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Authors: Enrique Hernández-Montaño

Tags: #Histórico, #Terror

Entre las sombras (23 page)

—Denegado, doctor Phillips —repuso el juez—. Puede empezar cuando quiera.

El galeno suspiró, resignado, y comenzó a exponer todos los datos que conocía sobre la muerte de Annie Chapman.

—… He de añadir —recalcó a tiempo que miraba a todos los presentes— que si yo hubiera sido el criminal, no hubiese podido tardar menos de quince minutos en infligir heridas semejantes. Y si yo, como médico que soy en ejercicio, hubiese causado esos daños con deliberación y habilidad, hubiese necesitado aproximadamente la mayor parte de una hora —metió su informe en una carpeta y se la pasó al juez Baxter—. No tengo más que decir, señoría.

Bagster Phillips tomó asiento a mi lado.

El juez se levantó de su asiento y fue llamando a los testigos. Un hombre corpulento, que respondía al nombre de Albert Cadosh, se presentó y se colocó ante su señoría.

—Dice usted, señor Cadosh, que hacia las cinco y veinticinco de la madrugada salió al patio del número 25 de Hambury Street, que está separado del patio del número 29 por una valla de madera… ¿No es así? —preguntó el juez.

—Así es, señoría —respondió Cadosh, retorciendo una gorra de paño marrón.

El magistrado sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón para ahogar un inoportuno estornudo. Lo logró a medias.

—Muy bien… —dijo mientras aspiraba aire por la nariz—. Y usted afirma… —repasó brevemente una parte del informe— que a esa misma hora oyó voces quedas al otro lado de la valla, seguidas de un no femenino y después un golpe contra la verja… ¿Me equivoco?

—En absoluto, señoría —admitió Cadosh.

—¿Y no se molestó en averiguar qué había causado el golpe? —preguntó Baxter.

—Con el debido respeto, señoría, llegaba tarde al trabajo y no me podía entretener —respondió Cadosh de forma contundente.

—No tengo más preguntas —concluyó el magistrado, flemático.

Después de Cadosh, el mozo que había descubierto el destrozado cadáver fue llamado a testificar. Posteriormente se presentó el subinspector Chandler, ya que fue el primer agente policial que se acercó al cuerpo.

Como estas confesiones ya las había oído, me dediqué a cavilar sobre algunos detalles de la muerte de la señora Chapman. Volví mentalmente a la sala cuando el juez Baxter llamó a testificar a una tal Elizabeth Long, quien afirmaba haber visto a la víctima en compañía de un hombre alto, de pelo negro y que vestía una gabardina negra.

—¿Está segura que vio a la chica? —inquirió el magistrado.

—Sí, lo juro, señoría… —repuso la mujer nerviosa, que no cesaba de abrir y cerrar las regordetas manos—. Ya la había visto otras veces por allí —añadió con marcado tono chismoso.

—¿Hacia qué hora? —preguntó el juez.

—¡Oh! No sabría decirle. Yo volvía de trabajar…

Baxter miró unos de sus papeles antes de continuar con el testimonio de aquella oronda fémina.

—Usted dice que escuchó un fragmento de la conversación mantenida entre la víctima y su posible agresor… ¿Puede repetir lo que escuchó?

—Sí, señoría… —Elizabeth carraspeó antes de continuar hablando—. El le preguntó: "¿Lo harás?", a lo que ella respondió que sí.

—No tengo más preguntas que hacerle, señora Long —dijo el magistrado. La mujer se marchó.

Los que vinieron a continuación fueron una serie de personajes, cada uno más incoherente y estúpido que el anterior, los cuales pretendían, sin lugar a dudas, hacerse un hueco en la investigación abierta. Cada uno exponía ridículas confesiones acerca de hechos que no sucedieron más que en su imaginación y de ridículos testimonios.

Al final, el juez Baxter, furioso por tantos personajes absurdos, acabó de citar testigos y nos dijo que podíamos salir del salón.

En mi despacho reinaba la penumbra.

Como un fantasmal manto que todo lo abarcaba a ras de suelo, la niebla había vuelto a abatirse sobre Londres y, aunque el ventanal de mi despacho tenía las cortinas descubiertas, apenas entraba luz en él.

A mí no me molestaba. Prefería estar así, sobre todo cuando trataba de concentrarme en mis pensamientos profesionales.

La situación se complicaba día a día. Los periódicos habían recibido miles de notas del supuesto asesino, así como Sir Charles Warren y yo. Ya no eran simples mensajes escritos con sangre. Las escuetas amenazas se habían convertido en cuartillas llenas de advertencias, insultos y chanzas macabras sobre los crímenes. La gente que no tenía otra cosa que hacer vertía allí todas sus miserias morales.

Nadie lo había advertido, excepto el doctor y yo. Las cartas ya no estaban escritas por el asesino, por lo menos las de Sir Charles y las mías, que fueron las únicas que Phillips —debido a su falta de trabajo, este se entretenía ayudándome— y yo pudimos analizar. Las transcribía alguien con el pulso firme, que cometía fallos adrede para que creyésemos que era un inculto. Veamos un ejemplo:

Estimado jefe:

Estaré en Whitechapel el 20 del corriente… y comenzaré una tarea delicada a eso de medianoche, en la misma calle donde ejecuté mi tercer examen del cuerpo humano.

