—Algún imbécil del Parlamento ha donado cien libras a Lusk y su jodido comité —anunció Carnahan, desprendiéndose de su gabardina. Tenía el rostro crispado y asía en una mano el Times de esta mañana.
—Ya… y supongo que Sir Charles Warren no ha hecho nada por amonestar a Lusk por los disturbios del otro día —concreté.
—Los judíos no denunciaron, inspector. Están demasiado asustados como para hacerlo. He estado husmeando esta mañana por su barrio, inspector… ¡Tendría usted que verlo! —exclamó; después alzó los brazos—. Parece un cementerio. No hay ni un alma por la calle.
El sargento ocupó su silla y comenzó a teclear en la máquina sobre el cierre del informe de Ostrog.
—He decidido cerrar el caso y archivarlo… —me explicó él, cuando le pregunté sobre lo que hacía—. No creo que lo encontremos nunca, inspector —añadió con marcado pesimismo.
—Yo pienso lo mismo —precisé.
Mason entró en el despacho.
—Siento volverle a interrumpir, inspector… —se disculpó el agente—. El jefe Bauer, de la Policía fluvial, nos ha enviado un mensaje telegrafiado hace un momento. Dice que ya han encontrado lo que usted buscaba y que vaya inmediatamente a London Docks —anunció mi subordinado mientras leía un papel.
—Muchas gracias, Mason.
Cuando el agente salió, fui hasta el perchero y descolgué mi chaqueta. El sargento hizo lo mismo.
Carnahan sonrió con cierta ironía.
—Creo que me debe una cena, inspector.
—Ya se verá —respondí ensimismado.
—¿Cree que la reconocerá? —preguntó él de forma interesada.
—Si todavía le queda algo de su antiguo rostro… —murmuré mientras llegaba a la puerta.
Ambos salimos del despacho y nos introdujimos en el coche de Lancaster, que nos esperaba en la puerta y al que Mason, detallista como siempre, había tenido la buena idea de avisar.
El jefe Bauer había acudido al lugar personalmente acompañado de dos agentes, en una barcaza de madera que nos esperaba amarrada en el muelle y a la que ya le hacía falta otra mano de pintura.
Pisé las mohosas tablas del embarcadero y aspiré el hedor del Támesis. El sargento arrugó la nariz. Olía a pescado, a moho, a aguas fecales y a desperdicios de muchas clases. Trabajábamos y vivíamos cerca de una cloaca.
Bauer saltó ágilmente de la barcaza y se reunió con nosotros, mientras sus subordinados desembarcaban una camilla que transportaba lo que parecía un cuerpo chorreante tapado con una lona.
—Es la única mujer que encontramos —me indicó el jefe Bauer, alzando la barbilla—. Castaña, de unos veinticinco años, de rostro atractivo y más bien pálido.
La fetidez proveniente del cadáver en descomposición nos rodeó, se coló implacable en nuestras fosas nasales y esparció sus esporas de muerte por todas partes. Los agentes que transportaban la camilla la dejaron en el suelo y se apartaron de ella sin disimular su repugnancia. Uno de ellos, un novato, cayó al suelo y se apoyó en la corroída barandilla del muelle, mientras vomitaba en el agua con unas arcadas tan violentas, que creí verlo en el río.
El sargento Carnahan reprimió una arcada también y sacó su petaca, de la que bebió a grandes tragos y con ansia. El jefe Bauer se cubrió la nariz con un pañuelo y destapó el cadáver.
En efecto, era la mujer de mi sueño.
La carne rehuía de sus mejillas; se mostraba apergaminada y blanca, como un fantasmagórico esqueleto en vida. Los ojos se mantenían fijos, en una mirada de terror dirigida al infinito. Lucía un limpio agujero de bala en la frente.
—¿Pertenencias? —logré preguntar. La visión de la que antes había sido una mujer hermosa, de cuya anterior apariencia solo quedaba un vestigio en sus ojos, me turbó bastante.
—Ninguna. Nada —replicó el jefe Bauer con voz hueca—. La limpiaron antes de arrojarla al río. Pero sí que le introdujeron esto entre sus ropas —me mostró dos ladrillos mohosos—. Supongo que para hacerla bajar al fondo y se pudriera allí.
El joven volvió a vomitar al agua. Su compañero fue a ayudarle.
—Perdone, es novato —explicó Bauer.
—No tiene importancia —repuse sin fijarme en quién lo estaba pasando tan mal—. Muchas gracias, jefe Bauer, ha sido de gran ayuda.
—Entonces ya estamos en paz, inspector. ¿Dónde debemos conducir a la señorita? —preguntó mientras cambiaba de mano el pañuelo.
—Al depósito de Old Montague Street, en cuanto puedan… Si Robert Mann les molesta, díganle que el jefe Swanson lo ha autorizado.
—Bien —aceptó él conciso.
El sargento y yo salimos del embarcadero, mientras el jefe Bauer y sus agentes de la Policía fluvial trasladaban el cadáver hasta un coche fúnebre que esperaba fuera.
