemos que hacerlo, Carter, el inspector y yo.

—Les ayudaremos en lo que podamos —se ofreció el sargento.

Junté las palmas de las manos.

—Se lo agradezco infinitamente, pero ya han hecho suficiente por nosotros —reconocí con tono muy afectuoso.

Un trueno se dejó oír al otro lado de la ventana del salón del generoso anfitrión. Una vez más, comenzó a llover. Nos sumimos en un melancólico silencio, solo roto por la pregunta del forense:

—Fred… —susurró. Le miré con atención—, sé que lo habéis descubierto todo —elevó su tono de voz. Carter y Grey se miraron interrogativamente—. ¿Quién es?

—Doctor, si le respondiera, estaría en muy serios apuros… Y al igual que usted, Swanson y el sargento; así como sus respectivas familias —tragué saliva con cierta dificultad antes de proseguir—. Vendrán a preguntarles y cuanto menos sepan, pues mucho mejor —concluí, firme en mi postura.

—Solo dime una cosa… —el doctor me miró con extraordinaria fijeza a través de sus lentes redondas—. ¿Es un hombre culto? ¿Se confirmó nuestra teoría?

Temblé al recordarlo.

—Sí —repuse con voz queda—. Se confirmó.

Un rayo iluminó la estancia con su cegadora luz blanca.

Al día siguiente, 30 de diciembre, Carter, Grey, Natalie, Alice y yo salimos de la acogedora casa del doctor Phillips de madrugada y pasamos por el Ten Bells, a por el equipaje y el arsenal de Grey —compuesto por un rifle de cañón largo pesado, un Winchester 44 de repetición, un revólver de gran calibre, el cuchillo militar Bowie y otra recortada de dos cañones—, y al hotel donde Carter se alojaba —vigilado por unos tipos extraños que deducimos que eran de Seguridad Interior—, al que el agente especial tuvo que entrar por las cocinas para volver al instante con una maleta y un nuevo bastón. También fuimos a mi apartamento, en Whitehall, donde debí introducirme a escondidas, ya que el fornido capitán Hawk —el marido de mi portera— la había emprendido a golpes con unos asaltantes que habían entrado en mi casa a revolverlo todo.

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