Suyo hasta la muerte

Jack el Destripador

Atrápenme si pueden

P.D. Espero que pueda leer mis palabras y lo pondré todo por escrito, sin dejarme nada. Si no puede ver las letras, hágamelo saber y las haré más grandes.

La palabra
grandes
mal escrita es propia de un analfabeto, sin duda alguna. Pero el doctor y yo nos percatamos de que el asesino había escrito bien los vocablos
examen
y
ejecuté
, los cuales resultaban mucho más difíciles para un analfabeto. Había gato encerrado en todo aquello.

Por supuesto, el forense y yo solo hablamos de aquel sutil detalle con el sargento Carnahan y el jefe Swanson. Nos guardamos mucho de comentárselo al agente Carter y menos aún a Sir Charles Warren.

Como decía antes, me encontraba en soledad aquella neblinosa tarde meditando a oscuras en mi despacho, cuando el agente Mason me sacó de mis cavilaciones al entrar tras dar dos toques en la puerta y después de que le contestara con un gruñido de aprobación.

—Inspector, hay una mujer ahí fuera… —señaló hacia fuera con una mano extendida—. Insiste en verle solo a usted, señor… ¿Qué hago? —preguntó mientras se encogía de hombros.

—Ya… Hazla pasar, Mason.

El aludido desapareció al otro lado de la puerta. Cuando volvió a aparecer, lo hizo acompañado de una chica joven. La reconocí de inmediato.

Natalie Marvin entró en mi despacho y aguardó hasta que el agente cerró la puerta y yo, claro está, hubiese encendido la lámpara de gas de mi mesa para ahuyentar las tenebrosas tinieblas de mi despacho.

—¿He interrumpido su trabajo, inspector? —preguntó ella, contemplándome con mucha desenvoltura de arriba a abajo.

—En absoluto —repuse a la vez que me incorporaba para tenderle una mano e indicarle la silla que tenía enfrente de mi escritorio.

28

(N
ATALIE
M
ARVIN
)

Nunca me habían gustado ni las comisarías ni los policías, pero de todas formas allí estaba, en un despacho en penumbra, con un inspector que se creía listo y al que yo, todo hay que decirlo, no apreciaba mucho.

El policía parecía nervioso cuando entré. Me indicó que me sentara frente a él y apartó los desordenados papeles que abarrotaban su mesa de un manotazo; algunos cayeron al suelo por un extremo.

Observé el despacho con irrefrenable curiosidad. Había decenas y decenas de notas clavadas en las paredes con chinchetas y clavos, acompañadas de fotografías de espantosos cuerpos mutilados, de reos escapados de sus penales, asesinos… Se supone que el lugar idóneo para clavar las notas era un tablón de corcho que había en una de las paredes, pero este estaba ocupado por un mapa de Whitechapel, un largo vestido gris desvencijado, varias notas y cartas escritas con lo que parecía tinta roja y… varias fotografías de Martha, Polly y Annie después de morir. Reconocí la ropa en ese momento. Era el vestido de Polly.

Intenté no mirar las imágenes, pero el estómago se me retorció de angustia y un repentino frío se apoderó de mí. Me arrebujé en mi desgastado chal de lana.

El inspector percibió mi reacción.

—Lo siento —dijo con voz queda.

—No es culpa suya. Es su trabajo —repliqué comprensiva.

Se produjo un silencio incómodo. La mirada del inspector, tan clavada en mí, me molestaba.

—¿Por qué ha venido, señorita Marvin? —quiso saber él.

—Venía a preguntarle por Nathan Grey, inspector…

—Yo no sé nada de él —reconocí.

La preocupación por Nathan me había arrastrado hasta allí. Eso y también las sospechas de que algunos de los McGinty estuviesen vivos y ansiosos por despedazarnos.

—Precisamente, señorita Marvin, yo quería preguntarle a usted lo mismo.

Me quedé helada. Si aquel hombre no sabía nada de Nathan…

—¡Joder…! —mascullé preocupada.

Abberline observó la honda preocupación que se reflejaba en mi descompuesto rostro. El se ofreció solícito.

—¿Puedo ayudarla en algo, señorita Marvin?

Estaba furiosa con todo. Con Nathan, por no estar con nosotras cuando nos estaban matando; con aquel policía cabrón, por no protegernos de los McGinty; con mi asquerosa vida…

—¿Ayudarme? —repetí irritada—. ¿Ayudarme? —mi tono era desabrido. Después estallé—. ¡No ha hecho más que joderme, puto poli! ¡Desde que le conozco, han muerto tres amigas mías! ¡Tres mujeres que no habían hecho nada a nadie, hijo de puta! —me levanté e, impotente, le seguí gritando. Lo hice apretando los puños hasta sentir dolor—. ¡Y usted sigue ahí! ¡Cómodamente sentado en su puta silla, sin hacer nada mientras mis amigas están muriendo! —mis ojos echaban llamas.