Subimos al vehículo de Lancaster, quien apremió a los caballos para que se movieran y nos trasladasen hasta la comisaría. Le contestaron con un relincho y se pusieron inmediatamente al trote.
Carnahan me observó de forma interrogativa.
—Déjeme adivinar. No tiene el permiso del jefe Swanson… —me interrogó con media sonrisa forzada.
—Muy sagaz, sargento —alabé con sorna—. Pero se lo pediré.
Nos sumimos en unos segundos de sombrío silencio.
—Usted piensa que si publica la descripción de la chica, alguien se pasará por el depósito a identificarla… ¿no? —me sondeó el suboficial.
—En efecto —admití lacónico.
—Tardará algunos días —vaticinó el sargento—. Siento decirle que no lleva a mucho esta investigación.
Sentí que fuera así y encogí los hombros.
No tenía nada. Solo un cadáver en descomposición, un sueño estúpido y miles de interrogantes… Intenté recordar mi mundo onírico. Aunque su contenido se remontaba varias noches atrás, últimamente había dejado de hacerlo tan constantemente.
Había varios individuos… Al parecer militares y, además, armados. Dos tipos que conocían al hombre de la casa, al que se llevaban a rastras, entre el llanto de la hija pequeña y los gritos de la mujer… ¿Su hija pequeña?
—Había una niña, sargento —comuniqué de improviso.
—¿Cómo… ? —inquirió Carnahan con aire despistado.
—Que en mi sueño había una niña pequeña… Creo que recién nacida —recordé vagamente.
—Seguramente la mataron también —argumentó el sargento.
Negué con la cabeza antes de dar una respuesta.
—No, lo hubiese visto. Debe de estar viva.
—¿Y dónde? —preguntó mi interlocutor.
—¿Adonde llevaría usted a una niña sin padres?
Mi fiel subordinado caviló unos instantes.
—Supongo que la dejaría en un convento o en una iglesia… —razonó con aplastante lógica—. O tal vez la abandonaron en algún hospicio —añadió dubitativo.
—Muy bien, pues entonces hay que empezar a rastrear todos los orfanatos y hospicios —ordené tajante. Volvía a sentir la energía necesaria para continuar con aquel estrambótico caso que se abría ante nosotros con todos sus enigmas.
—¡Pero, inspector, el cerco es muy grande! —protestó Carnahan alzando la voz para que se escuchara más que el ruido que hacían las ruedas del coche y los cascos de los caballos sobre las adoquinadas calles que atravesábamos—. ¡No sabemos ni su año de ingreso, ni su nombre!
Tenía razón. El sargento oteó la calle desde la ventanilla del coche.
—Bueno… Usted está metido en el caso del Destripador y yo… —carraspeó un par de veces antes de seguir hablando—. Bueno, Ostrog ya está archivado, así que podría indagar un poco por alguno de los orfanatos de la ciudad… Si usted me lo permite, claro está —acabó su exposición, aunque al final detecté un punto de ironía.
Sonreí complacido.
—Mi buen sargento Carnahan…, no sé qué diablos haría sin usted… —reconocí después, en tono afable.
Un mensaje escrito en un pedazo de papel amarillento me esperaba en mi mesa de trabajo. Lo cogí ansioso y lo ojeé a la luz de la lámpara de mi mesa. El escueto contenido se dejaba leer en el medio.
Venga a las 2 a Mitre Square
N.G.
Era de Nathan Grey Respiré hondo. Por fin daba señales de vida aquel hombre de armas tomar. Parecía que el viejo asesino a sueldo había encontrado algo…
(N
ATALIE
M
ARVIN
)
La charla con el inspector había aliviado un poco mis pesares. Después de todo, ya no le veía tan mal tipo y… no sé, como hombre, no estaba precisamente mal… Llegué más alegre al Ringer, donde Kate, Mary y Lizie me esperaban. Después de pedir media pinta
[4]
de cerveza, que la señora Ringer me sirvió, me senté a la mesa con mis amigas.
—¿Y… ? —interrogó Mary.
—El inspector me ha dicho que buscará a los McGinty e intentará detenerlos —les dije a mis compañeras—. Es un buen hombre… Creo que podemos confiar en él.
Contrariada, Kate torció el gesto.
—Yo no confío en polis —dijo con acidez—. Son unos capullos. Además, crean más entuertos que los que resuelven. No te fíes, Natalie.
—Creo que Kate tiene razón, chicas —convino Lizie—. Deberíamos conseguir el dinero, buscar nosotras a los McGinty y pagarles.
—Es una buena idea —aprobó Kate—. Nosotras daremos con ellos antes que ese entrometido inspector… Además, es mejor que reunamos el dinero. Si los detienen, entonces sí que estaremos muertas.
Mary planteó nuestra situación con toda crudeza.
—Hablemos claro, chicas… Sin el viejo Grey, somos blanco fácil para todas las bandas de East End. En cuanto se percaten de que él ya no está con nosotras, nos comenzarán a chantajear… —razonó amargamente. La señora Ringer se acercó con otro licor amargo para Kate. Nos callamos al instante y esperamos hasta que se fuera—. Hay que tener cuidado.
—¿Votos a favor de reunir dinero para que los McGinty nos dejen en paz? —propuso Kate.
Mary levantó la mano y Lizie hizo lo mismo con timidez.
—Yo voto por esperar al inspector o a Nathan —propuse con voz queda.
—Natalie, estamos solas en esto —me recordó Mary.
Se produjo entonces un silencio incómodo. El nudo en el estómago que había desaparecido al terminar la conversación con Abberline remitió al instante.
—Hay otro problema… —intervino Lizie—. O pagamos el alquiler de la pensión o nos echan. Hay que ir pensando en otro sitio.
—Conozco uno ideal… Pero hay que tener mucho cuidado —propuso Mary en tono misterioso.
La apremiamos para que nos lo contara.
—Es una de las habitaciones de McCarthy en Miller's Court, las de Dorset Street —nos informó, casi en un susurro—. ¿Os acordáis de Joe Barnett?
—¿Tu novio hasta hace poco? —afirmó Lizie más que preguntó.
—Sí. La alquiló para nosotros, así que en realidad es tan suya como mía. Podemos ir allí —indicó Mary.
—Es una buena idea —aprobé sin más comentarios.
Pasamos la tarde en el Ringer hasta que se hizo de noche y las cuatro nos fuimos a trabajar. Me topé con siete babosos en toda la noche y saqué una libra en total. Fue una actividad muy productiva.
(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)
Así pues, cerca de la una y media de la madrugada salí de la comisaría después de haber echado una cabezada y de haber cargado concienzudamente mi revólver. Eso sí, llevaba en los bolsillos una buena provisión de balas, dado que East End no era seguro de noche y mucho menos para mí. Me encaminé andando hacia Mitre Square.
Era una buena caminata, por lo que me embocé todo lo que pude en mi gabardina para combatir el frío nocturno. La niebla se arremolinaba por doquier, y el vaho que salía de mi boca se unía a ella en su fantasmal avance.
Casi no quedaba nadie por las calles. Apenas vi algunos mendigos, borrachos tirados en las cunetas y alguna que otra prostituta temerosa de ser la siguiente víctima del Destripador. Después de mucho caminar, penetré en Mitre Square.
La plaza se hallaba en una extremada soledad. Las luces de las casas estaban completamente apagadas y nada se oía en ellas. Sus moradores dormían ajenos a los peligros de la vía pública.
Me situé en el centro de la plaza, cerca de unos cubos de pestilente basura. De improviso, unos pasos me alertaron de la presencia de alguien más en la plaza. Introduje mi mano suavemente hasta la sobaquera que pendía debajo de mi brazo izquierdo y extraje mi revólver. Lo amartillé con calma. A pesar de ello, el característico sonido metálico se me antojó demasiado ruidoso para mi alertado pabellón auricular.
—Suelte eso, inspector, o me veré obligado a dispararle.
Reconocí al instante la voz.
La amenazadora silueta de Nathan Grey se iluminó cuando pasó cerca del haz luminoso de una farola de gas del alumbrado público. Se colocó frente a mí.
—Y bien… ¿qué desea, señor Grey?
—Usted me pidió que investigase… y eso he hecho. He descubierto algo de interés —aseguró en voz baja.
—Cuente —le apremié conciso.
—Hay un grupo de tipos raros por East End, inspector. La gente me ha informado de ello. No hablan ni se relacionan con los demás. Suelen ir juntos y parecen proteger un coche negro. Primero disparan y después preguntan —explicó Grey fríamente.
—Y supone que podrían tener algo que ver con los sujetos a los que usted disparó la noche del asesinato de Polly Nicholls —completé su breve relato—. ¿Tiene más pruebas de ello?
—A eso voy… Me he recorrido todo East End en busca de esos tipos, inspector —dijo el asesino en todo desalentador—. Nada… Es como si jamás hubiesen existido.
Aspiré el húmedo aire nocturno antes de hablar.
—Curioso… —cavilé—. Muy curioso e interesante. Debemos encontrar a esos tipos. Le ayudaré en todo lo que pueda. Usted, simplemente, manténgase lejos de cualquier agente.
—Estoy en ello. Descuide… —me prometió el viejo Nathan Grey.
—¡Ah! Debo decirle que la señorita Marvin me hizo una visita esta mañana —le informé.
—¿Natalie? —inquirió sorprendido.
—En efecto. Quería saber si yo tenía noticias sobre su paradero… No haría mal en visitarlas —le aconsejé con suavidad.
—Lo hago a menudo, créame… Las vigilo, aunque no muy bien, he de añadir —reconoció el viejo soldado, apesadumbrado.
—Vamos, Grey… Usted es solo un hombre y ellas eran siete. No puede vigilarlas a todas —traté de animarle. Después me acordé de la conversación mantenida con Natalie en mi despacho—. Por cierto, la señorita Marvin también me habló de su temor hacia la posibilidad de que los McGinty las estuvieran chantajeando, así que he decidido preguntarle a usted directamente… ¿Quedó algún McGinty vivo?