—Señorita Marvin, le juro que intento hacer todo lo que puedo… —argumentó el inspector con tono mesurado a pesar de mis insultos.

—¡Y una mierda! —le interrumpí histérica—. ¡Los polis no valéis para nada! ¡Sois unos putos mierdas! ¡Unos redomados cabrones!

La puerta se abrió de golpe y dos policías entraron en el despacho empuñando sus pistolas. Sin duda, habían oído el escándalo que yo provocaba. Abberline se levantó de golpe. Lo vi un tanto irritado por aquella interrupción.

—¡No pasa nada, agentes! ¡Vuelvan a sus puestos! —ordenó con voz autoritaria.

Estos salieron del despacho consternados y cabizbajos; creo que incluso se sintieron ridículos.

Había agotado mis escasas fuerzas en gritar al inspector, por lo que me dejé caer derrotada en la silla. Las lágrimas afloraron en mis ojos. Sollocé sin control. Acababa de tocar fondo en mi desdichada existencia.

El inspector, nervioso, se frotó los ojos y después se acercó a mí.

—Puede que tenga razón en lo que dice, señorita Marvin, no digo lo contrario —su tono era relajante—. Hay muchos cabrones en el cuerpo de Policía, doy fe de ello, y eso lo dice alguien que está acostumbrado a tratar con policías a diario, créame… —suspiró unos segundos—. Pero póngase por un instante en nuestro lugar, señorita Marvin. Vemos la miseria a diario en las calles, así como la impotencia de no poder hacer nada para evitarlo… Usted me comprende, señorita. Usted vive en ella y puede haber tenido ante sus ojos cosas más horribles de las que veré yo en toda mi vida… Pero créame, se lo pido por favor, solo quiero ayudarla.

Alcé la cabeza al fin. Se había acuclillado y comprobé que me miraba directamente a los ojos.

—Necesito que usted y las chicas me ayuden. Y no puedo hacerlo si me rehuyen o me insultan cada vez que me acerco a ustedes… Necesito conocer cosas. Saber quién quiere hacerles daño y por qué. Y para eso, necesito que hable conmigo. Tome… —me tendió un pañuelo, con el que me sequé las lágrimas. Se lo devolví luego—. ¿Qué es lo que le ocurre? Vamos, no ponga esa cara de desconfianza, sé que le aflige algo —añadió al ver el desconcierto reflejado en mi rostro.

Había que colaborar…

—Los McGinty quieren que les paguemos cuatro libras cada una —le confesé en voz baja.

—No puede ser. Los McGinty están muertos —afirmó él con rotundidad.

—Podrían haber escapado algunos —razoné mientras miraba una pared llena de notas e imágenes— y tengo pruebas que lo demuestran.

—¿De qué pruebas habla?

—Antes de morir Martha Tabram, McGinty me abordó en un callejón. Me dijo que si no le pagábamos, nos cortaría el cuello a todas —el inspector me miró muy concentrado, pensativo—. ¿No pueden buscarlos y detenerlos? —pregunté preocupada.

Abberline resopló con intensidad antes de dar una cumplida respuesta.

—Es imposible detener a los McGinty, señorita Marvin. Su jefe estaba muy bien relacionado con los funcionarios de justicia… Ya me entiende —me explicó, arqueando las cejas después—. Pero supongo que con McGinty muerto, se podría intentar…

—¡Haré lo que sea, inspector! —prometí, en un impulso emocional—. ¡Testificaré contra ellos si hace falta!

—No. Entonces si que estaría condenada, señorita Marvin, y yo no podría hacer nada por ayudarla. Hay que esperar, pues solo les están avisando —me aconsejó él—. Yo me ocuparé de buscar a los McGinty y de detenerlos en el acto, señorita Marvin.

—Gracias —musité lacónica.

—No hay por qué darlas —respondió él suavemente, como en un susurro apenas audible pero reconfortante.

Me levanté de mi asiento y, deseándole buenos días, abandoné el despacho. Dejé al inspector en la penumbra de la habitación, rodeado de las fotografías de mis amigas muertas. No supe explicar por qué en ese momento, tras hablar con Abberline, el nudo que había oprimido mi estómago desde que habían matado a Martha se relajó y desapareció casi por completo.

29

(I
NSPECTOR
F
REDERICK
G. A
BBERLINE
)

No quería mentirle, pero al final acabé por hacerlo. Cuando salió, me recreé imaginándola un rato para después arrepentirme por lo que había hecho.

No creía que los McGinty fueran tras las mujeres, por supuesto. Según mis informaciones, estos estaban muertos. No obstante, nunca había que descartar esa posibilidad. Sabía que alguien quería verlas muertas, pero dudaba de los McGinty. Aquello iba más allá de algunas burdas escopetas de dos cañones y cuchillos de carnicero… No, no tenía el sello McGinty.

Estaba sumergido en esos tenebrosos pensamientos cuando la puerta de mi despacho volvió a abrirse y el sargento entró en la habitación.

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